Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con esta reflexión hemos llegado al umbral del Jubileo, está cerca. Delante de nosotros se encuentra la puerta, pero no sólo la puerta santa, la otra: la gran puerta de la Misericordia de Dios – ¡y esta es una puerta hermosa! –, que acoge nuestro arrepentimiento ofreciendo la gracia de su perdón. La puerta esta generosamente abierta, se necesita un poco de valentía de nuestra parte para cruzar el umbral. Cada uno de nosotros tiene dentro de sí cosas que pesan, ¿o no? Todos, ¿no? ¡Todos somos pecadores! Aprovechemos de este momento que se acerca y pasemos por el umbral de esta misericordia de Dios que nunca se cansa de perdonar, ¡jamás se cansa de esperarnos! Nos mira, está siempre junto a nosotros. ¡Animo! ¡Entremos por esta puerta!
Del Sínodo de los Obispos, que hemos celebrado el pasado mes de octubre, todas las familias, y la Iglesia entera, han recibido un gran aliento para encontrarse bajo el umbral de esta puerta. La Iglesia ha sido animada a abrir sus puertas, para salir con el Señor al encuentro de sus hijos y de sus hijas en camino, a veces inciertos, a veces perdidos, en estos tiempos difíciles. Las familias cristianas, en particular, han sido animadas a abrir la puerta al Señor que espera para entrar, trayendo su bendición y su amistad. Y si la puerta de la misericordia de Dios está siempre abierta, también las puertas de nuestras iglesias, del amor de nuestras comunidades, de nuestras parroquias, de nuestras instituciones, de nuestras diócesis, deben estar abiertas, para que así, todos podamos salir a llevar esta misericordia de Dios. El Jubileo significa la grande puerta de la misericordia de Dios, pero también las pequeñas puertas de nuestras iglesias abiertas para dejar entrar al Señor o muchas veces dejar salir al Señor prisionero de nuestras estructuras, de nuestro egoísmo y tantas cosas.
El Señor no fuerza jamás la puerta: Él también pide permiso para entrar: ¡el Señor pide permiso, no fuerza la puerta! El Libro del Apocalipsis dice: «Yo estoy junto a la puerta y llamo – pero imaginémonos, ¡el Señor que toca a la puerta de nuestro corazón! – Si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (3,20). Y en la última gran visión de este Libro del Apocalipsis, así se profetiza de la Ciudad de Dios: «Sus puertas no se cerrarán durante el día», lo que significa para siempre, porque «no existirá la noche en ella» (21,25). Existen lugares en el mundo en los cuales no se cierran las puertas con llave, todavía quedan. Pero existen tantos otros donde las puertas blindadas se han convertido en normales. No debemos rendirnos a la idea de tener que aplicar este sistema, que también es de seguridad, en toda nuestra vida, en la vida de la familia, de la ciudad, de la sociedad. Y mucho menos en la vida de la Iglesia. ¡Sería terrible! Una Iglesia inhóspita, así como una familia cerrada en sí misma, mortifica el Evangelio y marchita el mundo. ¡Ninguna puerta blindada en la Iglesia, ninguna! ¡Todo abierto!
La gestión simbólica de las “puertas” – de los umbrales, de los caminos, de las fronteras – se ha hecho crucial. La puerta debe proteger, cierto, pero no rechazar. La puerta no debe ser forzada, al contrario, se pide permiso, porque la hospitalidad resplandece en la libertad de la acogida, y se oscurece en la prepotencia de la invasión. La puerta se abre frecuentemente, para ver si afuera esta alguno que espera, y tal vez no tiene la valentía, o ni siquiera la fuerza de tocar. Cuanta gente ha perdido la confianza, no tiene la valentía de tocar a la puerta de nuestro corazón cristiano, a las puertas de nuestras iglesias… Y están ahí, no tienen el coraje, le hemos quitado la confianza: por favor, que esto no suceda nunca. La puerta dice muchas cosas de la casa, y también de la Iglesia. La gestión de la puerta necesita un atento discernimiento y, al mismo tiempo, debe inspirar gran confianza. Quisiera expresar una palabra de agradecimiento para todos los vigilantes de las puertas: de nuestros condominios, de las instituciones cívicas, de las mismas iglesias. Muchas veces la sagacidad y la gentileza de la recepción son capaces de ofrecer una imagen de humanidad y de acogida de la entera casa, ya desde el ingreso. ¡Hay que aprender de estos hombres y mujeres, que son los guardianes de los lugares de encuentro y de acogida de la ciudad del hombre! A todos ustedes custodios de tantas puertas, sean puertas de habitaciones, sean puertas de las iglesias, ¡muchas gracias! Pero siempre con una sonrisa, siempre mostrando la hospitalidad de esa casa, de esa iglesia, así la gente se siente feliz y acogida en ese lugar.
En verdad, sabemos bien que nosotros mismos somos los custodios y los siervos de la Puerta de Dios, y ¿Cómo se llama la puerta de Dios? ¿Quién puede decirlo? ¿Quién es la puerta de Dios? Jesús. ¿Quién es la puerta de Dios? ¡Fuerte! ¡Jesús! Él nos ilumina en todas las puertas de la vida, incluso aquella de nuestro nacimiento y de nuestra muerte. Él mismo ha afirmado: «Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento» (Jn 10,9). Jesús es la puerta que nos hace entrar y salir. ¡Porque el rebaño de Dios es un amparo, no es una prisión! La casa de Dios es un amparo, no es una prisión, y la ¿la puerta se llama? ¡Una vez más! ¿Cómo se llama? ¡Jesús! Y si la puerta está cerrada, decimos: “¡Señor, abre la puerta!”. Jesús es la puerta y nos hace entrar y salir. Son los ladrones, aquellos que tratan de evitar la puerta: es curioso, los ladrones siempre tratan de entrar por otra parte, por la ventana, por el techo, pero evitan la puerta, porque tienen malas intenciones, y se meten en el rebaño para engañar a las ovejas y aprovecharse de ellas. Nosotros debemos pasar por la puerta y escuchar la voz de Jesús: si sentimos su tono de voz, estamos seguros, somos salvados. Podemos entrar sin temor y salir sin peligro. En este hermoso discurso de Jesús, se habla también del guardián, que tiene la tarea de abrir al buen Pastor (Cfr. Jn 10,2). Si el guardián escucha la voz del Pastor, entonces abre, y hace entrar a todas las ovejas que el Pastor trae, todas, incluso aquellas perdidas en el bosque, que el buen Pastor ha ido a buscar. Las ovejas no las elige el guardián, no las elige el secretario parroquial o la secretaria de la parroquia – no, ¡no las elige, eh! – las ovejas son todas invitadas, son escogidas por el buen Pastor. El guardián – también él – obedece a la voz del Pastor. Entonces, podemos bien decir que nosotros debemos ser como este guardián. La Iglesia es la portera de la casa del Señor, la Iglesia es la portera, no es la dueña de la casa del Señor.
La Sagrada Familia de Nazaret sabe bien qué cosa significa una puerta abierta o cerrada, para quien espera un hijo, para quien no tiene amparo, para quien huye del peligro. Las familias cristianas hagan del umbral de sus casas un pequeño gran signo de la Puerta de la misericordia y de la acogida de Dios. Es así que la Iglesia deberá ser reconocida, en cada rincón de la tierra: como la custodia de un Dios que toca, como la acogida de un Dios que no te cierra la puerta en la cara, con la excusa que no eres de casa. Con este espíritu nos acercamos todos al Jubileo, estará la puerta santa, pero también ¡la puerta de la misericordia de Dios grande! Que también haya una puerta en nuestro corazón para recibir todos el perdón de Dios o dar nuestro perdón y recibir a todos aquellos que tocan a nuestra puerta. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato Martinez - Radio Vaticano)