EN CASA CON DIOS

Casi le da un infarto al sacristán la mañana del 25 de diciembre cuando llegó a la iglesia y vio que en el Nacimiento que habían puesto en el atrio faltaba el Niño Jesús. Pero si lo habían dejado en el pesebre durante la Misa de anoche, ¿dónde estaba?, ¿quién podía habérselo llevado? Fue a decírselo al padre, salieron ambos, lo buscaron por todas partes y nada. Ya se estaban preocupando, y él ya había empezado a rezarle a san Antonio, santo al que siempre se encomendaba cuando necesitaba encontrar algo perdido, cuando en eso vieron venir a un niño de la comunidad que traía feliz al Niño Jesús envueltito en una cobija. Resulta que había pasado por ahí, había visto al Niño en el pesebre, se le ocurrió que seguro tenía frío y estaba aburrido, y se lo llevó a dar la vuelta, a mostrarle la colonia y, sobre todo, su casa. Contaba el padre que le hizo tanta gracia que ni lo regañó, porque además casi hubiera jurado que al Niño Dios se le veía más sonriente que antes, como que le había encantado el paseo o más bien el cariño con que el chavito aquel se lo habían llevado a pasear.
Recordaba esto y pensaba que aunque lo que hizo este chamaquito puede ser considerado ingenuo, chistoso o fantasioso, tiene, sin embargo, algo muy rescatable: que captó que a Jesús le encantaría que lo invitara a estar con él. Y es que muchos creyentes ponen en su casa un Nacimiento y se conforman con dejar a Jesús ahí para contemplarlo a ratitos y olvidarse de Él el resto del tiempo mientras hacen otras cosas, pero Él no quiere quedarse ahí, quiere participar también de esas otras cosas. Es como esa visita que consideras ‘de cumplido’ y a la que dejas sentadita en la sala mientras vas a prepararle un refrigerio y en eso te das cuenta de que te ha seguido a la cocina y no le importa el tiradero que dejaron los niños, o que los trastes del desayuno estén sin lavar, y ni tiempo te da de avergonzarte de que vea esa parte de tu casa que no le pensabas mostrar porque te das cuenta de que se encuentra de lo más a gusto platicando o se acomide a echarte la mano preparando la botana o se sienta a ver el partido en la tele o se pone a hacer lo que sea que la familia esté haciendo, integrándose como un miembro más. Dios es así. No quiere que lo dejemos en el Nacimiento y nos desentendamos de Él, le gusta salir de ahí y entrar en nuestra vida. En la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 2Sam 7, 1-5. 8-12.14.16), vemos que cuando el rey David se estableció se puso a pensar que no estaba bien que él habitara en una casa y que el arca de la alianza de Dios estuviera en una tienda de campaña, pero Él le mandó decir: “¿Piensas que vas a ser tú el que me construya una casa para que o habite en ella?” (2Sam 7, 5) y luego mencionó algo que no se lee en la Lectura pero que resulta muy significativo, que Dios no había habitado en una casa, sino que había ido de un lado para otro en una tienda y que había estado con David dondequiera que había ido (ver 2 Sam 7, 6.9). Por lo visto a Dios no le gustaba tanto la idea de permanecer solo en una casa lejos de Su pueblo, sino la de estar con él en todas partes. Lo comprobamos en el Evangelio dominical (ver Lc 1, 26-38). Cuando Dios decidió poner Su morada entre nosotros, no descendió del cielo a habitar en un palacio o en una mansión, sino quiso encarnarse en el seno de María y venir a compartir realmente nuestra condición humana, hacerse uno de nosotros. Y seguramente no le ha de hacer gracia que celebremos Su Nacimiento limitándonos a ponerle una casita de madera para recordarlo a ratitos y arrullarlo el 24 en la noche como para que se duerma y nos deje tranquilos, sino quiere que lo tengamos siempre presente, que lo dejemos acompañarnos a todos lados, que le platiquemos, que le permitamos ayudarnos, meterse ‘hasta la cocina’, que lo integremos a nuestra familia, que nos sintamos tan ‘como en casa’ con Él que lo dejemos iluminar con Su amorosa presencia no sólo la Navidad, sino cada momento de nuestra existencia.