Jesucristo concretiza esta invitación participando en el banquete de bodas; la mesa del Señor está abierta a todos aquellos que quieran sentarse pero según su vida de fe, porque es importante que cada uno de los invitados observe atentamente el modo como se acerca a este banquete. En esta fiesta hay huéspedes buenos y malos. Los que rechazan participar son negligentes, pero no todos aquellos que se sientan son buenos comensales, como lo vemos en el que participa sin el vestido propio (San Agustín, Discursos 90, 1). Sin embargo la gracia de Dios siempre está disponible a todos los hombres y mujeres.
Dios Padre en el cielo prepara un banquete nupcial para su Hijo uniendo a él la Iglesia por medio de la Encarnación. La fiesta está lista, pero algunos de los participantes no son dignos. Esta fiesta nos da una idea de nuestra Iglesia de hoy, en la cual los malos conviven mezclados con los buenos, y su separación se realizará en el juicio final (San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios 38, 1, 3-4). El hábito nupcial representa la caridad que viene de un corazón puro. Este hábito de bodas no es simplemente el bautismo, sino el amor que proviene de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fidelidad de vida, de una conducta nueva de obediencia a la voluntad de Dios revelada por Jesús (San Agustín, Discursos 90, 4). Esta caridad es la cualidad que manifiesta Dios cuando viene a la fiesta de bodas para unir así mismo a la Iglesia.
Esta fidelidad de vida no es cosa fácil pero San Pablo nos reanima a que confiemos en Jesucristo, pues todo lo puede en Aquel que le da fuerza.
En el tiempo presente, antes de que suceda el juicio final los buenos y los malos viven unos junto a otros en la misma Iglesia; pero el Señor sigue invitando siempre a todos, sin distinción a participar de su banquete (San Gregorio Magno Homilías sobre los Evangelios 38, 9).
+ Felipe Padilla Cardona.