2012-08-03 L’Osservatore Romano
En estos últimos tiempos se ha hablado mucho de «partícula de Dios», mezclando, a menudo con un poco de ironía, cosmología y religión. Una definición que parece aludir a una recomposición de la ciencia con Dios, con una fórmula que parece querer resolver la cuestión sin problemas.
A estas fáciles pero superficiales soluciones se contrapone una propuesta seria: la de afrontar la cuestión a través de «personas-puente», es decir científicos católicos que testimonian, en su investigación y en su fe, la posibilidad de la convivencia entres estos dos ámbitos, tan a menudo descritos como opuestos o incluso como enemigos.
Se presenta precisamente como persona-puente el polaco Michael Heller -físico y matemático, pero también teólogo- en un pequeño y valioso libro que se acaba de publicar en Italia (La scienza e Dio, La Scuola). El científico se somete a las preguntas inteligentes y pertinentes que le dirige Giulio Brotti porque quiere hacer una denuncia urgente: «Hoy se da una grave separación entre el ámbito de las instituciones eclesiales y el de la investigación científica». Una separación que, a su parecer, es urgente colmar, comenzando a tomar en consideración el método que la ciencia moderna ha elaborado, y que constituye no sólo su mayor éxito, sino también su aportación mas relevante a la cultura contemporánea.
¿Por qué es importante, según Heller, que se restablezca la conexión vital entre la cultura eclesial y la científica. Lo que está en juego es la integridad de la experiencia humana. Partiendo de una certeza: que los científicos son personas naturalmente religiosas, aunque no se adhieran a una Iglesia, porque se confrontan siempre con la racionalidad inmanente a los fenómenos naturales, realidad que sitúa ante el misterio.
Heller examina luego la larga historia de las relaciones entre ciencia y teología, observando que en el pasado la reflexión teológica y la predicación cristiana han tenido una relación de ósmosis con la ciencia contemporánea, de tal manera que se podía concluir que la ciencia moderna está profundamente arraigada en la teología y en la filosofía medievales. El científico vuelve también sobre la controvertida cuestión de Galileo, citada a menudo como como inicio de la incomprensión entre ciencia y fe. La Iglesia contaba con una larga tradición de interpretación alegórica de la Escritura; y, por consiguiente, la hipótesis de Galileo en sí misma no habría tenido tanto poder subversivo si no hubiera caído en una fase de fuerte tensión después de la Reforma protestante, cuando todas las novedades se miraban con sospecha.
El científico se declara particularmente cercano a las cuestiones que afrontó Leibniz, que, según él, captan la raíz de la nueva relación entre ciencia y teología, y ayudan a comprender los problemas planteados por las nuevas hipótesis sobre la realidad del cosmos, y por la certeza de estar en vísperas de un nuevo gran cambio en la comprensión del mundo. En efecto, piensa que esta comprensión puede ser revolucionada por los próximos descubrimientos, incluso a corto plazo; tal vez a través de una nueva «teoría del todo» que unifique las dos grandes teorías de la física contemporánea: la mecánica cuántica y la teoría general de la relatividad.
Heller dedica palabras de fuego a la necesidad de que los futuros sacerdotes estén bien preparados en el campo científico, cosa que hoy no sucede, sea porque ha predominado un enfoque humanístico de la filosofía, sea porque después del Vaticano II se difundió la idea de que los sacerdotes deben realizar exclusivamente un trabajo pastoral en sentido estricto. Mientras que también los sacerdotes científicos realizan un trabajo pastoral, porque están en condiciones de dialogar con los estudiosos usando su lenguaje y, por tanto, entablar un verdadero diálogo, reafirma Heller.
Su idea es que se debería proponer un encuentro con Dios no donde la investigación científica encuentra problemas -utilizando así a Dios sólo para tapar agujeros- sino más bien donde la ciencia avanza rápidamente, ofreciéndonos una válida comprensión del universo. La empresa científica, en efecto, tiene la finalidad esencial de «descifrar lo que los cristianos conciben como el Logos inmanente en la creación», dado que, «aceptando el hecho de que la realidad es depositaria de un “sentido” -como sugiere la ciencia- es difícil evitar la confrontación con una perspectiva de tipo teológico». La elección «a favor del Logos» del cual «partieron la filosofía y la ciencia occidentales sería entonces el reflejo de un plan racional que sostiene todo el universo».
Lucetta Scaraffia