2012-08-21 L’Osservatore Romano
Sobre las polémicas suscitadas en Francia a propósito de la oración por la Asunción, ofrecemos un artículo publicado en «Le Monde» del 19 de agosto. El autor ha sido crítico literario del acreditado diario parisino, colabora con «La Croix» y «La Revue des deux mondes», y ha escrito entre otras cosas «un Petit éloge du catholicisme» publicado en 2009 por Gallimard.
«La Iglesia está acostumbrada a ser el felpudo sobre el que se limpian los pies», se ha desahogado el cardenal Barbarin. En efecto, cualquier ocasión es buena. Está en entredicho una oración redactada por monseñor André Vingt-Trois, arzobispo de París, presidente de la Conferencia episcopal francesa, por la fiesta de la Asunción. En seguida se puede advertir la desproporción flagrante entre la delicadeza del texto y las acusaciones violentas que ha suscitado.
Esta plegaria no ataca, ni pone en tela de juicio a nadie, y seguramente no a los homosexuales. Recuerdo la cuarta invocación, de la que nace la polémica, pero que, subrayamos, viene después de otras tres, una de las cuales es para aquellos que han sido «recientemente elegidos para legislar y gobernar». He aquí la frase escandalosa, que hace clamar a las almas virtuosas seguras de su buen juicio: «Por los niños y los jóvenes, a los que todos ayudamos a descubrir su propio camino para continuar hacia la felicidad; que cesen de ser objeto de los deseos y de los conflictos de los adultos para gozar plenamente del amor de un padre y de una madre». No quiero hacer un análisis del texto, ¿pero no es evidente que lo que se defiende no va acompañado de ninguna condena hacia las personas y hacia los grupos que no comparten la misma visión de la humanidad y de sus leyes?
Y si estos grupos y estas personas no renuncian a expresar sus opiniones, ¿por qué la Iglesia no debería expresar su pensamiento sobre un tema que ocupa el primer puesto entre sus preocupaciones? Con paz sea dicho de aquellos que confunden laicidad y anticlericalismo militante. Sí, por un lado una opinión, muy actual, pero fechada, cuya eventual pertinencia viene medida a golpes de sondeos, los cuales son la suma de opiniones convergentes. Por otro, un pensamiento inmediato, fiel a veinte siglos (y muchos más, porque hace falta remontarse al Génesis, el primer libro del Antiguo Testamento) de antropología religiosa.
Y he aquí que el malentendido, unido a una buena dosis de deshonestidad, se vuelve patente. Claro, está permitido elevar al rango de ley inviolable la evolución de las costumbres, que además, queriendo, se puede definir progreso — aquella «teoría de engaño y de desengaño», como decía Charles Péguy. Pero no puede ignorarse que la Iglesia afirma con dulzura y mansedumbre, con santa obstinación, la permanencia de una visión antropológica en la que se enraiza la afirmación de los derechos imprescriptibles de todo hombre y de toda mujer. Una visión no formada a partir de un capricho, de una ocurrencia o de intereses de categoría. Ha nacido de la misma Revelación divina, como nos la entregan las Sagradas Escrituras y toda la tradición.
Al recordar una parte de esta verdad de la que es depositaria, ¿la Iglesia sale de su papel? Si el Gobierno y el Parlamento dan su opinión sobre el matrimonio y deciden cambiar su naturaleza, ¿no es legítimo que la Iglesia, que ha aprendido de Cristo la dignidad del matrimonio y del vínculo entre la mujer y el hombre (dignidad elevada a rango de sacramento), haga también ella oír su voz? Una voz que no busca tapar a las otras, pero que ella misma no acepta no ser oída a fuerza de sarcasmos y de procesos infundados.
¿De qué se acusa al cardenal Vingt-Trois? ¿De pronunciar aquella palabra que tiene la tarea de hacer oír, que tiene el deber, no de conservar en el secreto de las sacristías, sino de hacer públicamente inteligible? Esa palabra, que no es la de un partido o de un grupo de opinión, no la inventa, no la calcula según intereses circunstanciales. No la modifica. Sólo puede buscar las palabras, las frases más adecuadas, las que menos hieran. Que, lo repito, es lo que ha hecho con gran delicadeza. Pero sobre los contenidos la posición de la Iglesia no puede cambiar. Su fuerza y también su debilidad están en esta intangibilidad. Después de lo cual corresponde a cada uno decidir según su conciencia.
Porque, a pesar de lo que de ello se diga, el papel de la Iglesia no es el de evolucionar con su tiempo. Si lo hubiera hecho en los siglos pasados, desde hace tiempo ya no sería escuchada. Su papel tampoco es el de taparse los ojos y asustarse por la evolución de las costumbres, sino de mantener una vigilancia, un estado de atención en función de la verdad que ha recibido.
Con el fin de defender y de explicar esta verdad, en todo lugar y momento, a tiempo y a destiempo, incluso bajo insultos. Entonces, ¿dónde está el escándalo? ¿Dónde están los prejuicios? Quizás no en donde los clamores de la malevolencia pretenden descubrirlos.
Patrick Kéchichian