Escrito por Mons. Alberto Suárez Inda
Continuamos la lectura del Capítulo III de la Lumen gentium deteniéndonos en el número 28, que trata de los Presbíteros. Algunos tenían la impresión de que la figura del Presbítero quedaba un tanto encerrada y oculta, dada la relevancia que se estaba dando a los Obispos y, por otro lado, a los Laicos.
El número 28 responde a esta inquietud y, sin duda, el posterior decreto sobre “el Orden de los Presbíteros” trataría con mucha mayor amplitud y precisión lo que se refiere a la vida y ministerio de los Sacerdotes. Aquí, en forma condensada se enuncian cuatro relaciones fundamentales que han de definir la identidad del Presbítero, a saber: su relación con Cristo, con el Obispo, con los demás Presbíteros y con los fieles Laicos.
La gracia sacerdotal la recibe el Presbítero del mismo Cristo, a través de la mediación del Obispo, quien por la imposición de las manos lo consagra como verdadero Sacerdote. La fuente de la gracia está en el Señor Jesús, y no en la persona del Obispo. El que es ordenado comparte los mismos poderes sacramentales con aquel que lo ordenó; la Misa de cualquier Sacerdote vale exactamente lo mismo que la Misa del Obispo, y aun la del Papa. Todo Sacerdote tiene también la facultad de absolver o perdonar pecados; un Obispo, de hecho, se acerca a confesarse con un hermano Sacerdote.
Lo único que es exclusivo del Obispo en la dimensión sacramental es la posibilidad de transmitir a otros el Sacerdocio por medio del Sacramento del Orden. Por otro lado, el Concilio afirma claramente que los Presbíteros ejercen su ministerio bajo la autoridad del Obispo, quien les encomienda el cuidado de tal o cual comunidad, o les delega determinadas responsabilidades. La superioridad del Obispo no ha de entenderse, sin embargo, como la del patrón de una empresa o la de un gobernante político. Más bien es una relación de padre y, más aún, de hermano y amigo, sabiendo que comparte con sus Sacerdotes la gracia y la misión de Cristo.
La relación de los Sacerdotes entre sí es profunda y necesaria, pues forman parte de una misma familia presbiteral con el Obispo a la cabeza. Tanto los Sacerdotes llamados diocesanos como los religiosos, que enriquecen a la Iglesia con sus carismas, integran el Presbiterio y han de ser solidarios y cercanos en el trato personal y en el trabajo de conjunto.
Respecto a los fieles Laicos, se resalta también el carácter paternal del Sacerdote que engendra espiritualmente, educa y gobierna a los fieles, pero nunca de manera despótica, sino con espíritu de servicio humilde y con una autoridad moral a través del ejemplo que atraiga y convenza a todos, incluyendo a los alejados.
Concluye este número insistiendo en la urgencia de la unidad que debe resplandecer en la vida y el trabajo de los Sacerdotes entre sí, con el propio Obispo y con el Papa, ante un mundo fragmentado que anhela la integración y la paz para hacer de la humanidad la gran familia de Dios.
Arzobispo de Morelia