2012-05-05 L’Osservatore Romano
Por los cincuenta años de la Facultad de medicina y cirugía de la Università Cattolica del Sacro Cuore, el Papa ha desarrollado una serie de reflexiones sobre el delicado tema de las ciencias experimentales, que “han transformado la visión del mundo y la auto comprensión misma del hombre”. Esta alta llamada da la ocasión para interrogarse sobre un término que está de moda y del que frecuentemente se abusa: la biomedicina. Su significado es en efecto revolucionario y algunas alusiones de Benedicto XVI ayudan a comprenderlo mejor en sus aspectos más críticos. No es en absoluto neutro y menos aún inocuo, tanto en lo relativo a las premisas de las que nace como en las consecuencias que ya produce y podrá producir en el futuro.
La biomedicina ha contribuido a la transformación de la medicina desde arte de curar a pseudociencia en cuyo ámbito la valoración clínica ya no representa una fase de la existencia de una persona, sino que tiende a interferir en la definición misma de la vida humana. La biología, de hecho, aún entendida todavía como disciplina puramente descriptiva de los fenómenos vitales en el ámbito de un contexto positivista y mecanicista, tuvo casi inmediatamente la pretensión de leer la vida, incluida la humana, como mero resultado de la organización y de la complejidad biológica.
Para la biología cuentan sólo los aspectos medibles en términos de reacciones bioquímicas, que son capaces de producir las modificaciones llamadas fenotípicas por la biología molecular, resultado de la expresión de los genes. Esta postura, sólo aparentemente realista, está en la base de la visión biologizada de la vida, que, sobre todo en la moderna neurociencia, se ilusiona con definir el fenómeno vital reduciendo todo a reacciones químicas. No se trata ya de la tosca teoría según la cual “el hombre es lo que come”, sino una propuesta más sutil de reducir al ser humano a los meros aspectos biológicos, negando de hecho reconocerlo como persona.
Se trata de una mentalidad reduccionista que ha ganado terreno precisamente en esa parte de la medicina cuyo interés se dirigía a valorar y utilizar los conocimientos biológicos. Y esto en un período en el que la biología orienta su interés hacia los aspectos más delicados y radicales (por ejemplo, la genética) que se hallan en el origen mismo de la vida biológica. De este modo la biología ya ha invadido todos los campos del vivir social (desde la producción agrícola a la cría animal; desde la criminología a la medicina) y ha reducido todo a pura tecnología de lo manipulable.
El arte médico —porque de arte se trata— se ha apropiado de instrumentos de investigación sofisticados (pero muchos absolutamente bastos y aproximativos, como las técnicas de fecundación in vitro, hibridación y clonación). Haciendo después propias las tecnologías biológicas, las ha aplicado en un contexto que cada vez las ha utilizado más para definir la llamada calidad de vida. El descubrimiento de poder manipular los elementos primordiales como los caracteres genéticos y las células embrionales ha generado incluso la ilusión de ser capaz de explicar el sentido mismo de la vida, hasta la absurda, infantil pretensión de poderla crear (por ejemplo, con los experimentos sobre la llamada vida artificial). La medicina corre así el riesgo de no ser ya considerada como una modalidad personalizada de cuidar al ser humano en su totalidad (desde el diagnóstico a la terapia para vencer o controlar la enfermedad y, donde no se logre sanar, acompañar hasta el final natural). En la llamada biomedicina, por lo tanto, está el riesgo de no distinguir la biología de la medicina.
¿Medicalización de la biología o biologización de la medicina? Cualquiera que sea la respuesta, es un camino arriesgado que no parece favorecer una aproximación humana integral. Así que suena más que actual la descripción que el Papa ha trazado acerca de una Facultad católica de medicina como un “lugar donde el humanismo trascendente no es eslogan retórico, sino regla vivida de la dedicación cotidiana”, que sitúa “en el centro de la atención a la persona humana en su fragilidad y en su grandeza, en los recursos siempre nuevos de una investigación apasionada y en la no menor conciencia del límite y del misterio de la vida”.
Augusto Pessina, Universidad de Milán