“Civilización del amor”
Lunes, 18 de Junio de 2012 11:20
Escrito por Mons. Christophe Pierre
Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, Foro de Liderazgo Solidario para el Compromiso Social
Estimadas amigas y amigos,
“En la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio yo. Por consiguiente, dentro de ese horizonte relativista no es posible una auténtica educación, pues sin la luz de la verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo por construir con los demás algo en común” (Benedicto, XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 2012).
Todo ello, aunado a otras fuerzas y fenómenos propios de nuestra época han provocado una fuerte desorientación de la identidad personal, de la cual se deriva una “emergencia educativa”, cuya crisis el Santo Padre Benedicto XVI identifica con la “creciente dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento”, lo que, -como el mismo Papa precisa-, es inevitable “en una sociedad y en una cultura que con demasiada frecuencia tienen el relativismo como su propio credo”. Y cuando “el relativismo se ha convertido en una especie de dogma, falta la luz de la verdad, más aún, se considera peligroso hablar de verdad, se considera "autoritario", y se acaba por dudar de la bondad de la vida” (Benedicto XVI, Inauguración de los trabajos de la Asamblea Diocesana de Roma, 11.06.2007).
Es en esta realidad en la que se hace urgente la incidencia que la Iglesia pueda dar en la creación de una verdadera cultura, de una verdadera “civilización del amor”; y es aquí que la presencia y acción de la Iglesia en el específico y fundamental campo de la educación, se hace hoy por demás particularmente necesaria y urgente. Presencia y acción en el área de la educación, “la aventura más fascinante y difícil de la vida” –decía el Santo Padre en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 2012-, que reviste una importancia decisiva para la Iglesia y para la sociedad de hoy y de mañana.
¿Cómo hacer frente a esta “emergencia educativa”? ¿Cuál es la tarea de la Iglesia y de cada uno de sus miembros, particularmente de la familia ante este fundamental reto? Porque, ciertamente, ante la emergencia educativa que se manifiesta en los delicados escenarios sociales en que hoy vivimos, no podemos permanecer indiferentes, ni caer en una actitud derrotista. Por el contrario, es preciso que todos asumamos nuestra responsabilidad y que, en un clima de respeto y de diálogo abierto, mantengamos la confianza en que es posible, a través de una nueva acción educativa, responder a los desafíos que nos plantea la realidad de nuestro país.
Como Iglesia debemos, ante todo, ser conscientes de que todos los discípulos de Jesucristo hemos de vivir en un constante proceso educativo sostenido por una continua conversión, en modo de poder ofrecer un testimonio coherente y una colaboración leal en medio de una sociedad que requiere urgentemente un horizonte de esperanza. La misión continental a la que hemos sido convocados en Aparecida no puede entenderse sino así: toda estructura eclesial ha de colocarse en estado de misión permanente, es decir, ha de descubrir que es preciso un camino educativo continuo que proponga una y otra vez el encuentro personal con Jesucristo.
Porque la fe cristiana surge del encuentro con la Persona viva de Jesucristo que suscita al interior del corazón el deseo de ser discípulos y misioneros, para que las personas y los pueblos, en Él encontremos vida. La fe cristiana, por ello, incluye dentro de sí un compromiso educativo que, junto con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, hemos de emprender para hacer de la educación una auténtica prioridad en nuestras vidas.
La Iglesia ha sido, en todo tiempo y lugar, creadora de verdadera civilización y de verdadera cultura; ha sido forjadora de pueblos y de individuos verdaderamente comprometidos, desde su fe y desde los valores cristianos. Al igual que en el pasado, también hoy la Iglesia tiene una misión pública que se expresa a través de palabras y acciones, pero estas tendrán relevancia y verdadera y eficaz incidencia, en la medida en que sean capaces de manifestar la identidad que le es propia, es decir, si ilumina a cada persona con la verdad para que alcance la plenitud de su ser.
En consecuencia, lo que parece ser ante todo necesario, es que nosotros, en cuanto creyentes, adquiriendo una visión más clara de nuestro patrimonio cristiano, tomemos mayor conciencia de nuestra misión, de nuestra antropología, de nuestro proyecto educativo, para, entonces, definir mejor y más claramente nuestras prioridades en el campo educativo.
Afrontar eficazmente la emergencia educativa, no es tarea sólo de algunos. Por el contrario, ilusorio sería pretender afrontarla positivamente sin crear alianzas, sin tejer redes, sin tomar acuerdos y sin unir fuerzas entre familia, escuela, gobernantes, medios de comunicación e Iglesia; fuerzas vivas que efectivamente se coloquen al servicio del crecimiento integral de la persona humana y de sus exigencias objetivas de desarrollo.
Esto es particularmente importante, dado que –y es necesario recordarlo siempre-, la persona humana, es decir, el ser humano concreto aquí y ahora, es –y jamás debe dejarlo de ser-, el fundamento y destino de toda política y de toda acción educativa. Nada puede suplantar esta verdad. De aquí la perenne necesidad de siempre atestiguar, vigilar y de jamás permitir que la persona humana sea usada como mero medio, sino que sea siempre respetada como fin. Ella es el parámetro y la norma para verificar si la educación es verdadera.
Ya lo decía el Beato Juan Pablo II en la UNESCO: “hay que considerar íntegramente, y hasta sus últimas consecuencias, al hombre como valor particular y autónomo, como sujeto portador de la trascendencia de la persona. Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro motivo o razón: ¡únicamente por él mismo! Más aún, hay que amar al hombre porque es hombre, hay que reivindicar el amor por el hombre en razón de la particular dignidad que posee”.
Todas las instituciones, en consecuencia, grandes y pequeñas, públicas y privadas, gobiernos, sindicatos, escuelas, medios de comunicación, centros culturales y comunidades eclesiales deberíamos colocarnos siempre al servicio de la persona y de su educación integral, uniendo positivamente las propias fuerzas y los propios medios. Responsabilidad específica y muy particular en este campo, la tiene la familia.
No es un misterio que en México algunos criterios económicos y políticos, incluso una mal entendida excelencia educativa, han desplazado la centralidad de la persona subordinándola a otros intereses, o la han instrumentalizado para dar cabida al utilitarismo económico, a la conveniencia ideológica o a los intereses de grupo por encima de la dignidad y de los derechos que tienen los niños y los jóvenes.
En este contexto y perspectiva convendría que también nosotros nos preguntáramos seriamente si verdaderamente podemos afirmar sin temor alguno, que las tareas educativas están realmente conduciendo hoy a los jóvenes al encuentro del sentido de la existencia y a la razón de ser de cada persona y de la realidad humana en su conjunto.
Porque la orientación que se imprime a la existencia depende en gran parte de las respuestas que se den a los interrogantes sobre el lugar del hombre en la naturaleza y en la sociedad, es necesario educar en la pregunta por el sentido de la realidad, es decir, aprender a usar la razón como medio para trascender las apariencias y para comprender el significado profundo del mundo y de la vida; aprender a ser críticos buscando la verdad y preguntando no sólo el “cómo” sino el “por qué” de las cosas que suceden; aprender a cuestionarse acerca de las razones que contribuyen a la realización de la persona y de quienes la rodean; aprender a descubrir la auténtica dignidad de todas las personas y su vocación de servicio solidario a la sociedad.
Aprender verdaderamente. Porque, en el mundo educativo, es muy frecuente hablar de “educación en valores”. Pero para que estos valgan realmente, para “aprender verdaderamente”, es indispensable que tales valores sean reconocidos e interiorizados, y que se conviertan en ideales que orienten la vida. La formación en valores es poco efectiva si no se traduce en hábitos operativos, es decir, en virtudes.
Y el primer valor fundamental que ha de perseguir la educación, es la búsqueda y la aceptación de la verdad: quien conoce la verdad puede iluminar con ella la realidad personal, comunitaria e histórica, quien la desconoce, carece de criterios fundamentales para orientar su vida; y quien, conociéndola no vive de acuerdo a ella, acaba por deformar la misma verdad. La verdad llama a configurar a ella toda la vida. Educar en la verdad no significa simplemente afirmarla teóricamente, sino asumirla como propuesta existencial para toda la vida.
Otro aspecto fundamental en la educación, es la formación en la auténtica libertad. La libertad “no es la ausencia de vínculos… El hombre que cree ser absoluto, no depender de nada ni de nadie, que puede hacer todo lo que se le antoja, termina por contradecir la verdad del propio ser, perdiendo su libertad. Por el contrario, el hombre es un ser relacional, que vive en relación con los otros y, sobre todo, con Dios” (Benedicto, XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 2012).
La verdadera libertad es obediencia consciente y voluntaria a la verdad. Sólo con una adecuada educación en la verdad y en la libertad es posible distinguir el bien del mal y hacer una opción para vencer al mal a fuerza de bien. Y este es un reto fundamental en esta nuestra época tan marcada por la violencia y por el menosprecio de la dignidad y de los derechos fundamentales de la persona humana.
Ante este desafiante marco epocal, es sumamente importante que cada familia tenga conciencia de su vocación como comunidad educativa, como espacio esencial e imprescindible, como sujeto activo, lugar privilegiado y pilar de toda educación humana y cristiana; al mismo tiempo es también de primordial importancia ser conscientes de que, así como los padres de familia tienen el derecho a educar a sus hijos, los hijos tienen “el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad” (Centesimus annus, 47).
Los padres de familia deberían tener siempre presente que son ellos, y no la escuela ni el Estado, los primeros responsables de la educación de sus hijos, y que este es un derecho natural irrenunciable que las leyes civiles y la misma Iglesia deben siempre reconocer y promover. Se trata de un derecho natural que señala la importancia que tiene la familia como estructura fundamental de la sociedad, por lo que el primer apoyo que debe brindar la sociedad en su conjunto y las instituciones del Estado en particular, es favorecer la estabilidad de la misma familia. Así lo ha expresado la Declaración Universal de los Derechos Humanos en el número 16: “La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”.
Y es que ni duda cabe que la familia, como célula originaria de la sociedad, es la instancia primordial donde se genera y va madurando una verdadera educación, donde los hijos asimilan los valores humanos y cristianos, donde se vive y practica la solidaridad entre las generaciones, el respeto mutuo, el perdón y la aceptación del otro, el amor a la propia vida y a Dios. De que, ahí, uno de los bienes más preciosos en la familia es la presencia de los padres, que, compartiendo el camino de la vida con los hijos, transmiten sus experiencias y la sabiduría adquirida con los años, lo que por supuesto puede comunicarse solo pasando juntos el tiempo y exhortando con un ejemplo convincente. Los hijos necesitan de sus padres, más que bienes materiales, su presencia positiva, tangible, formativa.
Los padres de familia, por otra parte, siendo ellos los primeros maestros y catequistas de sus hijos, para poder cumplir con su misión de educadores necesitan formarse de acuerdo a las exigencias de su vocación; formación que están en posibilidades de adquirir permanentemente, apoyándose en la escuela y también en la parroquia. De suyo, por vocación y misión, la Iglesia, en cada una de sus estructuras, tiene la grave responsabilidad de ser madre y maestra; de engendrar y acompañar hacia su pleno crecimiento a cada uno de sus hijos. Por ello resulta natural que cada diócesis, parroquia, pequeña comunidad eclesial y hasta la Iglesia doméstica que es la familia, deba ser considerada una casa y una escuela, es decir, un hogar y un espacio de experiencia discipular.
El plantel educativo, a su vez, ha de ser una especie de extensión del hogar, en donde el niño y el adolescente aprendan a relacionarse, crezcan como personas y se capaciten para enfrentar la vida con seriedad, entusiasmo y con auténtica libertad, en concordancia con los valores universales siempre válidos y con los mejores valores de la propia cultura.
Para que esto sea posible es indispensable cultivar la corresponsabilidad de todos los involucrados en el proceso educativo: alumnos, padres de familia y maestros; porque el mejor método educativo es aquel que, conociendo las exigencias fundamentales del ser humano, valora a cada persona adecuadamente, le ayuda a sacar de su interior sus mejores potencialidades permitiéndole descubrir su vocación y, al mismo tiempo, le ayuda a descubrir por sí misma la verdad de los contenidos enseñados y las razones que los justifican. Igualmente, es indispensable que el formando acepte una disciplina, que adquiera hábitos y acepte positivamente una corrección razonable y siempre respetuosa. Sería dañino abandonar al alumno en sus errores bajo el pretexto de su propia libertad.
En este contexto, el educador debería ser coherentemente consciente, de que, más que un transmisor de conocimientos ha de ser un verdadero testigo que viva con verdadera convicción, y hasta con legítimo orgullo y alegría su noble misión. Particularmente los maestros católicos deberían cuidar y ser ayudados a no ser víctimas de la fácil tentación que consiste en reducir la vida de fe a la práctica privada y dejar en manos de la normatividad civil su labor como educadores. También en la escuela, como en todas partes, es preciso dar testimonio de vida coherente como cristianos y anunciar de manera racional, razonable y respetuosa la verdad que ha sido encontrada.
Educar -ha dicho el Papa-, “significa conducir fuera de sí mismos para introducirlos en la realidad, hacia una plenitud que hace crecer a la persona. Ese proceso se nutre del encuentro de dos libertades, la del adulto y la del joven. Requiere la responsabilidad del discípulo, que ha de estar abierto a dejarse guiar al conocimiento de la realidad, y la del educador, que debe de estar dispuesto a darse a sí mismo. Por eso, los testigos auténticos, y no simples dispensadores de reglas o informaciones, son más necesarios que nunca; testigos que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida abarca espacios más amplios. El testigo es el primero en vivir el camino que propone” (Benedicto, XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 2012).
Como miembros también de una concreta sociedad, los creyentes, particularmente los padres de familia no pueden ignorar, entre otros fenómenos, aquel de la innegable penetración de los medios de comunicación social y de la nueva tecnología digital que influyen poderosamente en la formación de opinión, en la mentalidad de niños y jóvenes, y en la conformación de una nueva cultura. Estos ciertamente son instrumentos idóneos para educar, para comunicar la ciencia y para indicar el camino del hombre hacia la verdad, pero también pueden ser -y de suyo a veces lo son- instrumentos que difunden una mentalidad equivocada de relativismo, hedonismo, consumismo y demás limitantes de la verdadera educación.
Particularmente los medios de comunicación basados en el internet y las nuevas tecnologías asociadas a él, poseen un gran potencial comunicacional y educativo. Sin embargo, no se puede perder de vista la enorme fascinación que estos suscitan entre los jóvenes tanto al participar en redes sociales, obtener fácilmente música y videos, como al investigar todo tipo de temas, conversar con personas -muchas veces desconocidas-, escribir bitácoras con sus propias ideas, etcétera. Esta fascinación involucra una oportunidad y un riesgo fácilmente advertible pero difícilmente atendido. También por ello los padres de familia y los profesores necesitan formarse y ser permanentemente formados, para que así sean cada vez más capaces de acompañar válidamente a los niños y a los jóvenes en este nuevo espacio urgido de discernimiento.
Si todo oficio o profesión requiere una preparación seria y una actualización constante, la tarea de educar personas es sin duda de las más delicadas y exigentes. La vocación del educador supone un gran conocimiento del ser humano, una coherencia de vida y un espíritu de entrega que inspire, motive y convenza a los que se pretende formar.
Jesús Maestro es un reflejo vivo y cercano del Padre que educa amorosamente a su pueblo y a cada uno de sus hijos con ternura y paciencia, con la corrección y exigencia oportuna, respetando la libertad y entregándose El mismo por completo a cada persona.
María, por su parte, es la mujer a la que se le confió el cuidado y formación humana del Hijo de Dios, al cual acompañó durante su niñez y adolescencia con humildad y fortaleza, con la palabra y con el silencio descubriendo con asombro su inmensa dignidad y sorprendente sabiduría
Ella ha querido quedarse de una manera especial entre los mexicanos para cuidarlos permanentemente desde el Tepeyac. Ella ha acompañado desde sus inicios al pueblo mexicano, dándole identidad, reconciliándolo como pueblo e infundiéndole confianza para caminar en libertad y amor fraterno. Su profundo mensaje dirigido a través de San Juan Diego, nos muestra un camino educativo para encontrarnos con Jesucristo. Ella, como Madre de los discípulos de Jesucristo sigue formándonos para asemejarnos más a su Hijo y para que podamos vivir todos como hermanos.
Sostenidos por María e iluminados y animados por la palabra y el testimonio de Benedicto XVI, vayamos hacia adelante. Nos impulsa la fe firme, la esperanza viva y dinámica, la Verdad que es Cristo Jesús y el amor, siempre sincero y desinteresado por los hermanos, particularmente por nuestros jóvenes y niños.
Jesús es nuestra fuerza y, entonces, ¡adelante!
Muchas gracias.