"La misión del sacerdote en la Iglesia es irreemplazable"

Escrito por Mons. Christophe Pierre

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico de México, Primer Congreso Mexicano de Pastoral Vocacional.

Muy queridas hermanas y hermanos,

“Yo, que estoy preso por el Señor, los exhorto a comportarse de una manera digna de la vocación que han recibido” (Ef. 4,1)

La vida, queridos hermanos, don maravilloso que Dios nos da, tiene un riquísimo sentido vocacional. Recibimos la existencia para conseguir la Vida; para gastarla al servicio de aquello que Dios quiere de cada uno; para entregarla generosamente en la realización de su voluntad. Ser cristiano es vivir acogiendo existencialmente la llamada de Dios. La dimensión vocacional de la vida cristiana, por ello, no es algo reservado a unos cuantos, ni tampoco algo que toca ciertos momentos de la existencia; por el contrario, todo verdadero discípulo debería preguntar a Dios cada día: "¿Qué quieres de mí, Señor?".

"¿Qué quieres que yo sea?", antes de preguntar: "¿Qué quieres que yo haga, Señor?". Porque la vocación, antes del qué hacer, afecta a aquello que estoy necesariamente llamado a ser; esto es: santo. Es esta la primera y original vocación de todo ser humano. Ser santos. Y el camino es uno: ¡Cristo! conocido, seguido, amado e imitado, con fidelidad y generosidad. Es y será sólo desde ahí que, del interior de la vocación bautismal surgen y surgirán las vocaciones más específicas al matrimonio cristiano, a la vida consagrada, al presbiterado.

Una de las principales dificultades que la pastoral vocacional encuentra hoy está, sin embargo, en el déficit que hay en la Iglesia de una auténtica iniciación cristiana y de una vida coherente con la buena nueva de Jesús. Obstáculo a la pastoral vocacional que no podrá ser superado mientras cada bautizado no logre encontrarse personal, verdadera e íntimamente con Jesús. Sólo así es posible experimentar la llamada a la santidad, a acogerla y a entregar la existencia a la Iglesia y a los hermanos, a tomar conciencia de la propia vocación evangelizadora y misionera. "Cuando a los jóvenes se les presenta la persona de Jesucristo en toda su plenitud, -afirmaba el Beato Juan Pablo II-, se enciende en ellos una esperanza que los impulsa a dejarlo todo para seguirlo, atendiendo a su llamada para dar testimonio ante sus contemporáneos" (Iglesia en Europa, n. 39).

Ser santos. Esa es nuestra vocación original y fundamental. Pero, y precisamente desde ahí, en la Iglesia son absolutamente necesarias también las vocaciones específicas, particularmente las vocaciones sacerdotales. Lo recordaba el Papa Benedicto XVI diciendo que "la misión del sacerdote en la Iglesia es irreemplazable" (Mensaje para la 43 Jornada mundial de oración por las vocaciones, 5 de marzo de 2006). Si en la comunidad cristiana llegara a faltar la presencia del presbítero, ésta se encontraría privada de la presencia y de la función sacramental de Cristo, Cabeza y Pastor, que es esencial para la vida misma de la comunidad.

Es claro que tanto el sacerdocio común de los fieles como el sacerdocio ministerial son necesarios por voluntad de Jesucristo. "El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, -como nos recuerda el Concilio Vaticano II-, aunque su diferencia es esencial y no sólo de grado, se ordenan el uno al otro, ya que ambos participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo" (LG 10). Pero también por ello es necesario hablar con valentía, particularmente en nuestra retadora época, de la vida sacerdotal como de un gran valor y como forma espléndida y privilegiada de vida cristiana.

Cuando al Papa Benedicto XVI se le preguntó sobre la falta de vocaciones, decía que "el nuestro es un mundo cansado de su propia cultura, un mundo que ha llegado a un momento en el cual ya no se siente la necesidad de Dios, y mucho menos de Cristo, un mundo, por consiguiente, en el que parece que el hombre podría construirse él solo (…). Naturalmente, también la vida cristiana es vista como una opción subjetiva y, por lo mismo, arbitraria (...). Por ello, como es obvio, la fe resulta difícil; y, si es difícil creer, mucho más difícil es dar la vida al Señor para ponerse a su servicio” (Conversación informal con el clero de la diócesis de Aosta, de 25 de julio de 2005).

Somos ciertamente conscientes de que hoy es muy difícil presentar la propuesta vocacional. Sin embargo, al igual que en el pasado, la Palabra del Señor nos exhorta y anima a mantener la atención constante y paciente al misterio de su llamada, y a promover -como escribía el Papa Juan Pablo II en su Mensaje para la XXX Jornada Mundial por las Vocaciones de 1993-, “una cultura vocacional que sepa reconocer y acoger esa aspiración profunda del hombre, que lo lleve a descubrir que sólo Cristo puede decirle toda la verdad sobre su vida”. “Esta cultura de la vocación (…, que), en su raíz, es cultura del deseo de Dios”.

Los jóvenes son sensibles a la cuestión del sentido de la vida y tienen el deseo de la verdad y, hoy como ayer, están abiertos a la llamada de Jesús. Pero precisamente por ello es necesario que, en particular la “pastoral juvenil sea explícitamente vocacional, y se dirija a despertar en los jóvenes la conciencia de la «llamada» divina, para que experimenten y gusten la belleza de la entrega, en un proyecto estable de vida” (Ib.).

Recalcar el papel fundamental que en la pastoral vocacional tiene la pastoral juvenil, sin embargo, no debe hacer olvidar que la pastoral vocacional es y deberá ser parte esencial e integral de toda la pastoral ordinaria de toda iglesia particular, puesto que, por su misma naturaleza, la pastoral vocacional está orientada al discernimiento de la llamada de Dios, de la vocación en cada creyente. La dimensión vocacional es connatural a la pastoral de la Iglesia y, por ello, su contenido debe hacerse muy presente en todas las dimensiones de la vida cristiana: en la familiar y cultural, en la litúrgica y sacramental, en la catequesis y en los grupos de animación y de formación de adolescentes y jóvenes. Una pastoral que no logre tocar los corazones de los creyentes para disponerlos a preguntarse: "¿qué quiere de mí el Señor?", no será una auténtica pastoral.

En la vida de los cristianos hay, por otra parte, momentos particularmente significativos y decisivos para escuchar y discernir la propia vocación y para acoger la misión que el Señor confía. Estos son, principalmente, los años de la adolescencia y la juventud. Años en los que es posible y hasta indispensable, hacer, -sin esperar a que sean ellos quienes se la hagan-, una llamada explícita sobre una posible vocación sacerdotal. Este ha sido y es, también, un método elegido por el Señor de quien parte siempre la iniciativa. Recordamos, por ejemplo, el modo utilizado por Dios para llamar a David, o a Samuel, así como a tantos otros elegidos como Abraham y como Amós, aquel pastor, recolector de higos, ¿era acaso en principio muy apto para convertirse en profeta? Y Mateo, ¿qué posibilidades había para hacer de él un auténtico apóstol de Jesús, cuando estaba ocupado ejerciendo su actividad sentado en su despacho de recaudador de impuestos? ¿Y qué decir de Saulo de Tarso que perseguía a los cristianos? Dios puede, en cualquier momento, tocar el corazón humano, de tal manera que su palabra sea escuchada y su llamada sea, también con nuestra colaboración, acogida y seguida.

Posiblemente, este aspecto ha sido generalmente rehuido, también porque no se ha tomado suficientemente en cuenta que en la dialéctica entre maduración humana y crecimiento cristiano la propuesta explícita de Cristo hoy se ha relegado a segundo plano, de tal manera, que la posible llamada vocacional pasa desapercibida o queda simplemente sepultada por las múltiples propuestas contrarias del mundo de hoy. Ante tales desafíos, parece sea necesario acrecentar el empeño, por una parte, en proponer pastoralmente, particularmente a los jóvenes, que tengan el ánimo y la valentía de encontrarse íntima y profundamente con Cristo, de ponerlo al centro de sus vidas e intereses; por otra, de hacerles la propuesta serena, discreta y clara de la llamada vocacional. Estas son indudablemente dos líneas que la pastoral juvenil y diocesana está llamada a favorecer hoy.

Cierto, la vocación sacerdotal es un don gratuito que, sin embargo, reclama la colaboración y respuesta del llamado. Es una mirada amorosa del Señor que se posa en la persona que Él quiere destinar al servicio en la Iglesia. Es un don, un bien indispensable para toda la Iglesia, para su vida y su misión que, en consecuencia, la comunidad eclesial debe saber acoger, conservar, valorar y amar. "Toda la comunidad cristiana –lo recordaba ya el Concilio-, tiene el deber de fomentar las vocaciones, y debe procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana" (Optatam totius, n. 2). "La pastoral vocacional –escribió por su parte Benedicto XVI-, ha de implicar a toda la comunidad cristiana en todos sus ámbitos" (Sacramentum caritatis, n. 25). Comunidades parroquiales fervorosas, espirituales, evangelizadas y evangelizadoras. Viviendo en una comunidad eclesial corresponsable, unida y activa, -afirma el Papa Benedicto XVI, "se aprende más fácilmente a discernir la llamada del Señor" (Mensaje para la 44ª Jornada mundial de oración por las vocaciones, 10 febrero 2007).

Queridos hermanos. Ante la magnitud de la tarea, también hoy es el Señor quien nos exhorta a recobrar los ánimos y a orar; a orar incansablemente por las vocaciones. La vocación es un don de Dios que hay que pedir, uniendo a nuestra suplica nuestra decidida colaboración, ante todo aquella que se participa con el testimonio de la propia vida, particularmente el de los sacerdotes. Porque no hay nada tan apropiado para suscitar vocaciones, como el testimonio apasionado de la propia vocación; y nada es más lógico y coherente en una vocación, que engendrar otras vocaciones. El testimonio de servicio amoroso al Señor y a la Iglesia de parte de los sacerdotes, -un testimonio marcado por la cruz acogida en la esperanza y en el gozo pascual-, son el factor primero y más convincente de fecundidad vocacional (Cfr. Optatam totius, n. 2).

No hay que olvidar, en fin, el papel fundamental y la responsabilidad que a la familia, “primer seminario” (Cfr. Ib, n. 2), corresponde en la promoción vocacional. En esta perspectiva, tengamos presente que, trabajando pastoralmente por el bien de las familias, se contribuirá muy positivamente también al bien de las vocaciones.

Queridos hermanos: haciéndome de alguna manera portavoz de la comunidad eclesial, permítanme, también en nombre propio, agradecer a todos y cada uno el servicio y el trabajo que con dedicación y generosidad han realizado y realizan en la pastoral de las vocaciones en general, y de las vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada en particular.

¡Naveguen mar adentro y echen las redes!, ayudando a los hombres y mujeres de nuestra época a encontrarse con Cristo, a conocerlo, a vivir una relación constante, profunda, íntima con Él, a amarlo y seguirlo. Lean de manera serena los retos que nuestras muchachas y muchachos les están presentando y esfuércense por ofrecerles una experiencia de Iglesia como verdadera comunidad acogedora y fraterna que los escucha y acompaña.

Que Santa María de Guadalupe, Madre de la Iglesia y Madre de los discípulos de su Hijo, interceda por todos y por cada uno, para que siguiendo a Cristo por la senda de la santidad, jamás falten fieles servidores, especialmente sacerdotes, que en comunión con sus obispos, con sus hermanos presbíteros, religiosos y laicos, anuncien con fidelidad el Evangelio, celebren y ofrezcan los sacramentos al Pueblo de Dios, y estén siempre prontos para evangelizar a toda la humanidad.

Así sea.

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