Sacrificio de Amor

Papa: 
Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Las palabras que Jesús pronuncia durante su Pasión encuentran su culmen en el perdón. Las palabras de Jesús encuentran su culmen en el perdón. Jesús perdona: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). No sólo son palabras, porque se hacen un acto concreto en el perdón ofrecido al “buen ladrón”, que estaba junto a Él. San Lucas narra de dos ladrones crucificados con Jesús, los cuales se dirigen a Él con actitudes opuestas.

El primero lo insulta, como lo insultaba toda la gente, ahí, como hacen los jefes del pueblo, pero este pobre hombre, llevado por la desesperación: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lc 23,39). Este grito testimonia la angustia del hombre ante el misterio de la muerte y la trágica conciencia que sólo Dios puede ser la respuesta liberadora: por eso es impensable que el Mesías, el enviado de Dios, pueda estar en la cruz sin hacer nada para salvarse. Y no entendían esto. No entendían el misterio del sacrificio de Jesús. Y en cambio, Jesús nos ha salvado permaneciendo en la cruz. Y todos nosotros sabemos que no es fácil “permanecer en la cruz”, en nuestras pequeñas cruces de cada día: no es fácil. Él, en esta gran cruz, en este gran sufrimiento, se quedó así y ahí nos ha mostrado su omnipotencia y ahí nos ha perdonado. Ahí se cumple su donación de amor y surge para siempre nuestra salvación. Muriendo en la cruz, inocente entre dos criminales, Él testimonia que la salvación de Dios puede alcanzar a todo hombre en cualquier condición, incluso en la más negativa y dolorosa. La salvación de Dios es para todos: ¡para todos! Ninguno es excluido. Y la oferta es para todos. Por esto el Jubileo es el tiempo de gracia y de misericordia para todos, buenos y malos, para aquellos que están bien y para aquellos que sufren. Pero acuérdense de aquella parábola que narra Jesús en la fiesta de bodas de un hijo de un poderoso de la tierra: cuando los invitados no querían ir, dice a sus servidores: “Vayan al cruce de los caminos, llamen a todos, buenos y malos…”. Todos somos llamados: buenos y malos. La Iglesia no es solamente para los buenos o para aquellos que parecen buenos o se creen buenos; la Iglesia es para todos, y preferiblemente para los malos, porque la Iglesia es misericordia. Y este tiempo de gracia y de misericordia nos hace recordar que ¡nada nos puede separar del amor de Cristo! (Cfr. Rm 8,39). Para quien esta inmovilizado en una cama de un hospital, para quien vive cerrado en una prisión, para cuantos están atrapados por las guerras, yo digo: miren el Crucifijo; Dios está con nosotros, permanece con ustedes en la cruz y a todos se ofrece como Salvador. Él nos acompaña, a todos nosotros, a ustedes que sufren tanto, crucificado por ustedes, por nosotros, por todos. Dejen que la fuerza del Evangelio penetre en sus corazones y los consuele, les de esperanza y la íntima certeza que ninguno está excluido de su perdón. Pero ustedes pueden preguntarme: “Pero Padre, ¿Quién que ha hecho las cosas más malas en la vida, tiene la posibilidad de ser perdonado?” “¡Sí! Si: ninguno está excluido del perdón de Dios. Solamente quien se acerca a Jesús, arrepentido y con las ganas de ser abrazado”.

Este era el primer ladrón. El otro es el llamado “buen ladrón”. Sus palabras son un maravilloso modelo de arrepentimiento, una catequesis concentrada para aprender a pedir perdón a Jesús. Primero, él se dirige a su compañero: «Pero tú, ¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? ?» (Lc 23,40). Así subraya el punto de partida del arrepentimiento: el temor de Dios. No el miedo de Dios, no: el temor filial de Dios. No es el miedo, sino aquel respeto que se debe a Dios porque Él es Dios. Es un respeto filial porque Él es Padre. El buen ladrón evoca la actitud fundamental que abre a la confianza en Dios: la conciencia de su omnipotencia y de su infinita bondad. Es este respeto confiado que ayuda a hacer espacio a Dios y a encomendarse a su misericordia.

Luego, el buen ladrón declara la inocencia de Jesús y confiesa abiertamente su propia culpa: «Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo» (Lc 23,41): así dice. Por lo tanto, Jesús está ahí en la cruz para estar con los culpables: a través de esta cercanía, Él ofrece a ellos la salvación. Lo que es un escándalo para los jefes y para el primer ladrón, para aquellos que estaban ahí y se burlaban de Jesús, esto en cambio es el fundamento de su fe. Y así el buen ladrón se convierte en testigo de la Gracia; lo impensable ha sucedido: Dios me ha amado a tal punto que ha muerto en la cruz por mí. La fe misma de este hombre es fruto de la gracia de Cristo: sus ojos contemplan en el Crucificado el amor de Dios por él, pobre pecador. Es verdad, era ladrón, era un ladrón: es verdad. Había robado toda su vida. Pero al final, arrepentido de aquello que había hecho, mirando a Jesús tan bueno y misericordioso ha logrado robarse el cielo: ¡éste es un buen ladrón!

Finalmente, el buen ladrón se dirige directamente a Jesús, invocando su ayuda: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino» (Lc 23,42). Lo llama por nombre, “Jesús”, con confianza, y así confiesa lo que este nombre indica: “el Señor salva”: esto significa “Jesús”. Aquel hombre pide a Jesús que se recuerde de él. ¡Cuánta ternura en esta expresión, cuánta humanidad! Es la necesidad del ser humano de no ser abandonado, que Dios le esté siempre cercano. De este modo un condenado a muerte se convierte en modelo del cristiano que confía en Jesús. Esto es profundo: un condenado a muerte es un modelo para nosotros. Un modelo de un hombre, de un cristiano que confía en Jesús; y también modelo de la Iglesia que en la liturgia muchas veces invoca al Señor diciendo: “Acuérdate… Acuérdate… Acuérdate de tu amor…”.

Mientras el buen ladrón habla en futuro: «Cuando vengas a establecer tu Reino», la respuesta de Jesús no se hace esperar; habla en presente: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (v. 43). En la hora de la cruz, la salvación de Cristo alcanza su culmen; y su promesa al buen ladrón revela el cumplimiento de su misión: es decir, salvar a los pecadores. Al inicio de su ministerio, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había proclamado: «la liberación a los cautivos» (Lc 4,18); en Jericó, en la casa del publicano Zaqueo, había declarado que «el Hijo del hombre – es decir, Él – vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,9). En la cruz, el último acto confirma la realización de este diseño salvífico. Desde el inicio y hasta el final Él se ha revelado Misericordia, se ha revelado la encarnación definitiva e irrepetible del amor del Padre. Jesús es de verdad el rosto de la misericordia del Padre. Y el buen ladrón lo ha llamado por nombre: “Jesús”. Es una oración breve, y todos nosotros podemos hacerla durante la jornada muchas veces: “Jesús”. “Jesús”, simplemente. Hagámosla juntos tres veces, todos juntos, vamos: “Jesús”, Jesús, Jesús”. Y así háganlo durante todo el día. Gracias.