EL ICONO MÁS GENIAL DEL SIGLO XX

2012-07-07 L’Osservatore Romano
Mi primera Virgen de Lourdes la vi de niño en casa de viticultores renanos. Mis padres probaban en la cocina el vino para comprar, mientras la hija de los propietarios, que tenía mi edad, me mostraba las habitaciones en el piso de arriba. El dormitorio de sus padres se presentaba en una inmovilidad fresca y festiva, los enormes edredones bien extendidos, las almohadas separadas por una sutil ranura como dos grandes orejas de conejo, mientras ella estaba sobre la cómoda, recta como una princesa de hielo en el frío en derredor, extrañamente viva, con su cara de muñeca delicadamente maquillada. Mi madre sonrió con un velo de ironía cuando le hablé de esta bellísima figura que se me había aparecido: era una “santa de cómoda”.

La sonrisa de mi madre me hizo entender que en nuestro ambiente, entre intelectuales, doctos, expertos de arte, la Virgen de Lourdes no era tomada en serio. Era kitsch. Sin embargo miremos un hecho, es decir, que en todo el siglo XX no ha habido una creación artística tan nítida, comprensible, capaz de hablar más allá de las fronteras culturales, tan funcional en sentido litúrgico e identificable en cuanto católica como la Virgen de Lourdes. Su creador anónimo tuvo la misma genialidad del diseñador de Mickey Mouse y de quien ideó la marca de Coca Cola. Donde está la Virgen de Lourdes está la Iglesia católica. Ante tal e intrínseca fuerza todo juicio estético se reduce a una constatación insignificante de gusto personal.

Es sorprendente: la Virgen de Lourdes, un producto industrial, corresponde a la visión fundadora de la iconografía cristiana. Y esto no se debe a la creatividad de un artista, sino a la visión de una santa, que describió cómo en una gruta una «señora blanca» se le había acercado para presentarse, en el dialecto de los Pirineos, como «Inmaculada Concepción»: no la inmaculada concebida, sino un concepto abstracto en figura humana, la encarnación de una palabra. Acto seguido, uno o más modelistas de una fábrica de objetos devotos, cuyos nombres probablemente ninguno los lograría encontrar más, escuchando la historia de la pastorcilla produjeron una estatua: verdadero icono, verdadera imagen de la aparición, que desde entonces pasó infinitas veces sobre la cinta transportadora. Verdaderamente acherotipa,  con sus rasgos no personalizados, como una muñeca, parecida a todos o a nadie, como corresponde a la primera criatura de la nueva creación, a la perfecta nueva Eva.

Martin Mosebach