I. Contemplamos la Palabra
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 2, 1-10
Yo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios. Hablamos, entre los perfectos, una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo, que quedan desvanecidos, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido; pues, si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino, como está escrito: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.» Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu. El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios.
Sal 118, 99-100. 101-102. 103-104 R. Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero.
Soy más docto que todos mis maestros,
porque medito tus preceptos.
Soy más sagaz que los ancianos,
porque cumplo tus leyes. R.
Aparto mí pie de toda senda mala,
para guardar tu palabra;
no me aparto de tus mandamientos,
porque tú me has instruido. R.
¡Qué dulce al paladar tu promesa:
más que miel en la boca!
Considero tus decretos,
y odio el camino de la mentira. R.
Lectura del santo evangelio según san Mateo 5, 13-16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»
II. Compartimos la Palabra
“Jesucristo… y éste crucificado”
Cuando en el día de la fiesta de San Isidoro, teólogo ilustre, impulsor de concilios a la hora de difundir y vivir el evangelio, oímos a San Pablo decir que “mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana… ni con sublime elocuencia”, puede uno quedar despistado, pues tanto uno como el otro pusieron a favor del evangelio, de manera total, sus dotes intelectuales y todos sus recursos humanos, que no fueron pocos. Pusieron a trabajar sus muchos y potentes talentos recibidos en su misión evangelizadora.
Es cierto que lo hicieron sin desvirtuar ni una coma el núcleo central del evangelio, no rebajaron nunca la cruz de Cristo, nunca bajaron a Cristo de la cruz, nunca limaron algunas actitudes fuertes de Jesús, nunca falsificaron las palabras de Jesús sobre el amor, el perdón, la justicia, las bienaventuranzas, nuestro destino final… San Pablo y San Isidoro, con su ejemplo, nos invitan a predicar el evangelio con todos los recursos humanos y divinos que hayamos recibido, sabiendo siempre que “Pablo plantó, Apolo regó, pero el que da el crecimiento es Dios”.
“Sois la sal de la tierra y la luz del mundo”
En la misma línea de San Pablo, Jesús para que potenciemos y no desvirtuemos el tesoro recibido, nos dice que somos “la sal de la tierra y la luz del mundo”. Si somos sal y luz no podemos ser sus contrarios. Si la sal deja de cumplir su misión que es salar, si a la hora de presentar y vivir el evangelio no lo vivimos y presentamos como buena noticia, como lo que da vida… hay que tirar esa sal y ese evangelio, porque han dejado de ser sal y evangelio. Algo parecido ocurre con la luz. La luz por sí misma es para alumbrar, para iluminar, nunca para oscurecer, enturbiar, entenebrecer. Por eso nunca la luz, el evangelio, ha de esconderse e impedir que cumpla su misión de alumbrar. Nuestra vida, nuestras palabras y nuestras obras deben ser luz, que disipen las tinieblas de muchos corazones y acepten a Jesús, “la luz del mundo” y los hombres “den gloria a vuestro Padre que está en el cielo”, y encuentren así el sentido y la esperanza que todos deseamos.
San Isidoro (560-636), canonizado por Inocencio XIII en 1598 y declarado doctor de la iglesia en 1722. Sucedió a su hermano san Leandro en la sede arzobispal de Sevilla. Recopiló y organizó el saber de su tiempo. En su celo evangelizador, presidió los sínodos de Sevilla (619) y IV de Toledo (633). Realmente se le pueden aplicar las palabras de Jesús. Fue “sal de la tierra y luz del mundo”.
Fray Manuel Santos Sánchez
La Virgen del Camino