I. Contemplamos la Palabra
Lectura de la carta a los Hebreos 5,7-9:
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.
Sal 30 R/. Sálvame, Señor, por tu misericordia
A ti, Señor, me acojo:
no quede yo nunca defraudado;
tú, que eres justo, ponme a salvo,
inclina tu oído hacia mí. R/.
Ven aprisa a librarme,
sé la roca de mi refugio,
un baluarte donde me salve,
tú que eres mi roca y mi baluarte;
por tu nombre dirígeme y guíame. R/.
Sácame de la red que me han tendido,
porque tú eres mi amparo.
A tus manos encomiendo mi espíritu:
tú, el Dios leal, me librarás. R/.
Pero yo confío en ti, Señor,
te digo: «Tú eres mi Dios.»
En tu mano están mis azares:
líbrame de los enemigos que me persiguen. R/.
Qué bondad tan grande, Señor,
reservas para tus fieles,
y concedes a los que a ti se acogen
a la vista de todos. R/.
Lectura del santo evangelio según san Juan 19,25-27:
En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena.
Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.»
Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.»
Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.
II. Compartimos la Palabra
En la primera lectura de San Pablo encontramos el famoso himno del Amor o de la Caridad. Cada uno de las afirmaciones de San Pablo son su propia experiencia de lo que significa “amar”. El Amor es más que una actitud, más que un sentimiento, más que un estilo de vida. El Amor se encuentra más allá de nuestros miedos y de nuestra debilidades. El amor no se hace, se vive. Por eso, el Amor nunca pasa. Siempre podemos vivir en el Amor.
San Pablo conoce al Amor y sabe que el Amor esta hecho de…, es “paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad”.
En el pasaje evangélico de este miércoles encontramos una parábola de Jesús para hablar de la realidad del ser humano. Generalmente, Jesús utiliza parábolas para hablar del Reino de los cielos, para hablar de Dios, es decir, de sí mismo. Pero en este miércoles encontramos que Jesús utiliza una parábola para aproximarse al misterio del ser humano: ¿A quién se parecen los hombres de esta generación? ¿A quién los compararemos? Jesús esta resaltando un par de rasgos, que a veces tenemos los seres humanos: 1. La acusación con gritos de unos contra otros: Se parecen a unos niños, sentados en la plaza, que gritan a otros 2. Y a veces, somos contradictorios: Tocamos la flauta y no bailáis, cantamos lamentaciones y no lloráis. Además, Jesús explica, con un ejemplo sobre sí mismo, la parábola. A Juan el Bautista, sus contemporáneos lo reconocieron como endemoniado, ni comía ni bebía. A Jesús lo reconocieron como bebedor, comilón y amigo de pecadores. ¿Cómo es, por tanto, el ser humano? El ser humano esta hecho por Amor, es sujeto y receptor de Amor, como dice San Pablo en la primera lectura. Pero el ser humano también es contradictorio porque no es capaz de ver la verdad del Amor. Si el ser humano, está hecho de Amor, si está lleno de Amor… ¿por qué no se mueve al ritmo del Amor? Porque también somos contradictorios.
San Pablo en la primera lectura nos decía que el Amor goza con la Verdad. Verdad y Amor son dos palabra sinónimas. Aquello que es Amor es Verdad. Aquello que es Verdad se ama. Y la verdad es que, muchas veces, nos acusamos a gritos entre los seres humanos y por ello, somos contradictorios. Y somos contradictorios porque el Amor no se revela con gritos, con acusaciones; el Amor no se revela con contradicciones. El Amor se revela en el pecado, el Amor se revela en el error, en la equivocación.
El Amor no se supone; se manifiesta, se revela.
Fray José Rafael Reyes González
Convento de San Clemente - Roma