El glorioso y esclarecido grupo de los mártires de Uganda tiene su memoria en el Martirologio el día 3 de junio, en que tuvo lugar el sacrificio de la parte más nutrida de ellos en la colina de Namugongo, pero no todos los mártires murieron allí y aquel día. Algunos se habían adelantado a la fecha dejando la vida en los días anteriores, y uno de ellos es nuestro Matías Kalemba. Este santo bien merece una biografía aparte, porque dos condiciones le hacen destacarse del grupo: la primera, que no era un joven como los demás sino un hombre de cincuenta años, que había llegado al cristianismo tras una larga y honesta búsqueda de la verdad, y la segunda, que su martirio fue sin duda el más prolongado, doloroso y humanamente terrible de todos, superando en ello no sólo a los demás mártires de Uganda sino a muchos otros mártires de todas las épocas.
Wanté, que éste fue su nombre original, nació en la década de 1830 y creció como un niño más en el poblado de su tribu hasta, que cuando tenía doce años, una razzia asalta su poblado, y él entonces junto con su madre es apresado y llevado a la corte del kabaka o rey de Uganda como esclavo. Wanté era una persona enérgica y de carácter independiente y la esclavitud no podía hacérsele sino muy dura, pero era también un genio práctico y viendo que aquello no tenía remedio aceptó la esclavitud y se dispuso a vivir en ella. El kabaka dispuso que Wanté fuera vendido y lo compró un tal Mugatto. Aquello humanamente fue lo que mejor le pudo suceder al joven esclavo. Porque Wanté sirvió bien y lealmente a Mugatto, y éste empezó a tomarle afecto a causa de sus buenos servicios, y este afecto cambiaría la suerte de Wanté. Vivían en el distrito de Kirumba, provincia de Singo. Mugatto tal como lo pensó lo hizo: sacó de la esclavitud a Wanté y lo adoptó como hijo, y cambió su nombre por el de Kalemba. De esta forma recobró la libertad y tuvo un status social muy diferente porque la perspectiva era heredar a su padre adoptivo y ser él también señor de Kirumba. Mugatto no se arrepintió de haber liberado y adoptado a Kalemba. El joven fue cariñoso y obediente, cuidó con amor a su padre adoptivo cuando se puso enfermo y velaba junto a él durante su enfermedad. Y en una de esas noches de vela junto al enfermo, recibió de éste una importante confidencia. Mugatto le dijo que él toda su vida había estado a la búsqueda de la verdad. La había buscado en su corazón y ahora sabía con certeza que él, Kalemba, sí llegaría a ella, porque vendrían de tierras lejanas -le añadió- unos hombres blancos, de cuyos labios escucharía la verdadera religión: «harás bien en escucharlos y en seguirlos». Mugatto poco después murió y su hijo adoptivo Kalemba le heredó. Y guardó en su corazón aquella advertencia que le hizo al morir, y estaba atento a ver cuándo esos anunciados hombres se presentarían.
La vida siguió para Kalemba. Se hizo mayor. Contrajo matrimonio, o por mejor decir, matrimonios, pues en la práctica de los ugandeses entraba la poligamia. Y de estas esposas tuvo hijos, para quienes fue un padre bueno y afectuoso. En 1866 estuvo a las puertas de la muerte porque una terrible epidemia de viruela asoló el país. Kalemba la contrajo y su fuerte constitución luchó contra ella hasta lograr superarla, pero no sin que le quedaran secuelas. Por fin, y siendo rey Suna, vinieron por el país unos hombres vestidos de largos trajes y mantos blancos, que profesaban unas creencias distintas al paganismo de su entorno. Se trataba de musulmanes del norte de África que establecían relaciones comerciales con los países de raza negra. Kalemba creyó que se trataba de los hombres blancos a los que su padre moribundo había aludido, y se interesó por su religión. Comparó el Islam y su afirmación del Dios único, su espera del juicio de Dios, su rendida sumisión a la majestad divina, su aprecio por la oración, el ayuno, la limosna, etc., con el paganismo en que se había criado, y pensó que allí estaba la verdad y que aquéllos eran los mensajeros anunciados por su padre. Se hizo musulmán. Atrajo además al Islam a algunas amistades suyas. Estaba por entonces al servicio del jefe de la provincia de Singo, el Mukwenda, lo que le hacía residir en Mitiyana. En realidad, por entonces estaba bien visto hacerse musulmán y era mucha su influencia en la corte. El propio kabaka o rey Mutesa también profesó el Islam. Pero a comienzos de 1875 el kabaka se irritó con esta religión, porque los musulmanes se negaron a comer las carnes servidas en un banquete ya que los animales no habían sido muertos siguiendo las prescripciones coránicas. El rey montó en cólera y dio comienzo a una verdadera persecución antiislámica, en la que hubo víctimas. Kalemba se salvó porque disimuló su fe musulmana, que siguió practicando en privado aunque pareciera dar culto a los dioses en la vida social. En ella su crédito era grande. Estaba en plena madurez humana y a sus cuarenta años aparecía como un hombre inteligente y sensato, eficaz y leal. Su jefe le puso de sobrenombre Mulumba, que significa algo así como el Fuerte o el Bravo, y lo hizo juez de los procesos de la provincia.
En 1879 llegaron misioneros católicos, los Padres Blancos, autorizados por el kabaka a propagar su religión. Kalemba se acordaba de la advertencia de su padre, pero no se acercó de momento a ellos. Sin embargo, tuvo que tratarlos, porque como se les autorizó a los misioneros a construir sus casas, la vigilancia de la construcción se le confió a Kalemba y pudo así ver su conducta y modo de vida. El testimonio de los misioneros le impresionó, y comenzó a acudir a la enseñanza del catecismo católico. Tuvo una entrevista con Mons. Livinhac y hubo entre él y el misionero un largo coloquio en el que el corazón de Kalemba quedó conquistado para el catolicismo. No era sencillo hacerse cristiano: tenía que renunciar a la poligamia y quedarse únicamente con una esposa, y esto se le planteó claramente en cuanto en la primavera de 1881 dio comienzo formal a su catecumenado. Pero pudo verse que su resolución de hacerse católico era firme, y en efecto se separó de sus esposas y se quedó sólo con una, no desamparando a las otras en sus necesidades materiales y atendiendo debidamente a sus hijos. Acudía con puntualidad y celo a las catequesis y su alma se fue abriendo a la luz de Dios. Los misioneros se convencieron de que Kalemba era un converso sincero, y se tomó la decisión de acortar su catecumenado y admitirlo al santo bautismo. Con gran emoción y singular alegría fue regenerado por el agua y el Espíritu en la fiesta de Pentecostés de 1882, el día 28 de mayo. Con él se bautizó entre otros su amigo Banabakintu, que tomó el nombre de Lucas, y será mártir como él. También recibiría por entonces el bautismo su amigo Mawaggah, que tomó el nombre de Noé y moriría mártir igualmente. En el santo bautismo tomó el nombre de Matías.
Mitiyana, su residencia, sería el campo de su desde ahora fecundo apostolado. Jefe de varios poblados, quiso desde su autoridad dar vivo ejemplo de los valores del cristianismo, haciendo cosas que para su condición social elevada eran prohibitivas pero que él quería hacer como signo de que consideraba a los demás no inferiores sino hermanos. Para imitar a Jesús obrero y subrayar el valor cristiano del trabajo comenzó a labrar la tierra, tarea reservada a mujeres o esclavos. Igualmente en vez de hacer que sus paquetes o bultos los llevasen sus criados, cargaba él con uno de ellos. Su cristianismo le llevó a ser un juez excelente. Le traían sus diferencias y en vez de limitarse a administrar justicia neutralmente, iba al fondo de las cosas y procuraba la paz y entendimiento entre los que pleiteaban, de modo que hizo una gran obra de pacificación y concordia. Pero luego renunció a este cargo y así tenía más tiempo para su labor catequética. Para todos tenía buenas palabras y buenas obras. Fueron especiales amigos suyos los pobres, socorriéndoles de su bolsa siempre abierta a todos los que lo necesitaran. Su casa se convirtió en un centro de catequesis. Llegó a formar una comunidad cristiana compuesta de doscientas personas, a las que él había conquistado para Cristo, las había instruido pacientemente y las había llevado hasta la fuente del bautismo. Comprendiendo que su formación era todavía rudimentaria, ideó un sistema para renovar sus catequesis. Dos veces al mes mandaba un neófito a la residencia de los misioneros en Rubaga, a unos ochenta kilómetros, el cual luego le refería la catequesis de los misioneros y él a su vez se la pasaba a su comunidad y a sus catecúmenos.
En noviembre de 1882 los misioneros fueron expulsados por orden del kabaka Mutesa que había mudado su primitiva simpatía en odio. Los misioneros creyeron lo más prudente acatar la orden y abandonar el país. Matías, sabedor de la orden de expulsión, fue a buscarlos y se despidió de ellos, recibiendo el encargo de cuidar de los catecúmenos y velar por la fe de los conversos de su zona. El encargo lo recibieron Matías y Lucas Banabakintu, y desde entonces y hasta la vuelta de los misioneros cumplieron con ardor y óptima voluntad su tarea. En 1884 murió Mutesa y subió al trono su hijo Mwanga, el cual volvió a permitir la entrada de los misioneros. Pareció en principio que la cuestión se pacificaría, pero por intrigas y ambiciones en la corte, el ánimo del rey mudó, y comenzó la persecusión formalmente el 25 de mayo de 1886.
En la mañana del 26 de mayo de 1886 Matía fue arrestado junto con Lucas. Ambos podrían haber huido, pero se presentaron como cristianos. Matías mandó recado a Singo previniendo a los cristianos y ordenó que su mujer y sus hijos se pusieran a salvo. Manifestó estar contento de padecer por Cristo. Sujetos ambos con grilletes, no les dieron nada de comer en todo el día, y a la mañana siguiente les metieron en la boca bolas de puré de plátano. Seguidamente los llevaron a Mengo, donde fueron encerrados en una cabaña en la que ya estaba preso el futuro mártir Andrés Kiwanuka. Salieron luego, ya juzgados y condenados a muerte, en dirección a Kampala, donde debían unirse a un grupo de pajes, condenados también, que llegaría de la corte. Al llegar a Kampala, Matías mismo sugirió que no tenía sentido seguir adelante porque él no era un hombre de la corte sino del gobernador, y que el rey no lo conocía, por lo que no podía esperar su perdón. Y añadió: «Matadme aquí». Se despidió de su amigo Lucas diciéndole que se volverían a ver en el cielo. Y empezó el horroroso tormento a que fue sometido el intrépido testigo de Cristo.
Cumpliendo la orden del katikkiro, lo llevaron a un lugar solitario y lo ataron fuertemente de manera que no pudiera por sí mismo zafarse de las ligaduras. Luego, usando machetes y cuchillos, comenzaron a hacerle heridas y a cortarle trozos de su carne, partiéndole las piernas, dislocándole las coyunturas, lacerando los nervios y aplastándole los músculos, todo ello de forma que padeciera los más atroces dolores. El mártir no chillaba ni protestaba, no maldecía a sus verdugos, no les echaba en cara su crueldad, ni los insultaba. Sólo repetía una y otra vez: Dios mío, Dios mío (Katonda wange). La paciencia del mártir no aplacó la crueldad de los verdugos, por el contrario, la aguijoneó. Decidieron entonces encender un fuego y cortándole trozos de carne de su pecho y espalda asarlos allí mismo ante sus ojos, mientras lo llenaban de insultos e improperios y vomitaban blasfemias contra el Dios de los cristianos. El mártir guardó un sagrado silencio ante aquella horrible carnicería.
Lo abandonaron luego a su suerte y se marcharon. Estuvo expuesto tres días al sol y a las lluvias y a las frías noches de la primavera, y una nube de moscas e insectos, atraídos por la sangre, acudieron a cebarse en los pobres despojos vivos de aquella víctima. La fiebre, el hambre y sobre todo la sed se apoderaron del mártir. Subieron algunas personas a cortar cañas a aquella colina y oyeron una voz débil que pedía agua, pero al acudir y ver aquel horrendo espectáculo dejaron al mártir de nuevo solo en su larga espera de la muerte. Se unió a la sed de Cristo en el Calvario y con Cristo se inmoló por su amor. Se supone que moriría el día 30 de mayo. Pasaron unos días y los misioneros pudieron localizar sus restos mortales y darles cristiana sepultura. El Espíritu de Dios le había dado fortaleza para confesar bravamente la fe. Fue de verdad Mulumba, el Fuerte, en su martirio, y bien merece este padre de familia, que a los cuatro años de convertido muere por la fe de forma tan escalofriante, tener un sitio de honor. Fue canonizado con los demás mártires de Uganda, por el papa Pablo VI, el 18 de octubre de 1964.