Jubileo

Papa: 
Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buen camino de cuaresma!

Es bello y también significativo tener esta audiencia justamente este Miércoles de Ceniza. Iniciando el camino de la Cuaresma y hoy nos detenemos sobre la antigua institución del “Jubileo”, testificada en la Sagrada Escritura. Lo encontramos particularmente en el Libro del Levítico, que lo presenta como un momento culminante de la vida religiosa y social del pueblo de Israel.

Cada 50 años, «en el día de la Expiación» (Lev 25,9), cuando la misericordia del Señor venia invocada sobre todo el pueblo, el sonido del cuerno anunciaba un gran evento de liberación. De hecho, leemos en el Libro del Levítico: «Así santificarán el quincuagésimo año, y proclamarán una liberación para todos los habitantes del país. Este será para ustedes un jubileo: cada uno recobrará su propiedad y regresará a su familia […] En este año jubilar cada uno de ustedes regresará a su propiedad» (Lev 25, 10.13). Según estas disposiciones, si alguno había sido obligado a vender su tierra o su casa, en el jubileo podía retomar la posesión; y si alguno había contraído deudas y, no podía pagarlas, hubiese sido obligado a ponerse al servicio del acreedor, podía regresar libre a su familia y recuperar todas sus propiedades.

Era una especie de “indulto general”, con el cual se permitía a todos de regresar a la situación originaria, con la cancelación de todas las deudas, la restitución de la tierra, y la posibilidad de gozar de nuevo de la libertad propia de los miembros del pueblo de Dios. Un pueblo “santo”, donde las prescripciones como aquella del jubileo servían para combatir la pobreza y la desigualdad, garantizando una vida digna para todos y una justa distribución de la tierra sobre la cual habitar y de la cual tomar el nutrimiento. La idea central es que la tierra pertenece originalmente a Dios y ha sido confiada a los hombres (Cfr. Gen 1,28-29), y por eso ninguno puede atribuirse la posesión exclusiva, creando situaciones de desigualdad. Esto, hoy, podemos pensarlo y repensarlo; cada uno en su corazón piense si tiene demasiadas cosas. Pero, ¿Por qué no dejar a aquellos que no tienen nada? El diez por ciento, el cincuenta por ciento. Yo digo: que el Espíritu Santo inspire a cada uno de ustedes.

Con el jubileo, quien se había convertido en pobre regresaba a tener lo necesario para vivir, y quien se había hecho rico restituía al pobre lo que le había quitado. El fin era una sociedad basada en la igualdad y la solidaridad, donde la libertad, la tierra y el dinero se convirtieran en un bien para todos y no solo para algunos como sucede ahora, si no me equivoco. Pero más o menos, ¡eh! Esto es una cosa, las cifras no son seguras, pero el ochenta por ciento de las riquezas de la humanidad están en las manos de menos del veinte por ciento de la gente. Es un jubileo – y esto lo digo recordando nuestra historia de la salvación – para convertirse para que nuestro corazón se haga más grande, más generoso, más hijo de Dios, con más amor. Pero, les digo una cosa: si este deseo, si el jubileo no llega a los bolsillos no es un verdadero jubileo. ¿Lo han entendido? Y esto es en la Biblia. ¡eh! No lo inventa este Papa: está en la Biblia. El fin – como he dicho – era una sociedad basada en la igualdad y en la solidaridad, donde la libertad, la tierra y el dinero se convirtieran en un bien para todos y no para algunos. De hecho, el jubileo tenía la función de ayudar al pueblo a vivir una fraternidad concreta, hecha de ayuda recíproca. Podemos decir que el jubileo bíblico era un “jubileo de misericordia”, porque era vivido en la búsqueda sincera del bien del hermano necesitado.

En la misma línea, también otras instituciones y otras leyes gobernaban la vida del pueblo de Dios, para que se pudiera experimentar la misericordia del Señor a través de aquella de los hombres. En esas normas encontramos indicaciones validas también hoy, que nos hacen reflexionar. Por ejemplo, la ley bíblica prescribía el pago del “diezmo” que venía destinado a los Levitas, encargados del culto, los cuales no tenían tierra, y a los pobres, los huérfanos, las viudas (Cfr. Deut 14,22-29). Se preveía que la décima parte de la cosecha, o de lo proveniente de otras actividades, fuera dada a aquellos que estaban sin protección y en estado de necesidad, así favoreciendo condiciones de relativa igualdad dentro de un pueblo en el cual todos deberían comportarse como hermanos.

Estaba también la ley concerniente a las “primicias”: ¿qué es esto? Es decir, la primera parte de la cosecha, la parte más preciosa, que debía ser compartida con los Levitas y los extranjeros (Cfr. Deut 18, 4-5; 26,1-11), que no poseían campos, así que también para ellos la tierra fuera fuente de nutrimiento y de vida. «La tierra es mía, y ustedes son para mí como extranjeros y huéspedes (Lev 25,23). Somos todos huéspedes del Señor, en espera de la patria celeste (Cfr. Heb 11,13-16; 1 Pe 2,11)», llamados a hacer habitable y humano el mundo que nos acoge. ¡Y cuantas “primicias” quien es afortunado podría donar a quien está en dificultad! ¡Cuántas primicias! Primicias no solo de los frutos de los campos, sino de todo otro producto del trabajo, de los sueldos, de los ahorros, de tantas cosas que se poseen y que a veces se desperdician. Esto sucede también hoy, ¡eh! En la Limosnería Apostólica llegan tantas cartas con un poco de dinero, pocas cosas con esta inscripción: “esto es parte de mi sueldo para ayudar a otros”. Y esto es bello; ayudar a los demás, las instituciones de beneficencia, los hospitales, los asilos y los diezmos; dar también al forastero, a aquellos que son extranjeros y están de paso. Jesús estuvo de paso en Egipto.

Y justamente pensando en esto, la Sagrada Escritura exhorta con insistencia a responder generosamente a los pedidos de préstamos, sin hacer cálculos mezquinos y sin pretender intereses imposibles: «Si tu hermano se queda en la miseria y no tiene con qué pagarte, tú lo sostendrás como si fuera un extranjero o un huésped, y él vivirá junto a ti. No le exijas ninguna clase de interés: teme a tu Dios y déjalo vivir junto a ti como un hermano. No le prestes dinero a interés, ni le des comidas para sacar provecho» (Lev 25,35-37). Esta enseñanza es siempre actual. ¡Cuántas familias están en la calle, víctimas de la usura! Por favor recemos, para que en este jubileo el Señor quite del corazón de todos nosotros este deseo de tener más de usura. Que se regrese a ser generosos, grandes. ¡Cuántas situaciones de usura estamos obligados a ver y cuánto sufrimiento y angustia llevan a las familias! Y tantas veces, en la desesperación cuantos hombres terminan en el suicidio porque no pueden más y no tienen esperanza, no tienen una mano extendida que los ayude; solamente la mano que viene a hacerles pagar los intereses. Es un grave pecado la usura, es un pecado que grita en la presencia de Dios. El Señor en cambio ha prometido su bendición a quien abre la mano para dar con generosidad (Cfr. Deut 15,10). Él te dará el doble, quizá no en dinero pero en otras cosas, pero el Señor te dará siempre el doble.

Queridos hermanos y hermanas, el mensaje bíblico es muy claro: abrirse con valentía al compartir, y ¡esto es misericordia! Y si no queremos misericordia de Dios comencemos a hacerla nosotros. Es esto: comencemos a hacerlo nosotros entre conciudadanos, entre familias, entre pueblos, entre continentes. Contribuir en realizar una tierra sin pobres quiere decir construir una sociedad sin discriminación, basada en la solidaridad que lleva a compartir cuanto se posee, en una distribución de los recursos fundada en la fraternidad y en la justicia. Gracias.

(Traducción del italiano: Renato Martinez – Radio Vaticano)