“Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura”

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Tipo: 
Nacional

Martes, 22 de Mayo de 2012 08:53
Escrito por  Mons. Christophe Pierre

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, Renovación Carismática Arquidiocesana, Clausura del Congreso “El espíritu de Dios sopla en la ciudad”

Queridas hermanas y hermanos,

Hoy que celebramos la solemnidad de la Ascensión del Señor, la Palabra nos presenta dos relatos de aquel extraordinario evento. El primero del libro de los Hechos de los Apóstoles, y el segundo del evangelio de Marcos. Dos relatos del mismo acontecimiento que se nos presentan como momento conclusivo, uno, y otro, como coyuntura inicial, en el camino de fe de la comunidad apostólica.

Los primeros versículos del libro de los Hechos aparecen, en efecto, como una descripción del no fácil camino que debieron seguir los discípulos para lograr comprender adecuadamente el misterio de la resurrección de Cristo, mientras esperaban la venida del Espíritu que les comunicaría la fuerza para ser testigos del Resucitado hasta los confines de la tierra.

“Señor,-preguntaban a Jesús sus amigos aún luego de haberlo visto resucitado-, ¿vas a restablecer ahora el reino de Israel?” Y luego, -nos dicen los Hechos-, cuando una nube lo oculta a sus ojos mientras asciende al Padre, ellos permanecen con la mirada fija en el cielo, esperando. El pasaje del evangelio de Marcos en cambio, describe una decisión y comprensión correcta de la Ascensión, que parecería no haber dejado ya alguna duda en los discípulos: salieron inmediatamente a predicar por todas partes, poniendo en práctica las instrucciones que el Maestro les acababa de dar.

Al narrar el último encuentro de Jesús Resucitado con los Apóstoles, todos los evangelistas concluyen con el mandato misional. Jesús, en efecto, Don del Dios que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad” (1Tim 2,4), venciendo al pecado y la muerte con su resurrección, y recibido todo poder en el cielo y en la tierra, ordenó a los Apóstoles: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura” (Mc 16,15-18; cf. Mt 28,18-20; Lc 24,46-49; Jn 20,21-23);  “hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8).

Envío y tarea dada por Jesús a los Apóstoles y, en ellos, a la Iglesia de todos los tiempos; empresa que ni entonces, ni tampoco hoy, ha sido fácil llevar a cabo, pero tampoco imposible; porque ha sido Jesús mismo quien señalándoles los retos, les ha asegurado que no estarían solos. Que les sería dado el Espíritu Santo. Que Él mismo estaría con sus discípulos, continuamente y para siempre. Que estaría con sus misioneros, con la plenitud de su poder. En una palabra, que estaría perpetuamente con toda su Iglesia, su cuerpo místico y con cada uno de sus enviados, manifestándose y donándose perennemente como la luz verdadera y necesaria para proclamar la verdad, para lograr hacer frente a los embates del maligno y vencerlos. “La maldad y la ignorancia de los hombres –confirmaba el Santo Padre Benedicto XVI en la catedral de León, Guanajuato-, no es capaz de frenar el plan divino de salvación, la redención. El mal no puede tanto (…). No hay motivos, pues, para rendirse al despotismo del mal”, porque es el Señor Resucitado quien a lo largo de los días, particularmente en nuestras debilidades y penurias, manifiesta su fuerza.

Y es que, efectivamente, en esta nueva época de la humanidad, la violencia, el pecado, las frustraciones e injusticias están significativamente presentes. En consecuencia, no son pocos los creyentes que sintiéndose oprimidos por el miedo y por los conflictos, experimentan a veces la tentación de creer que anunciar y plantar la semilla del Evangelio en la cultura actual, sea prácticamente imposible.

¡Gran error! Porque, para el verdadero creyente, el desaliento o la frustración no deberían tener espacio. El Señor está con nosotros. En consecuencia, ante tales desafíos es necesario abrir más y más las puertas a Cristo; porque la paz, la alegría y la felicidad, solo nos las da el Espíritu de Cristo Jesús que forja al hombre nuevo, transformándolo por la fe, la esperanza y la caridad. Es entonces que debemos permitir que el Espíritu nos renueve, aunque esto exija romper con lo deteriorado que hay en cada uno, para que nos haga nuevos y seamos en Cristo. Y ya que Jesús nos ha llamado a estar con Él, dejémonos recrear por el Espíritu para renacer en Él, para llenarnos de Él, para que la santidad nos invada.

¡Sí, hermanos! Porque el gran reto de nuestro presente es, para cada uno de nosotros, la santidad; es decir, estar, seguir y anunciar a Jesús, dejándonos tocar por el soplo del Espíritu Santo en este mundo donde el rostro visible de Dios, en Cristo, no siempre logra ser fácilmente percibido.

Toca hoy a nosotros hacer vida el mandato del Señor Jesús: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura". Así nos lo señala el soplo del Espíritu que llega a nosotros recordándonos que es necesario asumir, con audacia y decisión, el reto de la Gran Misión Continental, que estimula a anunciar a Jesucristo, a iluminar el camino de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, a ofrecer al mundo su gracia salvadora e inyectar todas las realidades humanas de la vida abundante, del amor y de la justicia que brotan del Evangelio. Gran Misión que desafía a todos, invitándonos a redefinir nuestra propia identidad y a reorientar nuestra vocación y misión, que antes de ser un programa de acción, es un llamado a recuperar la identidad de discípulos misioneros de Jesús.

Estas, son palabras que invitan a salir del letargo en que no pocas veces vivimos nuestra fe; una invitación a convertirnos en peregrinos de la verdad. Más ahora que muchos parecen haber olvidado que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1); y que el cristianismo es esencialmente un acontecimiento, “el modo con el que Dios ha entrado en relación con nosotros para salvarnos (…); un hecho acontecido en la historia que revela quién es Dios e indica lo que Dios quiere del hombre” (L. Giussani, Crear huellas en la historia del mundo, Madrid 1999, 21).

Un acontecimiento, Cristo, que necesita hacerse presente a través de la mediación testimonial de una persona humana “cambiada”, “nueva”, es decir, de la persona convertida a Cristo, de la persona que cree, del discípulo que ha encontrado a Jesús y se ha enamorado de Él. De aquel que es consciente de haber sido llamado y enviado a atraer, con su mismo testimonio, a nuevos discípulos, que a su vez, se conviertan en testigos de la presencia salvífica de Cristo en el mundo; testigos de “que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida (…). Que sólo Él, por tanto, es capaz de responder a la espera de nuestro corazón y de hacerlo feliz. No hay mayor tesoro que podamos ofrecer a nuestros contemporáneos” (Benedicto XVI, Plaza del Obradoiro, Santiago de Compostela).

Así, el discípulo, testigo y misionero, no se doblega ni se asusta de vivir en la actual situación de crisis de lo humano; por el contrario, firme en su fe sostenida y constantemente renovada por el Espíritu, el creyente puede y debe mostrar al hombre de hoy la experiencia de que esa fe hace la vida más humana, más intensa y más digna de ser vivida; que Dios no es antagonista del hombre y enemigo de su libertad, sino el único capaz de exaltar su dignidad y su libertad, salvándolo. “Lo que fascina -dijo el Papa-, es sobre todo el encuentro con personas creyentes que, por su fe, atraen hacia la gracia de Cristo, dando testimonio de Él” (Benedicto XVI, a Obispos de Portugal, Fátima, 13.05.2010).

Ese fue el proyecto de Jesús y ese debe ser también el proyecto de sus discípulos. Con la Misión Continental, el Señor Jesús sale a nuestro encuentro con la acción y la gracia del Espíritu Santo; se cruza en nuestro camino, quiere abrirnos los ojos, sacarnos de nuestros letargos, ponernos de pie, hacernos miembros más vivos de la Iglesia para que salgamos y llevemos su mensaje más allá de los espacios en los que habitualmente nos movemos; para que vayamos hasta los últimos rincones de la tierra.

Esta es la exigencia de hoy, también para todos ustedes: ser discípulos misioneros, conscientes de que, así como la acción misionera de la Iglesia tuvo lugar bajo la acción del Espíritu Santo, de la misma manera no habrá evangelización posible sin la acción del mismo Espíritu: “las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no consigue absolutamente nada sin él. Sin él, la dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin él, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o psicológicas se revelan desprovistos de todo valor” (EN 75).

Queridos hermanos: abiertos permanentemente al soplo del Espíritu, animémonos mutuamente a recorrer con creciente fidelidad, perseverancia y entusiasmo el camino de la Misión, intensificando su unión con Dios a través de la oración y de los Sacramentos, por los cuales el Espíritu Santo nos ofrece la fuerza y la vida que, circulando también en nuestro interior, nutre nuestra alma y nos empuja cada vez más hacia la fuente de la verdadera vida que es Cristo. Fuerza que podemos obtener siempre que libremente permitimos al Espíritu Santo cambiarnos desde dentro, penetrar en la dura costra de nuestro cansancio espiritual y de nuestro conformismo de frente a las propuestas individualistas de nuestro tiempo.

Jesús, -nos dicen los Evangelios-, había anunciado que, luego de su Resurrección, iniciaría una nueva época con el envío del Espíritu Santo que sería derramado sobre toda la humanidad (cf. Lc 4,21). El Señor ha cumplido su promesa, y el Espíritu Santo está ya presente, como fuente de nuestra vida nueva en Cristo.

El Señor les pide que sean profetas de esta nueva época, preludio de una humanidad renovada; les pide que sean testigos y mensajeros de su amor, discípulos y misioneros que contribuyan a la construcción de un presente que sea base firme para un futuro de esperanza y de gozo para toda la humanidad. El mundo tiene necesidad de esta renovación y para lograrla necesita de verdaderos cristianos; de verdaderos testigos de la esperanza cristiana. Y para ello precisamente les ha sido y les es dado el Espíritu de Dios

Al presentar al Padre el sacrificio Eucarístico, pidámosle que la fuerza del Espíritu se reavive en nosotros. Pidámosle que derrame abundantes sus dones sobre cada una y cada uno, para que seamos renovados en el espíritu de sabiduría y de inteligencia, en el espíritu de consejo y de fortaleza, en el espíritu de ciencia y piedad, de admiración y de santo temor de Dios, y para que así, llenos de su Santo Espíritu, no nos acobardemos en defender la verdad y en proclamar a Cristo, para que el Evangelio impregne el modo de ver, pensar y actuar en cada uno y en todos los hombres y mujeres del mundo, y para que Cristo sea todo en todos.

Así sea.