Jornada Mundial de la Juventud

Papa: 
Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy quisiera reflexionar brevemente sobre el Viaje Apostólico que he realizado en los días pasados a Polonia.

La ocasión del Viaje ha sido la Jornada Mundial de la Juventud, a 25 años de aquella histórica celebrada en Częstochowa poco después de la caída de la “cortina de hierro”. En estos 25 años, Polonia ha cambiado, ha cambiado Europa y ha cambiado el mundo, y esta JMJ se ha convertido en un signo profético para Polonia, para Europa y para el mundo. La nueva generación de jóvenes, herederos y continuadores de la peregrinación iniciada por San Juan Pablo II, han dado la respuesta a los desafíos de hoy, han dado un signo de esperanza, y este signo se llama fraternidad. Porque, justamente en este mundo en guerra, se necesita fraternidad; se necesita cercanía; se necesita dialogo; se necesita amistad. Y este es el signo de la esperanza: cuando hay fraternidad.

Iniciemos justamente de los jóvenes, que han sido el primer motivo del Viaje. Una vez más han respondido a la llamada: han venido de todo el mundo – algunos de ellos todavía están aquí – una fiesta de colores, de rostros diversos, de lenguas, de historia diversas. Yo no sé cómo hacen: hablan diferentes lenguas, pero logran entenderse ¿y por qué? ¡Porque tienen la voluntad de ir juntos, de hacer puentes, de fraternidad! Han venido también con sus heridas, con sus interrogantes, pero sobre todo con la alegría de encontrarse; y una vez más han formado un mosaico de fraternidad. Se puede hablar de un mosaico de fraternidad. Una imagen emblemática de las Jornadas Mundiales de la Juventud es la vastedad multicolor de banderas llevadas por los jóvenes: de hecho, en la JMJ, las banderas de las naciones se hacían más bellas, por así decir, “se purificaban”, y también las banderas de naciones en conflicto entre ellas ondeaban juntas. ¡Y esto es bello! ¡También aquí están las banderas! ¡Háganlas ver!

Así, en este gran encuentro jubilar, los jóvenes del mundo han recibido el mensaje de la Misericordia, para llevarlo a todas partes en las obras espirituales y corporales. ¡Agradezco a todos los jóvenes que han ido a Cracovia! ¡Y agradezco a aquellos que se han unido a nosotros de diferentes partes de la tierra! Porque en muchos países se han hecho pequeñas Jornadas de la Juventud en relación con aquella en Cracovia. El don que han recibido se haga respuesta cotidiana a la llamada del Señor. Un recuerdo lleno de afecto es para Susana, la joven romana de esta diócesis, que ha fallecido después de haber participado en la JMJ, en Viena. El Señor, que ciertamente la ha recibido en el Cielo, conforte a sus familiares y amigos.

En este Viaje he visitado también el Santuario de Częstochowa. Ante el ícono de la Virgen, he recibido el don de la mirada de la Madre, que es de modo particular Madre del pueblo polaco, de aquella noble nación que ha sufrido tanto y, con la fuerza de la fe y su mano materna, se ha siempre levantado. He saludado a algunos polacos aquí, ¡eh! ¡Son buenos, ustedes son buenos! Ahí, bajo esta mirada, se entiende el sentido espiritual del camino de este pueblo, cuya historia está ligada de modo indisoluble a la Cruz de Cristo. Ahí se toca con la mano la fe del santo pueblo fiel de Dios, que custodia la esperanza a través de las pruebas; y conserva también aquella sabiduría que es equilibrio entre tradición e innovación, entre memoria y futuro. Y Polonia hoy recuerda a toda Europa que no puede haber futuro para el continente sin sus valores fundantes, los cuales a su vez tienen al centro la visión cristiana del hombre. Entre estos valores esta la misericordia, de la cual han sido especiales apóstoles, dos grandes hijos de esta tierra polaca: santa Faustina Kowalska y san Juan Pablo II.

Y, finalmente, también este Viaje tenía el horizonte del mundo, un mundo llamado a responder al desafío de una guerra “a pedazos” que la está amenazando. Y aquí el gran silencio de la visita a Auschwitz-Birkenau ha sido más elocuente de cualquier palabra. En aquel silencio he escuchado, he sentido la presencia de todas las almas que han pasado por ahí; he sentido la compasión, la misericordia de Dios, que algunas almas santas también han sabido llevar a este abismo. En aquel gran silencio he orado por todas la víctimas de la violencia y de la guerra. Y ahí, en aquel lugar, he comprendido más, más que nunca el valor de la memoria, no sólo como recuerdo de eventos pasados, sino como exhortación y responsabilidad para el hoy y el mañana, para que la semilla del odio y de la violencia no crezca en los surcos de la historia. Y en esta memoria de las guerras y de tantas heridas, de tanto dolor vivido, también existen hombres y mujeres, hoy, que sufren las guerras: tantos hermanos y hermanas nuestros. Mirando aquella crueldad, en aquel campo de concentración, he pensado enseguida a la crueldad de hoy, que se asemeja: no así concentrada como en aquel lugar, sino por todas partes en el mundo; este mundo que está enfermo de crueldad, de dolor, de guerra, de odio, de tristeza. Y por esto siempre les pido una oración: ¡que el Señor nos de la paz!

Por todo esto, agradezco al Señor y a la Virgen María. Y expreso nuevamente mi gratitud al Presidente de Polonia y a las Autoridades, al Cardenal Arzobispo de Cracovia y al entero Episcopado polaco, y a todos aquellos que, de mil formas, han hecho posible este evento, que ha ofrecido un signo de fraternidad y de paz a Polonia, a Europa y al mundo. También quisiera agradecer a los jóvenes voluntarios, que durante más de un año han trabajado para llevar adelante esto; y también a los medios de comunicación, a quienes trabajan en estos medios: muchas gracias por haber hecho que esta Jornada se viera en todo el mundo. Y aquí no puedo olvidarme de Anna Maria Jacobini, una periodista italiana que ha perdido la vida, improvisamente. Oremos también por ella, ella se ha ido en un acto de servicio. Gracias.

(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)