San Juan de Brito

Date: 
Jueves, Febrero 4, 2021

En la corte del rey de Portugal, allá por la mitad del siglo diecisiete, se preguntaban todos con sorpresa y cariño: -Pero, ¿quién es ese pequeño apóstol, que viste con tanto garbo la sotana de la Compañía de Jesús?

Pues no era ningún jesuita, sino un muchachito llamado Juan de Brito, que soñaba en hacer cosas grandes por Jesucristo. Y, en sus sueños casi divinos, aquel pajecito real se vistió la sotana de la Compañía porque quería ser un misionero como los del Padre San Ignacio, tan amantes de Jesús, tan valientes.

Pide su ingreso en la Compañía el simpático adolescente, y tal como lo había soñado, y a pesar de su débil salud, marcha misionero a la India, donde se ordena de sacerdote, para ser un apóstol de talla excepcional. Asombran sus virtudes, sus milagros, las conversiones que consigue, los milagros que realiza, el martirio por el que suspira, la muerte que sufre.

Comienza por vestir al estilo hindú, como los de castas inferiores, para poder extender su apostolado entre todas las categorías sociales de la India.

¿Su comida? Nada de carne ni pescado, sino solamente legumbres, hortalizas, arroz y leche.

¿Cama para dormir? Ninguna. Le basta una piel de tigre que extiende sobre el duro suelo.

¿Vestido? Una austera túnica de cuero color ocre, como las de los brahmanes y los bonzos.

Piensa, y lo realiza: -Ya no soy un portugués noble, sino un habitante más de la India. Uno más de ellos, para ganarlos a todos para Cristo.

Su salud no es buena. Sin embargo, ayuna y castiga su cuerpo con una austeridad que pasma, tan en conformidad con la mística hindú, pero con una orientación cristiana: ¿Parta ganar con semejante pedagogía a los brahmanes y los bonzos? Sí; pero, sobre todo, para asemejarse a Jesús Crucificado, ideal de su vida. Y como Cristo por los campos de Galilea, y no obstante la gran hinchazón que llevaba en los pies, recorrió caminos interminables por varios reinos de la India, entre soles abrasadores.

Se hicieron famosas sus disputas con los brahmanes, que le temían, y que llegaron a levantar la conocida calumnia: -Usa una ceniza embrujada, con la cual lleva la gente a su religión.

Sus catequesis se hicieron también célebres. Y fueron una de sus mayores penitencias, pues había de preparar con la enseñanza del catecismo a los que pretendían el Bautismo. ¿Cuántas conversiones consiguió? ¿A cuántos llegó a bautizar? Son cifras que hoy casi no comprendemos. Muchos millares. Tanto que un testigo juró en el proceso: -¿Sus brazos? Ya no se podían aguantar. Y los catequistas se los habían de sostener con sus manos para que pudiera el Padre seguir bautizando.

Dios autoriza a su misionero con milagros patentes.

Como aquel de los tigres. Va caminando con otro Padre, compañero de misión, y se encuentran frente por frente con varios tigres, a sólo un tiro de piedra. El Padre Juan de Brito no se inmuta. Aviva toda su fe, traza sobre ellos la señal de la Cruz, y las fieras que dan media vuelta y emprenden la fuga...

Como aquel otro de la ceniza y del agua bendecida. Acuden los cristianos, todos angustiados:

- ¡Padre, mire qué nubes de langostas! Van a acabar con todas nuestras cosechas. ¡Venga a bendecir nuestros campos!

El Padre los sigue. Rocía los sembrados con agua bendita y con ceniza bendita también, según la costumbre india, desaparecen las nubes de aquellos animales dañinos, no les pasa nada a los campos de los cristianos, mientras que en los otros terrenos de la comarca se pierden todos los sembrados.
Ante la necesidad de misioneros, el Padre embarca para Europa, pero los vientos contrarios arrastran la nave hacia América y da en las costas de Brasil. Nueva embarcación, y llega por fin a Portugal. Su vida deja a todos pasmados, y le proponen muy en serio: -¡A cuidarse en su salud y a reponerla, para que pueda seguir trabajando en la India! Duerme sobre el suelo, y en el mismo palacio del rey no come sino una sola vez al día, a base de arroz y legumbres, y responde a los que se lo reprochan: -Mis hermanos de la India llevan una vida mucho más dura que yo, expuestos además a peligros y persecuciones. ¿Cómo puedo atreverme yo a vivir mejor? ¿Qué dirían San Ignacio, Francisco Javier y mi Maestro el Señor Jesús?
Con ejemplo semejante, los que quisieran ir de misioneros a la India, ya sabían a qué atenerse... El rey de Portugal se admira, y quiere que acepte un arzobispado brillante. Pero Juan de Brito: -¿Yo, arzobispo? No. Yo no cambio la palma del martirio por la mitra arzobispal.

Tantas persecuciones, tantas calumnias, le hacían prever al Padre que un día u otro le cortarían la cabeza. Y así fue. Los enemigos de la Iglesia queman los templos de la Misión. Apresan al Padre, lo llevan un día a la colina sobre el caudaloso río, y el mártir contempla con sus ojos cómo el verdugo afila la cuchilla. Se hinca entonces, permanece media hora en oración, y al fin lo hacen sentar, le atan las manos, le cortan la cabeza, descuartizan su cuerpo, lo cuelgan en un palo, y al cabo de ocho días arrojan los despojos al río.

Con un carbón humedecido, había escrito en la cárcel: -¡Adiós a todos! Y añadía con orgullo santo: Este año bauticé a más de cuatro mil...
Era el 4 de Febrero del año 1693. Juan de Brito tenía 0406 años. Los mismos que el otro apóstol de la India, patrono suyo y hermano en la Compañía, el gran San Francisco Javier.

Llegó la noticia del martirio a Portugal. La anciana madre de Juan de Brito, mujer tan cristiana como noble, es llamada al palacio por el rey, y se presenta adornada con sus vestidos más lujosos ante el monarca y toda la gente de la nobleza: -Así; quiero ser felicitada así. ¡Soy la madre afortunada de un mártir!