2012-07-18 L’Osservatore Romano
Por una circunstancia singular, precisamente en aquellos años sombríos de la segunda guerra mundial, mientras las tumbas de soldados, civiles, judíos, gitanos y homosexuales se multiplicaban en millones, se volvió a excavar allí donde otro judío convertido, san Pedro, había sido sepultado diecinueve siglos antes, en el año 67, después de haber sufrido el martirio de la cruz cabeza abajo, en ausencia de Nerón que se encontraba en viaje de placer en Grecia.
Fue precisamente una muerte la singular circunstancia que dio vía libre a las investigaciones: la muerte de Pío XI el 10 de febrero de 1939. Antes de aquel fatídico año que marcó el inicio de la guerra, poco y mal se había ido a mirar bajo la basílica. Ningún Pontífice había permitido nunca realizar investigaciones precisas, también porque una tradición ultramilenaria, testimoniada por documentos misteriosos y apocalípticos, amenazaba las más graves desgracias para quien hubiese turbado la paz en el sepulcro de Pedro. En los inicios del siglo XVI, en las obras de cimentación de una de las cuatro columnas en espiral de la Confesión de Gian Lorenzo Bernini, había salido a la luz un sepulcro. Allí se había encontrado, entre otras cosas, una estupenda estatua de bronce que el cardenal Maffeo Barberini se había hecho trasladar luciéndola en su palacio de via Quattro Fontane, en el corazón de Roma. Sobre el sarcófago de su sepulcro, un tal Flavio Agrícola, bon vivant de la familia noble de los Flavios, había hecho esculpir algunos versos que invitaban a las libaciones y al amor. Los prelados de la época, horrorizados y escandalizados, al menos en palabras, enseguida hicieron cincelar el mármol y enterrar todas las cosas.
Resumiendo, cada tanto alguno había metido la nariz, pero siempre con prisas y de modo aficionado. El primero que fue a inspeccionar un poco más en serio a mediados del siglo XIX fue el pionero de la arqueología sacra, Giovan Battista de Rossi, el genial investigador que descubrió las catacumbas de San Calixto. Cuando pío IX le preguntó si había encontrado la tumba de Pedro, le respondió: «¡Son todos sueños, Padre Santo, todos sueños!».
Por tanto se necesitó el testamento de Pío XI, el cual pidió ser sepultado en las Grutas vaticanas en una zona que había indicado al canónico alemán Ludovico Kaas, secretario de la Veneranda Fábrica de San Pedro, el organismo que desde siempre preside los interminables y nunca acabados trabajos en la basílica. En Roma se dice «como la Fábrica de San Pedro» cuando se habla de una empresa que nunca termina.
Fue en las primeras demoliciones que los «sampietrini», los obreros de la basílica, se dieron cuenta de que derribaban un muro vacío. Desde aquel momento inicia la historia de la tumba de Pedro, cuya búsqueda coincide con los años más dramáticos del siglo XX.
Bruno Bartoloni