El Evangelio de hoy (cfr Jn 14,15-21), prosiguiendo con el del domingo pasado, nos vuelve a llevar a aquel momento conmovedor y dramático que es la última cena de Jesús con sus discípulos. El evangelista Juan recoge de la boca y del corazón del Señor sus últimas enseñanzas, antes de la pasión y de la muerte. Jesús promete a sus amigos, en aquel momento triste, oscuro, que, después de Él, recibirán «otro Paráclito» (v. 16). Esta palabra significa otro «Abogado», otro Defensor, otro Consolador, «el Espíritu de la Verdad» (v. 17). Y añade: «No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes» (v. 18). Estas palabras transmiten la alegría de una nueva venida de Cristo: él resucitado y glorificado, está en el Padre y, al mismo tiempo, viene a nosotros en el Espíritu Santo. Y en esta nueva venida suya se revela nuestra unión con Él y con el Padre: «comprenderán que yo estoy en mi Padre y que ustedes están en mí y yo en ustedes» ( v 20).
Meditando estas palabras de Jesús, nosotros percibimos hoy con sentido de fe que somos el pueblo de Dios en comunión con el Padre y con Jesús, mediante el Espíritu Santo. En este misterio de comunión, la Iglesia encuentra la fuente inagotable de su propia misión, que se realiza mediante el amor. Jesús dice en el Evangelio de hoy: «El que recibe mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él». (v. 21). Es el amor el que nos introduce en el conocimiento de Jesús, gracias a la acción de este «Abogado» que Jesús ha enviado, es decir el Espíritu Santo. El amor a Dios y al prójimo es el mandamiento más grande en el Evangelio. Hoy, el Señor nos llama a corresponder generosamente a la llamada evangélica del amor, poniendo a Dios en el centro de nuestra vida y dedicándonos al servicio de los hermanos, en especial de los más necesitados de apoyo y consolación.
Si hay una actitud que nunca es fácil, nunca es descontada aun para una comunidad cristiana, es precisamente la de saberse amar, quererse mucho siguiendo el ejemplo del Señor y con su gracia. A veces los contrastes, el orgullo, las envidias, las divisiones dejan marcas también en el rostro bello de la Iglesia. Una comunidad de cristianos debería vivir en la caridad de Cristo, y sin embargo, es allí precisamente donde el maligno «se interpone» y nosotros a veces nos dejamos engañar. Y los que pagan son las personas espiritualmente más débiles. Cuántas de ellas – y ustedes conocen a algunas – cuántas de ellas se han alejado porque no se han sentido acogidas, no se han sentido comprendidas, no se han sentido amadas. Cuántas personas se han alejado, por ejemplo, de alguna parroquia o comunidad por el ambiente de habladurías, de celos, de envidias que han encontrado. También para un cristiano el saber amar no es un dato adquirido una vez para siempre; hay que volver a empezar cada día, hay que ejercitarse para que nuestro amor hacia los hermanos y las hermanas que encontramos se vuelva cada vez más maduro y purificado de aquellos límites o pecados que lo hacen parcial, egoísta, estéril e infiel. Cada día se debe aprender el arte de amar. Escuchen esto: cada día se debe aprender el arte de amar, cada día se debe seguir con paciencia la escuela de Cristo, cada día se debe perdonar y contemplar a Jesús, y ello con la ayuda de este «Abogado», de este Consolador que Jesús nos ha enviado que es el Espíritu Santo.
Que la Virgen María, perfecta discípula de su Hijo y Señor, nos ayude a ser cada vez más dóciles al Paráclito, al Espíritu de la Verdad, para aprender cada día a amarnos como Jesús nos ha amado».