2012-07-17 L’Osservatore Romano
Medidas reducidísimas –dos centímetros de largo por uno de ancho– para un mensaje infinito, porque es el mensaje salvífico. No debería sorprender, porque contemplar lo grande en lo pequeño es propio de la dinámica cristiana. Con todo, la Medalla Milagrosa siempre suscita asombro. Y muy pronto movilizó masas, que precisamente le atribuyeron el título “milagrosa” por las gracias que se derramaban fruto de la devoción mariana.
Fue la noche del 18 al 19 de julio de 1830 cuando la Virgen se manifestó a Catalina Labourè en la capilla parisina de Rue du Bac y preanunció la misión que le encomendaría: acuñar una medalla según el modelo que la Señora le mostraría. En conjunto la aparición mariana se trató también de previsión materna, consuelo y anclaje de fe –casi para subrayar la modernidad de María– visto que advertía de las convulsiones que recorrerían Francia, cuyas calles y plazas se teñirían de sangre.
La medalla se acuñó siguiendo fielmente cuanto dictó la Virgen a la novicia de las Hijas de la Caridad en la aparición sucesiva, el 27 de noviembre. Ejemplo de comunicación eficacísima, el conjunto iconógrafico de la pieza es completamente ajeno a la pretensión criptográfica de lo oculto y enigmático. María manifiesta; no esconde; “con suma sabiduría, situó en su medalla los signos más idóneos para decir muchas cosas en poquísimo espacio”, apunta Gino Ragozzino en La Medaglia Miracolosa. Una lettura esegetica (“La Medalla Milagrosa. Una lectura exegética”, Edizioni Messaggero Padova, 2012), un librito de setenta páginas –otra vez lo grande en lo pequeño– que recorre interpretativamente cada uno de los doce signos inspirados. Una auténtica road map debidamente documentada para que el lector, con mayor o menor preparación teológica, se adentre en el misterio de la redención con la serenidad y la expectación de quien emprende un viaje importante. Precisamente un viaje de intelecto y de fe; esto es, desde el conocimiento a la contemplación.
Marta Lago