Nació en Judea, seis meses antes de que naciera Cristo. Su nacimiento fue milagroso, porque un ángel lo anunció a sus padres, ya ancianos.
Seguramente recibió una esmerada educación al estilo judío, puesto que su padre, Zacarías, era un sacerdote israelita. Este, inspirado por el Espíritu Santo, había vaticinado que Juan "sería profeta del Altísimo e iría delante del Señor para preparar sus caminos". Lc. 1,76
Siguiendo su vocación profética extraordinaria, Juan se retiró desde muy joven al desierto, en donde llevó una vida de gran austeridad: vestía pieles de camello, se alimentaba de langostas y miel silvestre y, sobre todo, vivía entregado a la oración.
Muy pronto, hacia el año 26 o 27 de nuestra era, comenzó a predicar la sincera conversión a Dios, no sólo a los pecadores declarados y públicos, sino también a los encubiertos, que se consideraban intachables, como los fariseos y doctores de la ley. Las muchedumbres acudían en tropel a escuchar su predicación y en señal de sincera conversión se hacían bautizar, es decir, que recibían de manos de Juan un baño en las aguas del Jordán, para simbolizar el sincero deseo de purificarse de sus pecados.
También Jesucristo fue a hacerse bautizar por Juan. Este, iluminado por el Espíritu Santo, lo reconoció como quien era, el Mesías, el Hijo verdadero de Dios. Tembloroso, el Bautista se negaba a bautizarlo. Pero Jesús insistió por su profunda humildad y Juan se resignó a hacerlo. Cuando se abrieron los cielos y descendió el Divino Espíritu en forma de paloma sobre el Mesías, y se escuchó la voz del Padre; Juan se sintió en el colmo de la felicidad: el Mesías, Hijo de Dios, se había manifestado esplendorosamente ante sus ojos y los de sus discípulos.
Varios de estos, como Andrés, Simón, Juan, Felipe, Natanael siguieron a Jesús y recibieron el nuevo bautismo "en el Espíritu y en el fuego", bautismo verdadero que no era un símbolo, como el de Juan, sino un sacramento que perdona los pecados y hace hijos de Dios.
Juan el Bautista dio testimonio con su vida y con su muerte de que sin la Penitencia y genuina conversión no es posible creer en Jesús el Cristo, El Hijo de Dios.