¡Bendita tú entre las mujeres!

de Trinidad Zapata Ortiz
Obispo de Papantla

HOMILÍA EN EL DOMINGO IV DE ADVIENTO

Miq 5, 1-4; Sal 79; Hb 10, 5-10; Lc 1, 39-45

“¡Bendita tú entre las mujeres!”

Queridos hermanos, ya estamos a punto de llegar a la celebración gozosa de la Navidad. ¡Qué alegría! En las lecturas de la Misa de hoy aparece el anuncio antiguo de la venida del Mesías, así como la figura de la Santísima Virgen María en el misterio gozoso de la visita a su prima santa Isabel, y la finalidad para la cual vino el Hijo de Dios al mundo, para morir por nosotros.

En la primera lectura resaltan los orígenes humildes del Mesías esperado. Dios para salvar a su pueblo elige la forma más humilde para que no se piense que el poder del hombre o de sus ejércitos es el que da la salvación. Para llevar a cabo su obra, Dios elige muchas veces a los últimos, a lo que no cuentan. De los hijos de Jesé eligió a David, el hijo menor (cfr. 1 Sm 16, 11-13); Israel no era el pueblo más importante de la tierra ni el más numeroso (cfr. Dt 7, 7-8). De las aldeas de Israel, Belén era insignificante; en todas estas circunstancias, desde los humildes, Dios manifiesta su poder y su amor a toda la humanidad.

El evangelio dice que María: “Se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea, y entrando en casa de Zacarías saludó a Isabel”. María va a ayudar a su prima Isabel en los últimos tres meses de embarazo. Esta visita dio lugar al encuentro de cuatro personajes: por un lado, María e Isabel y, al mismo tiempo, los niños que ellas llevaban en sus vientres. Sin embargo, hay un quinto personaje que, aunque muchas veces no aparece a primera vista, siempre está presente en toda la historia de la salvación. En este caso, no puede pasar desapercibido, se trata del Espíritu Santo.

Llama la atención que, en cuanto Isabel: “Oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno”. Teniendo en cuenta que Lc 1, 15 dice que: “Estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre”, este salto del niño en el vientre de Isabel fue interpretado por los Padres de la Iglesia como la santificación de Juan el Bautista. Por esto, desde los primeros tiempos de la Iglesia se comenzó a celebrar su nacimiento, seis meses antes del nacimiento de Cristo (24 de junio), como seis meses antes fue su concepción. El Espíritu Santo lo llena todo. Enseguida dice el evangelio: “Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo”. Esto nos dice que la presencia de María, que acaba de concebir al Hijo de Dios en su vientre, es portadora no sólo del Salvador, sino de quien lo concibió en su vientre, es decir el Espíritu Santo. De modo que donde llega María llega la gracia de la santificación por medio del Espíritu Santo.

Ahora bien, por la presencia del Espíritu Santo, no sólo llega la gracia de la santificación, sino también la gracia de la alabanza. Por eso dice el evangelio que Isabel: “Levantando la voz, exclamó…”, y viene enseguida la oración de Isabel. Ahora bien, en las palabras de Isabel resaltan algunas cosas. En primer lugar, dice: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”. Estas palabras son parte de la oración del “Ave María” con la que día a día nos dirigimos a la Santísima Virgen; pero ¿cómo se dio cuenta Isabel que María lleva en su vientre al Hijo de Dios? Eso significa que el Espíritu Santo, que la ha llenado y santificado, también se lo ha revelado. ¡Otra acción importante del Espíritu Santo!, no sólo santifica y lleva a la alabanza, sino también concede la gracia de entender los misterios de Dios. Así hace Dios con humildes y sencillos (cfr. Lc 10, 21).

Cuando Isabel dice a María: “¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme?”, podemos ver, con estas palabras, que la está reconociendo como la madre del Mesías, lo cual es un anticipo del reconocimiento que la Iglesia más tarde hará de que María es Madre de Dios, Madre de la Iglesia y Madre nuestra. La maternidad de María, como sabemos, es la gracia más importante sobre la que se apoyan todos los demás privilegios y gracias de María. Ella ha sido escogida, por pura gracia, para ser la madre del Hijo de Dios; ella también ha sido llena del Espíritu Santo, pues éste la cubrió con su sombra (cfr. Lc 1, 35); pero también ella ha colaborado personalmente creyendo a la Palabra del Ángel. Por eso Isabel le dice: “Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor”. Sabemos que la gracia de la elección necesitó de la fe de María, necesitó de su: “Hágase en mi según tu palabra” (Lc 1, 38). María es dichosa porque ha creído y, como creyente, su fe iba creciendo, ella guardaba en su corazón los misterios de Dios que no comprendía (cfr. Lc 2, 19). La fe llena de gozo, por eso María es dichosa; pero la fe también tiene dolor por eso en la cruz es la dolorosa.

En la Navidad pensamos en lo bonito del nacimiento del Niño Dios; sin embargo, no debemos olvidar que el Hijo de Dios se hizo hombre para morir por nosotros. En ese sentido la carta a los hebreos nos dice el día de hoy que Cristo al entrar en el mundo dijo a su Padre Dios: “No quisiste víctimas ni ofrendas; en cambio me has dado un cuerpo…entonces dije… Aquí estoy, Dios mío; vengo para hacer tu voluntad”. Es decir que Cristo nació para ofrecerse en sacrificio por nosotros, como el único y nuevo sacrificio que suprime todos los antiguos sacrificio que no perdonaban los pecados; en cambio, por la ofrenda de Cristo en la cruz todos quedamos santificados. Esa ofrenda, como prolongación de la encarnación y de su pasión, se hace presente en cada Eucaristía.

Hermanos, como nos hace falta la presencia del Espíritu Santo para entender y vivir los misterios de Dios. Como nos hace falta la presencia del Espíritu Santo para que nos lleve a la alabanza o a la oración. Prácticamente podríamos decir que, si queremos exclamar, o si queremos orar, lo más importante no es aprender métodos de oración, sino que lo que realmente necesitamos es el Espíritu Santo que llene nuestra vida y nos lleve a la alabanza a Dios, como a Isabel. Pidamos al Señor que nos visite la Santísima Virgen María para que con ella nos llegue el Salvador, la santificación, el don del Espíritu Santo y podamos cantar las alabanzas del Señor, como lo hizo Isabel, y como lo hace la Iglesia, con “El Ave María”.

Cada día, y en cualquier momento y lugar, digámosle a la Virgen que ella es la bienaventurada, la feliz y dichosa porque ha creído y que nosotros queremos ser dichosos y felices y que también queremos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios. Hagámoslo con las palabras de santa Isabel y de la Iglesia: “Dios te salve María llena eres de gracia. El Señor es contigo, bendita tú entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”. ¡Que así sea! ¡Feliz Navidad!