Beato Juan Duns Scot

Date: 
Lunes, Noviembre 8, 2021
Clase: 
Beato

El 20 de marzo de 1993, el Santo Padre Juan Pablo II presidirá en la Basílica de San Pedro en el Vaticano una solemne celebración durante la cual le serán concedidos los honores litúrgicos al Beato Juan Duns Escoto. Este acontecimiento señala un momento de gracia singular para toda la Orden Franciscana, que venera al Beato Juan Duns Escoto como esclarecido ejemplo de santidad y profundo maestro de doctrina.

La celebración es tanto más significativa, cuanto que la Orden Franciscana, consciente de su vocación apostólica, en virtud de la Regla y del mandato recibido de la Iglesia, se encuentra empeñada en el mundo de hoy en una nueva evangelización a las puertas del tercer milenio. Duns Escoto estaba firmemente convencido de que el hombre, creado por el amor infinito de Dios, como «alabanza y gloria de Cristo» (Ef, 1,2), anhela incesantemente llegar al conocimiento de la verdad mediante la búsqueda apasionada de Dios, convencido de que «con el paso de las generaciones humanas crece cada vez más el anuncio de la verdad» (J. Duns Escoto, Ordinatio, IV, d. 1, q. 3, n. 8; Ed. Vivès, XVI 136a).

Al daros esta gozosa noticia y presentaros la figura del nuevo beato, no podemos menos de recordaros las palabras con las que el Ministro general de los Frailes Menores, Fr. Gonzalo de España, presentó en 1304 al entonces laureando de la universidad de París, Juan Duns Escoto: «De su vida laudable, de su excelente saber, de su sutilísimo ingenio y de sus demás cualidades insignes, estoy plenamente informado, en parte por larga experiencia personal, y en parte por su fama, que se ha esparcido por doquier» (Denifle-Chatelain, Chartularium Universitatis Parisiensis, II, 117-118).

Su «saber», su «inteligencia» y su «vida digna de elogio» han continuado ejerciendo su influencia, a lo largo de los años y de los siglos, en la Orden, en la Iglesia y en las culturas, que han puesto de relieve su testimonio y sus escritos. Cuanto leemos en el Decreto de Confirmación del culto, del 6 de julio de 1991, es el reconocimiento de que su luz no era la de un relámpago, sino la de una estrella que «brillará por siempre»: «"Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad" (Dn 12, 3). El siervo de Dios Juan Duns Escoto sobresale entre los grandes Maestros de la doctrina escolástica por el papel excepcional que representó en la filosofía y en la teología. En efecto, él brilló especialmente como defensor de la Inmaculada Concepción y eximio defensor de la suprema autoridad del Romano Pontífice. Además, con su doctrina y sus ejemplos de vida cristiana, gastada enteramente en la prosecución de la gloria de Dios, ha atraído a no pocos fieles, a lo largo de los siglos, al seguimiento del divino Maestro y a caminar más expeditamente por la vía de la perfección cristiana».

En vida, pues, estuvo circundado por la fama de virtud y santidad: fama que fue aumentando y consolidándose después de su muerte, tanto en Colonia como en otras ciudades. Aunque la fama de santidad se haya difundido, enriquecida con testimonios de culto, inmediatamente después de la muerte y no ha disminuido desde entonces, sin embargo la Divina Providencia ha dispuesto que sean nuestros tiempos los bienhadados testigos de su glorificación, ya sea mediante el reconocimiento del culto que recibe desde tiempo inmemorial y de sus virtudes heroicas que refulgen en la santa Iglesia, ya sea mediante la solemne concesión de los honores litúrgicos de la Iglesia.

El Beato Juan Duns Escoto nació en Escocia hacia el año 1265. Su familia era devota de los hijos de San Francisco de Asís, los cuales, imitando a los primeros predicadores del Evangelio, llegaron a Escocia desde los comienzos de la Orden. Hacia el año 1280 fue admitido en la Orden de los Frailes Menores por su tío paterno, Elías Duns, vicario de la recién creada Vicaría de Escocia. En la Orden Franciscana perfeccionó su formación y la vida espiritual, amplió la propia cultura, dotado como estaba de una viva y aguda inteligencia. Ordenado sacerdote el 17 de marzo de 1291, fue enviado a París para completar los estudios. Por sus eximias virtudes sacerdotales le fue encomendado el ministerio de las confesiones, tarea que entonces gozaba de gran prestigio. Obtenidos los grados académicos en la universidad de París, dio comienzo a su docencia universitaria, que tuvo por escenario las ciudades de Cambridge, Oxford, París y Colonia. Obsecuente con el querer de San Francisco, que en su Regla (2 R 12) había prescrito a sus frailes que obedecieran plenamente al Vicario de Cristo y a la Iglesia, rehusó la invitación cismática de Felipe IV, rey de Francia, contrario al papa Bonifacio VIII. Por este motivo fue expulsado de París. Al año siguiente, sin embargo, pudo volver a esta ciudad y reemprender la enseñanza tanto de filosofía como de teología. Después fue enviado a Colonia, donde le sorprendió de improviso la muerte el 8 de noviembre de 1308, cuando estaba dedicado a la vida regular y a la predicación de la fe católica. Resplandeció hasta el final de sus días como un fiel servidor de aquella verdad que había sido su alimento espiritual cotidiano. La había asimilado con la mente, en la meditación, y la había difundido eficazmente con su palabra y sus escritos, revelándose un consumado maestro de inteligencia tan ardiente como sorprendente.

Juan Duns Escoto, convencido de que «el primer acto libre que se encuentra en el conjunto del ser es un acto de amor» (E. Gilson, Jean Duns Scot. Introduction à ses positions fondamentales, Études de Philosophie Médiévale, 42, París 1952, 577), mostró una destacada aptitud y una predilección extraordinaria por la vocación y la singular forma de vida sencilla y transparente del seráfico Padre San Francisco: a ésta dirigía sus intenciones e ideales congénitos, que lo llevaron a centrar en Jesucristo todos sus pensamientos y sus afectos, y a desarrollar un profundo y sincero amor a la Iglesia, que perpetúa su presencia y nos hace participar en su salvación. Utilizando sabiamente las cualidades recibidas como don de Dios desde su nacimiento, fijó los ojos de su mente y los latidos de su corazón en la profundidad de las verdades divinas, redundando de plena alegría, propia de quien ha encontrado un tesoro. En efecto, subió cada vez más alto en la contemplación y en el amor de Dios. Con la humildad propia del hombre sabio, no se apoyaba en sus propias fuerzas, sino que confiaba en la gracia divina que pedía a Dios con ferviente oración.

La teología alimentaba su vida espiritual y, a su vez, la vida espiritual consolidaba su teología. Así, iluminado por la fe, sostenido por la esperanza e inflamado por la caridad, vivió en íntima unión con Dios, «Verdad de verdades»: «Oh Señor, Creador del mundo -pedía Duns Escoto en el exordio del De primo Principio, una de las obras de metafísica mejor articuladas de la cristiandad-, concédeme creer, comprender y glorificar tu majestad y eleva mi espíritu a la contemplación de Ti». Con su «ardiente ingenio contemplativo» se dirigía a Aquel que es «Verdad infinita y bondad infinita», «Primer eficiente», «el Primero, que es fin de todas las cosas», «el Primero en sentido absoluto, por eminencia», «el Océano de toda perfección» y «el Amor por esencia» (cf. Alma Parens, A.A.S., 1966, p. 612). De Dios, el Ser primero y total, infinito y libre, lo amaba todo y deseaba conocerlo todo. De ahí su perspicaz especulación puesta al servicio de una atenta escucha de la revelación que Dios hace de sí mismo en el Verbo eterno: para conocer a Dios, al hombre, el cosmos y el sentido primero y último de la historia.

En la historia de la reflexión cristiana se impuso como el Teólogo del Verbo encarnado, crucificado y eucarístico: «Digo, pues, como opinión mía -escribía a propósito de la presencia universal del Cuerpo eucarístico de Cristo en cualquier parte del espacio y del tiempo cósmico-, que ya antes de la Encarnación y antes de que "Abrahán existiese", en el origen del mundo, Cristo pudo haber tenido una verdadera existencia temporal en forma sacramental... Y si esto es así, se sigue de ahí que la Eucaristía pudo haber existido antes de la concepción y de la formación del Cuerpo de Cristo en la purísima sangre de la Bienaventurada Virgen» (Reportatio parisiensis, IV, d. 10, q. 4, n. 6.7; Ed. Vivès XVII, 232a. 233a).

El Beato Juan Duns Escoto, desarrollando la doctrina de la Predestinación absoluta y del Primado universal de Jesucristo, despliega su visión teológica, anticipando en cierto modo la teología de la Iglesia de nuestros tiempos: «El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó a fin de salvar, siendo Él hombre perfecto, a todos los hombres, y para hacer que todas las cosas tuviesen a Él por cabeza. El Señor es el término de la historia humana, el punto hacia el cual convergen los deseos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, el gozo de todos los corazones y la plena satisfacción de todos sus deseos. Él es aquel a quien el Padre resucitó de entre los muertos, ensalzó e hizo sentar a su derecha, constituyéndolo juez de los vivos y de los muertos. Vivificados y congregados en su Espíritu, peregrinamos hacia la consumación de la historia humana, que corresponde plenamente a su designio de amor: "Recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra" (Ef 1,10)» (Concilio Vaticano II, Constitución «Gaudium et Spes», n. 45). De la autorrevelación de Dios en el Verbo, la revelación del misterio del hombre: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... En Él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et Spes, n. 22).

La verdad filosófica, en fin, que él persiguió en la sólida y rigurosa confrontación con la opinión de los antiguos y de sus contemporáneos constituye incluso hoy, por reconocimiento universal, una mies abundante de intuiciones, soluciones y propuestas de pensamiento, cuya riqueza y fecundidad no han sido descubiertas aún por entero. Sin embargo, nos es clara la lección de su método: sus recorridos especulativos los ha puesto al servicio de la inteligencia de la fe, de la verdad teológica de que se alimenta el hombre mientras está «in via». «No existe una síntesis metafísica de Duns Escoto -anotaba E. Gilson (Jean Duns Scot, 339)-; o, si existe alguna, no constituye la visión global del mundo que le fue propia. La única síntesis que Duns Escoto concibió es una síntesis teológica, en cuyo centro se sitúa la afirmación de San Juan: "Dios es Amor" (1 Jn 4,16)».

El papa Pablo VI, en la Carta Apostólica Alma Parens, dirigida a los obispos de Inglaterra, de Gales y de Escocia, el 14 de julio de 1966, con motivo del VII Centenario del nacimiento de Juan Duns Escoto, trazaba un perfil lúcido del pensador franciscano al que proponía como Maestro del pensamiento cristiano: «Junto a la majestuosa catedral de Sto. Tomás de Aquino está, entre otras, aquella digna de honor -aunque diferente por su mole y estructura- que elevó al cielo sobre bases firmes y con atrevidos pináculos la ardiente especulación de Juan Duns Escoto. El espíritu y el ideal de San Francisco de Asís subyacen y arden en la obra de Juan Duns Escoto, en la que éste hace aletear el espíritu seráfico del Patriarca de Asís, subordinando el saber al vivir. Afirmando la preeminencia de la caridad sobre cualquier ciencia, el primado universal de Cristo, obra maestra de Dios, glorificador de la Santísima Trinidad y Redentor del género humano, Rey en el orden natural y sobrenatural, a cuyo lado refulge con original belleza la Virgen Inmaculada, Reina del universo, hace que las ideas soberanas de la Revelación evangélica ocupen el vértice supremo, particularmente lo que San Juan Evangelista y San Pedro Apóstol vieron descollar en grado eminente en el plan divino de la salvación».

El papa Pablo VI invitaba a «honrar la memoria del Doctor Sutil y Mariano por su vida, tanto especulativa como moral y práctica», augurando «un renovado interés por la historia de la teología, especialmente la escolástica, con la ferviente aspiración de una investigación serena y sistemática realizada a norma de arte». «Estamos íntimamente persuadidos -añadía- de que especialmente del tesoro intelectual de Juan Duns Escoto se podrán sacar armas refulgentes para combatir y alejar la nube negra del ateísmo que ofusca nuestra época».

Además, el mismo Pablo VI ponía en evidencia otro aspecto del pensamiento de Escoto que nos complace resaltar y proponerlo aquí a vuestra consideración: el Beato Juan Duns Escoto sigue siendo para nosotros maestro de «un diálogo serio, que tenga como base el Evangelio y las antiguas tradiciones comunes, y que pueda conducir a aquella unidad en la verdad por la que ha orado Cristo. Bien puede dar él al diálogo... aquel espíritu seráfico que atribuye la hegemonía a la caridad. Él indaga y examina los desarrollos del conocimiento con cuidadoso método crítico, con la mirada fija en los principios generadores, y con sereno juicio propone sus deducciones, movido, como dijo de él Juan de Gerson, no por la contenciosa singularidad de vencer, sino por la humildad de encontrar un acuerdo».

Por tanto, la riqueza y fecundidad del pensamiento de Escoto dependen del hecho de que él se mostró respetuoso para con la libertad de los interlocutores. Pensar era para él como un dialogar, donde no se mira tanto a la afirmación del propio punto de vista, cuanto a hacer aflorar y aceptar la verdad doquiera ésta se encuentre. «Para entablar estos serenos coloquios entre las Confesiones cristianas -declaraba Pablo VI-, la doctrina de Escoto podrá ofrecer un entramado áureo con su ingenio ágil y fecundo no menos que con su sabiduría práctica». Y daba la razón: «Fue, en efecto, un teólogo que construye porque ama, y ama con un amor concreto que es praxis, como lo define él mismo: "Se ha demostrado que el amor es verdaderamente praxis" » (Ordinatio, prol., n. 303; Ed. Vat. I, 200).

Para nosotros, franciscanos, el Beato Juan Duns Escoto sigue siendo un testigo y un profeta. Que su espíritu y su obra de hijo del Pobrecillo de Asís revivan en nuestro tiempo: en el diálogo entre creyentes y no creyentes, en el diálogo entre católicos y no católicos, en el diálogo entre evangelización y culturas. En la centralidad de Cristo la centralidad del hombre, en la centralidad del hombre la centralidad de la libertad «ut voluntas», «ut praxis»: para que de la contemplación de la caridad de Dios se llegue a la evangelización testimonial de la caridad. Que el testimonio del Beato Juan Duns Escoto sea para nosotros un modelo vívido de vida evangélica y que de su pensamiento podamos sacar inspiración para nuestra profecía, en nuestro convulsionado tiempo que reclama testigos y profetas.

Con motivo de las fiestas natalicias nos es grato volver nuestra atención a aquella imagen iconográfica que representa al Beato Juan Duns Escoto disponiéndose a escribir su especulación sobre el Verbo encarnado, prefiriendo abundar en la alabanza a decir poco de él: contempla y recibe inspiración del Verbo encarnado que se le aparece en la forma de un Niño que lo acaricia suavemente, mientras la Virgen invoca sobre él, cantor de la Inmaculada Concepción, los ríos de la sabiduría divina (cf. B. Gutwein, en M. Panger, Theologia iuxta Duns Scoti, Augusta 1732). Os expresamos nuestro más ardiente deseo de que tal actitud pueda ser también la nuestra: acoger al Verbo encarnado en el pensamiento, en los sentimientos, en la alabanza y en la vida.

Roma, 6 de enero de 1993, Solemnidad de la Epifanía del Señor.

Fr. Hermann Schalück, Ministro general OFM
Fr. Lanfranco Serrini, Ministro general OFMConv
Fr. Flavio R. Carraro, Ministro general OFMCap
Fr. José Angulo Quilis, Ministro general TOR

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XXII, n. 64 (1993) 26-31; texto original italiano en Acta OFM, 112 (1993) 3-7]

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