Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Las Lecturas bíblicas de este domingo, fiesta de la Santísima Trinidad, nos ayudan a entrar en el misterio de la identidad de Dios. La segunda Lectura, presenta las palabras que san Pablo dirige a la comunidad de Corinto: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos ustedes"(2 Cor 13,13). Esta “bendición” del Apóstol es fruto de su experiencia personal del amor de Dios, aquel amor que Cristo resucitado le ha revelado, que ha transformado su vida y lo ha “empujado” a llevar el Evangelio a la población. A partir de esta experiencia suya de gracia, Pablo puede exhortar a los cristianos con estas palabras: “alégrense, trabajen para alcanzar la perfección, anímense unos a otros, vivan en armonía y en paz”. La comunidad cristiana, aun con todos los límites humanos, puede transformarse en un reflejo de la comunión con la Trinidad, de su bondad y de su belleza. Pero esto – como el mismo Pablo da testimonio – pasa necesariamente a través de la experiencia de la misericordia de Dios, de su perdón.
Es lo que sucede a los judíos en el camino del éxodo. Cuando el pueblo infringió la alianza, Dios se presentó a Moisés en la nube para renovar aquel pacto, proclamando el propio nombre y su significado: “El Señor es un Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse y pródigo en amor y fidelidad” (Ex 34,6). Este nombre expresa que Dios no está alejado y encerrado en sí mismo sino que es Vida que quiere comunicarse, es apertura, es Amor que rescata al hombre de la infidelidad. Dios es “misericordioso”, “piadoso” y “rico de gracia” porque se ofrece a nosotros para colmar nuestros límites y nuestras faltas, para perdonar nuestros errores, para volvernos a llevar al camino de la justicia y de la verdad. Esta revelación de Dios llegó a su cumplimiento en el Nuevo Testamento gracias a la palabra de Cristo y a su misión de salvación. Jesús nos ha manifestado el rostro de Dios, Uno en la sustancia y Trino en las personas; Dios es todo y sólo Amor, en una relación subsistente que todo crea, redime y santifica: Padre e Hijo y Espíritu Santo.
También Evangelio de hoy “pone en escena” a Nicodemo, el cual, aun ocupando un lugar importante en la comunidad religiosa y civil de ese tiempo, no ha dejado de buscar a Dios. No pensó: “ya llegué” ¡no! No dejó de buscar a Dios. Y ahora ha percibido el eco de su voz en Jesús. En el diálogo nocturno con el Nazareno, Nicodemo comprende finalmente que es ya buscado y esperado por Dios, que es amado personalmente por Él. Dios siempre nos busca antes, nos espera antes, nos ama antes. Es como la flor del almendro, así dice el profeta: florece antes.
En efecto, así le habla Jesús: “Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna”. ¿Qué es la vida eterna? Es el amor desmedido y gratuito del Padre que Jesús ha donado en la cruz, ofreciendo su vida por nuestra salvación. Este amor, con la acción del Espíritu Santo, ha irradiado una luz nueva sobre la tierra y en cada corazón humano que lo acoge; una luz que revela los ángulos oscuros, las durezas que nos impiden llevar los frutos buenos de la caridad y de la misericordia.
Que la Virgen María nos ayude a entrar siempre más, con todo nosotros mismos, en la Comunión trinitaria, para vivir y dar testimonio del amor que da sentido a nuestra existencia.