Debió de nacer en las cercanías de Autun, en la Borgoña, en el seno de una familia numerosa y complicada de la que estuvo a punto de ser mártir; su tío, que hacía vida eremítica, se lo llevó con él, y así vivieron en la soledad quince años; durante su santo aprendizaje, se interesó por el joven el obispo de Autun, quien le hizo sacerdote para luego nombrarle abad de San Sinforiano.
La fama de sus virtudes y su lucha sin tregua contra la esclavitud y el paganismo atrajeron la atención del rey Childeberto, que le nombró obispo de París, y empieza así sus esfuerzos por cristianizar las costumbres del soberano franco, que buena falta le hacía, y de los magnates de su corte.
Las caridades de Germán no tienen límite, y cuando el rey le abre sus arcas, hace fundir su vajilla de plata y le entrega además la cadena de oro que adornaba su cuello, el obispo se lo agradece exhortándole a ser más generoso aún: «No dejéis de dar, la Providencia es una fuente que nunca se seca».
También hace milagros para salvar vidas apagando con sus oraciones el incendio de una casa, y al ver que los que no pueden pagar los impuestos llenan las cárceles, cae de rodillas ante las prisiones implorando al Cielo su libertad, y en seguida las puertas se abren solas (por eso en su escudo hay cadenas y llamas).
Antes de morir octogenario, el santo obispo funda en las afueras de París una abadía dedicada a san Vicente, una de cuyas reliquias acababa de recibir de Zaragoza; allí será enterrado, y la iglesia, con las transformaciones de muchos siglos de historia, aún hoy perpetúa su nombre en la ciudad, que es también el de un barrio famoso en el mundo entero, Saint-Germain-des-Prés.