2012-08-26 L’Osservatore Romano
El verano de 1978 no fue un verano cualquiera para la Iglesia católica. El 6 de agosto, después de quince años de pontificado, falleció Pablo VI. El 26 de agosto, después de un rapidísimo cónclave —dos días y cuatro votaciones— fue elegido Papa el patriarca de Venecia, que tomó el nombre de Juan Pablo I: Albino Luciani, «el Papa de la sonrisa», «el Papa humilde», «el Papa catequista», «el Papa párroco del mundo», «la sonrisa de Dios». El 17 de octubre de 1978 habría cumplido 66 años, pero aquel cumpleaños no lo celebró. Su pontificado duró sólo 33 días. Al alba del 28 de septiembre, el nuevo Pontífice fue encontrado exánime en su dormitorio.
Queremos recordarlo con ocasión de su elección a la sede pontificia. Al día siguiente de su elección, en la Capilla Sixtina, delante del altar bajo “el Juicio” de Miguel Ángel, «el humilde y último siervo de los siervos de Dios» lanzó el primer y único mensaje en mundovisión: el discurso urbi et orbi. Teniendo aún «el alma agobiada por el pensamiento del tremendo ministerio» de sacerdote, maestro y pastor, pero a la vez seguro de la «presencia confortante y dominante del Hijo de Dios» en la Iglesia, «teniendo su mano en la de Cristo» y «apoyándose en él», «autor de la salvación y principio de unidad y de paz», amablemente se dirigió a todos los hombres, viendo en ellos «únicamente» a amigos y hermanos «sedientos de vida y de amor».
Su discurso se articuló en seis puntos programáticos, presentados con una palabra cargada de fuerza e inusual en el lenguaje de un Papa: «Queremos».
Salta a la vista una programación de ideas originales: fe y cultura encuentran una feliz síntesis.
Es un inicio con la tinta solemne y al mismo tiempo afectuosa, que parece nacer de las delicadas intermitencias de su corazón. Poco después, en la galería central de San Pedro, frente a la espectacular plaza ideada por Bernini, con voz conmovida y maravillada y una sonrisa de niño, comentó como ningún otro Papa su propia elección. Dejando de lado el «nosotros» mayestático, anuló las distancias y arreglándose un mechón sobre la frente enterró el uso de la tiara sobre la cabeza. Su estilo de ser Papa, humilde, sencillo, creativo y directo, enseguida entusiasmó a la multitud en la plaza oval e hizo estallar las voces de afecto incluso en los edificios vaticanos.
En toda su opera omnia se encuentra un carácter tenso y a veces dramático, porque concentra sus esfuerzos en encontrar los puntos de enganche con la cultura de su tiempo y en dejarse guiar e iluminar por las fuentes auténticas de la vida del espíritu: la Sagrada Escritura y el dogma, los ricos filones de la tradición espiritual de la Iglesia, algunos modelos y puntos de referencia, como Gregorio Magno, Carlos Borromeo (de quien tomó el lema episcopal: Humilitas), Francisco de Sales, Alfonso María de Ligorio, pero también Antonio Rosmini con su concepto de «caritas intelectual», Jacques Maritain y Pablo VI y, sobre todo, por el Vaticano II. Deja en todo una huella propia, gracias a un estilo rápido y vivaz y a un fácil don de comunicación que se funda sobre todo en el coloquio sencillo, sobrio y modesto, descarnado y esencial, aprendido en familia y enriquecido con episodios e imágenes, con maneras sencillas y con el franco reconocimiento de los límites humanos que marcan también a su persona.
En el recuerdo de su elección, las dos páginas a él dedicadas proponen también su “carta a Jesús” insertada en el epistolario publicado cuando era patriarca de Venecia, el recuerdo —del libro de Marco Roncalli Giovanni Paolo I Albino Luciani (Ediciones San Paolo)— de cómo el cardenal Luciani vio los días que precedieron al cónclave, y extractos del editorial escrito por el entonces director de «L'Osservatore Romano», Valerio Volpini, para la edición especial del 26 de agosto de 1978.
Vincenzo Bertolone, arzobispo metropolitano de Catanzaro-Squillace