Santa Thais

Date: 
Viernes, Octubre 8, 2021
Clase: 
Santa

Aparece la rosa de Alejandría, que después de marchitarse al contacto abrasador de los fuegos del desierto, vuelve a renacer más bella bajo la caricia de los aires del a gracia. Es Tais, la bella pecadora, que despertaba gérmenes de tentación hasta en los carcomidos anacoretas de la Tebaida. Su nombre ilustra las hagiografías antiguas y los poemas modernos.

Relato de Fray justo Pérez Urbel

Las leyendas contaron su gesta prodigiosa y los poetas celebraron su deslumbrante hermosura. Allá en el siglo x, siglo de hierro y de oscuridad, una monja alemana, Roswita, hacía de ella la protagonista de una de sus producciones dramáticas, y frente a ella colocaba laf igura austera del santo anacoreta, galán afortunado, que lograba dominar aquel veleidoso corazón.

Serapión estaba triste al ver las almas que caían en las redes de la cortesana alejandrina;pero he aquí que deja su túnica de piel de oveja y su cilicio metálico, se lava por primera vez desde hace muchos años, derrama sobre su cabeza el bálsamo hecho de resinas y flores maceradas, cubre su cuerpo con una brillante túnica de escarlata, se echa al cuello una cadena de oro, y apoyandose en su bastón de puño de marfil, emprende la marcha en dirección a la ciudad.

Tais vive en la inmensa plaza donde se juntan las dos calles principales, de sesenta metros de anchura. Su casa es elegante y señorial: pórtico de columnas y capiteles,amplio peristilo, en cuyo centro se esconden, entre palmeras, deliciosos rincones adornados y perfumados por los rosales, los terebintos y los miosotis;l argos senderos de mullidas alfombras polícromas, lo más exquisito de las fábricas de Egipto y Capadocia. Serapión los pisa confiado, como si no hubiera pasado lo mejor de su vida lejos del contacto con los hombres. Una fuerza interior le guía. No ha dudado, ni ha temblado siquiera, cuando poco antes depisar los umbrales, unos muchachos le han ponderado la seducción irresistible de la cortesana.
Hele, al fin delante de la mujer terrible. La mira sin vacilar, clavando en los ojos de ella sus ojos profundos, acostumbrados a las lejanías de los cielos y de los desiertos. Por vez primera, Tais se acobarda delante de un hombre.
—¿Quién es este desconocido enigmático? dice, volviendo la mirada, con un gesto de turbación y desprecio a la vez.
—Soy un hombre que te ama—dice el falso galán.
—¡Bah!—musita ella—; eso mismo me dicen todos.
—Pero sólo yo te lo digo sin engaño. ¡Oh Tais, Tais! ¡Qué viaje tan largo he tenido que hacer sólo por tener la dicha de hablar contigo; de verte, de gozar este momento único!
Estas palabras habían despertado una gran curiosidad en la bella alejandrina. Este hombre, pensaba, no es un hombre vulgar; tal vez un príncipe lejano; tal vez un poeta famoso, peregrino de aventuras... Ella, que despreciaba a los hombres, no importándole más que su dinero y su adulación, preguntaba ahora casi vencida:
—Pero ¿quién eres tú? ¿Cuál es el secreto de tu vida?
—Bien dices—respondió el solitario—; tengo cosas muy íntimas que decirte.
Y como en este momento se oyese allí cerca el rumor que levantaba el ir y venir de los esclavos, añadió:
—¿No podríamos ir a otro lugar más retirado?
—Ven—dijo Tais levantándose y cogiendo a su huésped del brazo—; aquí tengo una salita muy mona y recogida, que sólo dos conocemos: Dios y yo.
—¡Dios! ¿Pero tú crees que Dios la conoce también?
—Así debe ser,pues dicen que no se le oculta nada.
—No entiendo;pero si Dios lo ve todo, debe importarle muy poco lo que hacen los hombres, bueno o malo.
—Precisamente los filósofos y los obispos enseñan todo lo contrario.
Por estas palabras comprendió el solitario toda la inconsciencia de aquella mujer y el verdadero estado de su alma. La suya se llenó de angustia y compasión, y no pudo retener un grito que salía de lo más profundo de su alma.
—¡Oh Cristo!—exclamó—. ¡Cuán grande es la benignidad de tu paciencia con nosotros! Ves pecar a los que te conocen, y sin embargo, aguardas, aguardas para no perdernos.
Había cambiado de color, su voz temblaba y sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—¡Desgraciada!—continuó—.Tu locura me da miedo. Lloro tu perdición. Sabes todas esas cosas, y no cesas de arrastrar las almas a la muerte.
—Pero ¿tú quién eres? ¿A qué has venido aquí? ¿Por qué me atormentas?
Así preguntaba la pobre mujer, sin acabar de comprender todavía. Temblaba, vacilaba. Serapiónl a veía próxima a rendirse; y continuó su obra, más esperanzado, hablando del miedo del infierno, de las dulzuras del amor de Dios, de la vanidad de los bienes terrenos. Su voz pasaba de las blandas inflexiones del amor a los terribles apóstrofes de la indignación. Sus ojos relampagueaban al describir las sendas dolorosas del pecado. La pecadora no pudo resistir. Deshecha en lágrimas, temblando como una hoja, cayó a sus pies exclamando:
—Tú eres un enviado de Dios; habla, dime lo que tengo que hacer...
—Huir—dijo el solitario—, hacer penitencia, esconderte de tus amadores.
—Huiré, haré cuanto dices; pero déjame una hora para disponer de estas riquezas.
—No te preocupes por ellas; ya habrá quien las recoja.
—No es que quiera recogerlas o dárselas a los amigos; ni los pobres mismos deben participar de ellas, porque son el precio del pecado.
Poco después, la gran ciudad, acostumbrada a todas las novedades, veía el más extraño espectáculo. En la gran plaza se alzaba una pira inmensa. Sedas de la India, púrpuras y espejos de la Fenicia, ánforas de Cádiz y Sagunto, tapices de Siria, alhajas, pulseras, anillos, muebles de maderas preciosas, collares de perlas y brillantes, alfileres y ajorcas de oro, clámides y muselinas estatuas y pinturas, todo ardía, pintando el azul del cielo de rojizos resplandores. Los curiosos se aglomeraban alrededor de las llamas, diciendo burlones:
—La famosa cortesana se ha vuelto loca.
Entretanto, Tais entraba en una trirreme y se alejaba de Alejandría siguiendo el curso del Nilo. Allá, en el fondo de la Tebaida, conocía Serapión un convento de mujeresa donde no llegaban los ruidos mundanos. En él dejó a la bella alejandrina meditando sólo ideas de penitencia. Abrió en el muro de la basílica un agujerol e volvió a tapiar, y allí dejó a su discípula, sin más que un pequeño ventanillo para comunicarse con el mundo que ella tanto había amado. La pobre mujer, acostumbrada a la libertad y a los regalos, temblaba al entrar en, aquella cárcel oscura, pero tan firme había sido su resolución, que ni el recuerdo de los placeres perdidos ni la perspectiva de la espantosa soledad, pudieron hacer vacilar un momento su espíritu. Allí quedó abandonada a su tristeza y a la misericordia de Dios. Su alma estaba en llagas por efecto de la contrición. Sus ojos eran dos fuentes de lágrimas. El sueño huía de ellos, ahuyentado por las alas negras del cuervo de la inquietud. Ya no le importaba lo que había dejado y quemado: sólo su felicidad eterna la preocupaba. Lloraba y rezaba, sin atreverse a levantar aquellos ojos que lanzaran flechas de fuego por las calles de la ciudad. Su oración era siempre la misma. Dolorida, humilde, temblorosa, clamaba si cesar: "¡Oh Tú que me criaste, ten compasión de mi!"
La misma incertidumbre atormentaba a Serapión en su choza lejana. Muchas veces pensaba en su cautiva ¿Qué será de ella? ¿Habrá lavado ya las manchas de sus pecados? Pero he aquí que llega un discípulo suyo y dice:
—Padre, he tenido una visión. Había en el Cielo un lecho adornado de paños blanquísimos. Cerca de él, y como guardándole, estaban cuatro vírgenes hermosísimas. Encima, una claridad apacible, de la cual yo no podía apartar los ojos, "Nadie más digno de esta gloria, decía yo en mi interior, que Serapión, mi padre y maestro."
--No, hijo mío—dijo el anacoreta—, tu padre no es digno de tanta ventura. Estoy oyendo una voz que me dice: Esa gloria la destina Dios a Tais, la meretriz...
Habían pasado tres años, tres años de lágrimas y penitencias, cuando, una tarde, la reclusa oyó que la decían desde fuera:
—Tais, hija mía; ábreme el ventanillo, que quiero hablarte.
—¿Quién es?¿Quién se acuerda de mí?
—Soy Serapión, tu padre; vengo a que me hables de la historia de tu vida y del fervor de tu arrepentimiento.
—Sólo sé decir que no he hecho nada digno de Dios. Recogía como en un ramillete mis innumerables pecados, y los ponía delante de mis ojos, pensando en los suplicios del infierno.
—Y Dios te ha perdonado, hija mia.

Dijo el monje con tal seguridad estas palabras, que la santa emparedada tuvo súbitamente la certidumbre del perdón divino. Su frente se ilumino, una oleada de agradecimiento inundó su mirada, y su corazón se ensanchaba con una felicidad que no había sentido en los días de sus mayores triunfos. Tan grande fue la alegría que aquel cuerpo gastado por la penitencia y por el tormento interiord e la lucha del espíritu consigo mismo ya no pudo resistir más. Los labios de la santa purificados ya por el fuego de las jaculatorias, pudieron aún repetir una vez más su oración favorita "¡Oh Tú que me creaste, ten compasión de mi!"'
No lejos del Nilo, en los alrededores de Antinoé, la ciudad del emperador Adriano, se encontró a principios de este siglo la tumba de Serapión el anacoreta. Su momia aparecía cubierta del tosco sayal oscuro y acompañada de las pesadas cadenas con que quiso martirizarse en la vida. Del cuello le colgaba un feo collar de hierro sosteniendo una cruz. Bajo una bóveda cercana reposaba la momia de una mujer. La durmiente había querido presentarse a Cristo con los mejores atavíos de los días de fiesta, guiada por aquel mismo pensamiento que hacía decir a San Macario: "Guardo mi vestido nuevo para comparecer delante del Señor."Viste una túnica inferior de lino, guarnecida en los bordes de una banda de terciopelo azul con dibujos de flores de un color pálido oscuro. Sobre la túnica,un manto de lana amarillo, adornado de franjas de seda con medallones, arabescos y hojas estilizadas de tonos mortecinos. Los pies se esconden en pequeñas sandalias de cuero, con realces de filigranas doradas, entre las cuales campea la cruz, y los cabellos en una amplia gasa de color carmín, que cuelga holgadamente por la espalda. Cubriendo el rostro de la yacente había un canastillo de mimbre, que nos recuerda la costumbre primitiva de colocar la sagrada Eucaristía en los sepulcros, según aquellas palabras de San Jerónimo:"Nadie es más dichoso que aquel que guarda el cuerpo del Señor en un cestillo de mimbres." Sus manos sostenían una rosa de Jericó, la anastásica, la flor que resucita como Jesús, símbolo de la inmortalidad. Unas tablitas de madera y de marfil, taladradas con muchos agujeros, descansaban sobre el pecho. Era un instrumento para llevar la cuenta exacta, de las oraciones: un rosario. Cerca de ellas, una cruz ansada, que en el viejo Egipto era una figura de la vida y del eterno renacimiento; y bajo cada uno de los brazos, tocando la frente con las extremidades, dos palmas, símbolo clásico de gloria y de renovación. A un lado del nicho se leía esta inscripción en letras rojas:

"Aquí descansa Tais, la bienaventurada."
Biografía, según Leonardo Castellani

La verdadera historia de Santa Taís de Alejandría Es sabido que Taís fue una mala mujer de Alejandría que llegó a dominar a medio mundo, incluso al gobernador romano, y que, convertida luego a Dios, hizo una muerte santa. Las viejitas, al lado del fuego, tejieron poco a poco en torno una historia maravillosa (o mejor tres historias diferentes), que en la Edad Media Per' Abbat –o quien fuese–, en castellano naciente, puso en verso rudamente métrico. Lo malo fue que varios herejes tomaron la historia y la recontaron en forma lasciva o burlona, interesados no en la penitente sino en la cortesana, que ellos adoran y temen con el nombre de Vampiresa, y ganosos de mofarse de Simón el Bobo, que fue el instrumento de Dios para la conversión de esta alma. El último déstos fue un renegado llamado Francia o Anatolia, de linaje judío, aunque bautizado y apóstata, devoto de María Magdalena antes de su conversión, que compuso una historia fatigosa a la cual otro artífice no cristiano puso música blanda, tampoco no gran cosa, y ahora la Meditación de Taís la tocan hasta en los conventos de hermanas, no conscientes del error de que Taís jamás meditó, pues su oración nunca pasó del Mazur eintelajem arhobo que Simón le impusiera y que bastó para salvar a su endemoniada alma, que es justamente el punto sustancial y ejemplar de toda esta historia. A Taís, cuando niña, la mandaron a vender fruta al mercado de Alejandría su madre y su padrastro, con la intención solapada de que al fin vendiese el fruto vivo y divino de su cuerpo y les trajese dinero, mucho dinero, para poder pagar al publicano el arriendo del campo en que nacieron; y lo horrible del caso es que el padrastro se oponía y la madre se empeñó en que siguiese el camino de todas sus hermanas, que era lo mejor y el único remedio. Los hombres ricos de Bizancio habían ido comprando por intermediarios todos los campos fértiles del Nilo; y la fuerte raza de tostados labriegos que allí estaba afincada de siglos, había sido batida por la usura y después degenerada por la miseria , en una forma que llamarlos brutos animales o fieras no sería exacto, porque las fieras tienen instinto y éstos tenían algo más bestial todavía: una poderosa armazón de viejas virtudes muertas, vaciadas por dentro y habitadas por impulsos ciegos. Era algo terrible de ver, triquitraques en figura humana movidos por espíritus de muerte. Toda esa raza acabó al poco tiempo, se sublevó y fue pasada a cuchillo por el ejército.

Como la flor de loto inesperada, inexplicable en el pantano, último retoño de una raíz recia, Taís era más hermosa que el ibis, que la serpiente y la cierva blanca; su voluntad era tan dura como el hierro y su corazón estaba lleno de sed y de un furor oscuro.

Muy pronto, el instinto le reveló su arma y se empezó a sentir poderosa, olvidada de la inmensa flaqueza que es el fondo de todo humano. Desde el viejo que le brilla la testa hasta el mozalbete que camina floreándose, todo varón que la viese moverse o inclinada sobre su cesta de cocos, quedaba tan herido y atado como el pájaro que los ojos del pitón fascinan. Su cuerpo, que para sí se volviera más frío que mármol, como si en su vientre estuviese extirpada toda fuente de vida, sabía imitar adrede todos los multiformes gestos del placer y danzar todas las sutiles seducciones que invisiblemente enlazan los ojos; y su risa y sus altos grititos, eran como el crótalo de la danzarina o el llamado de las sirenas.

Alejandría era una gran ciudad desparramada, opulenta y divertida. Tuvo, pues, Taís todo lo que quiso: coches, caballos, esclavos, perfumes, casas y joyas; todo el oro que quiso, del cual ni una pieza sola llegó a casa de su madre. Pero todo eso resbalaba por sus manos imperiosas; no era nada de eso, ni placeres ni oro, la sed que la devoraba, sino un inmenso gusto y voluntad de quebrantar a los hombres, de sujetárselos, y mucho más, al que más fuerte se creía o era.

Estaban en el desierto de Tebaida los Monjes Ayunadores; y había uno joven, Simón, que le llamaban el Loco, que supo la historia de Taís y la vio a ella undía. Por muy solitarios y abstraídos que fuesen, llegó hasta ellos el rumor de los hechos de Taís la Cortesana, puesto que llegó también a Bizancio, a Roma y a Anglia. El Gran Padre Antonio impartió una orden a los cinco mil solitarios de su obediencia: que nadie tomara en labios, ni en maldición ni en chanza, el nombre de la mala hembra, porque en ella moraba el espíritu de fornicación; y a todas las vírgenes de los cenobios, que orasen al Esposo para que aniquilase tamaña peste.

Simón el Loco estaba fuera de la disciplina, a causa de los muy fieros ataques de morbo sacro que sufría cada vez que amenazaba tormenta; y excepto los votos de castidad, oración y ayuno, ninguna otra obligación pesaba sobre él, porque caía en convulsiones terribles cuando era molestado, en forma que caía en el fuego o en el agua, y vomitaba espuma, talmente como un poseído; siendo, fuera deso, hombre tan manso, callado y dócil y de tanta oración. Era extremadamente fuerte, que inspiraba temor; tejía muy bien; y era el encargado entonces de llevar a venta los cestos y esteras y traer en cambio de la ciudad el pan, la sal y el mimbre. Allí fue donde vio pasar un día en una biga de oro, vestida de pieles de tigre, púrpura y lino, dos eunucos libios a sus pies y dos negros caballos furiosos a los cuales fustigaba con grandes gritos de placer, a Taís la Cortesana, surcando como un trirreme la mar rumorosa de la plebe alborotada.

Inmediatamente sintió un espíritu sobre él, y desde aquel punto no la pudo apartar del pensamiento; y su alma no sabía si era el Espíritu Malo o el Bueno. Consultó con el Padre Viejo, el cual le mandó hacer más oración y más penitencia; pero la obsesión no se iba, y a cada Padre Viejo que consultaba, le aumentaban la oración y la penitencia, hasta que vino a enfermar, y le mandaron que esperase la venida del santo Pacomio, que era sacerdote, para que le echase los exorcismos. Lo único que sentía, era que no podía borrar de su memoria la imagen de la fiera mujer, en su carro dorado, con los dos caballos, tal cual; y sentía una lástima irrefrenable, como quien viese una flor de loto o una muy preciosa gema ensuciada de estiércol; y todas las noches que pasaba en oración, veía en sueños una maniobra, se veía a sí mismo haciendo una extraña maniobra, siempre la misma, con una voz de niño que le mandaba hacerla, como si fuese un mandato de Dios; y tenía todas las apariencias de un lazo del Enemigo. Fuera de eso, su alma estaba, en paz, podía trabajar y obedecer, los ataques de epilepsia parecían haber cesado. Por las llagas del Señor, rogaba a su Padre lo remediase en su peligro y enfermedad.

Después de orar y ayunar tres días y tres noches todos los monjes, el santo Pacomio fue elevado en Dios y soñó lo mismo que Simón soñaba. Mandó que lo dejasen de nuevo en su tráfico habitual, sin cambiar nada; y todo lo que aconteciese, lo juzgaran de acuerdo a San Pablo, que dice: “Probad todo espíritu y quedaos con el que es de Dios”, porque el espíritu de Dios es de amor y no de terror, de paz y no de febrilidad, de sencillez y no de humana prudencia; y quienquiera que siempre descubra, sin celar nada, todo lo que le pasa y sus más íntimos sentidos a su Superior o buen Padre Espiritual, no permitirá jamás el Señor que el Maligno lo engañe. Con lo cual, se despidió hasta el año próximo, y Simón volvió a su vida habitual.

Desto pasó un año. Volvió de nuevo Pacomio para Pascua y habló de nuevo con Simón. Había al lado de la fuente donde Simón tomaba la cántara para los monjes, escondido en un buraco, un vestido de caballero y un entero dinar de oro, y Simón lo sabía: un gran buraco tapado con una piedra, donde una vez Simón vio, o le pareció ver, una pantera bebiendo. Fue este caballero romano, justamente quien habló a Simón y a los monjes de Taís de Alejandría; y hallándose en su vocación vacilante, escondió sus posesiones, en vez de darlas a los pobres, para en caso de arrepentirse, y quizá mismo, por haber puesto la mano al arado y mirado atrás, permitió Dios que fuese devorado por una fiera, pensaba Simón al vestirse aquel día con las ajadas galas y tomar en sus manos tremantes aquella talega de oro. Pecunia tua tecum sit in perditione. Y vestido arrogantemente, y con el dinar apretado bajo el embozo, se fue a la ciudad al atardecer, con gran temor en su corazón, aunque todas las señales que Pacomio le
diera del espíritu de Dios se habían cumplido. “El Señor me dará lo qué decir;pero el decirlo me da tanta vergüenza y terror como una leona” –murmuraba concitado. Tan arrebatado andaba siguiendo su sueño, que, al llegar al atrio de Taís, atropelló a uno de esos niños pajareros que salía, y le hizo escapar los pajarillos; y no reconocía su propio rostro, inflamado como un arcángel, al verlo reflejado en el ébano de la puerta. Llamó, y salió una esclava vieja, que dijo que su señora no estaba.

–¿Es bastante para tí un talento de oro? ¿Un dinar entero? –dijo Simón; y la bruja le abrió precipitadamente, porque nadie había pagado todavía un talento de oro por una noche de Taís ni de nadie.

Entró en una gran sala multicolor, llena de vanidades que llaman “arte”, y reconoció en seguida la sala, el diván y el pebetero de oro que había visto en sueños; y vio venir, exactamente como había previsto, a la mujer, con su gracia lánguida y su fingido rubor y sonrisa.

–¿Soy yo bastante bueno para tí?

–Tú sabes que yo debo tomar a quien me pague.
–¿Sólo mi oro te interesa?

–Sólo tu oro

–¿No tienes vergüenza de hablar así?

–Los hombres me han quitado toda vergüenza.

–¿A cuántos has hundido ya en el abismo?

–A uno solo deseo hundir; y cuando él conozca el abismo, no querrá salir.

–Perra abominable –dijo Simón–, ¿no tienes otra alcoba más retirada?

–Nadie nos ve aquí.–¿Estás segura que nadie?

–Si hablas de Dios, Este nos ve en todas partes lo mismo que aquí.

–¿Crees tú, entonces, que hay Dios y vida futura?

–Creo en la ira de Dios sobre mí y todo lo mío.

–Llévame a tú alcoba que está sobre la terraza.

–¿Cómo lo sabes?

–Al llegar te vi.

–También yo te vi, y al verte, te elegí –dijo ella.

Siguió Simón a la joven a la alcoba, que tenía dos ventanas; una de ellas daba a un abismo; y apenas hubo trancado la puerta, demudóse su rostro como cuando la enfermedad estaba sobre él, se inyectaron sus ojos y sus movimientos se hicieron convulsos.

–Bien dijiste –gritó a la mujer que perversamente descubría las sedas de su garganta– que la ira de Dios estaba sobre ti. ¿Has oído hablar de Simón el Loco? Soy yo el monje que todos temen. El Gran Padre Antonio ha hecho rogar a Dios que extirpase del mundo esta peste; y yo he sido elegido instrumento de Diospara extirpar este cáncer del infierno. Cuando venías hacia mí lánguidamente, en vez de deseo mi corazón estaba lleno de furia; y en vez de ver tus miembros redondos, yo veía debajo de tu figura como un animal feroz y pérfido que se movía con embuste, el demonio que habita en ti; y ésta es la última seña que me dio el Santo Pacomio, que el espíritu de fornicación que de mozo me afligía, ya no tiene la menor presa en mí. Y agarrando en una sola de su garras los dos brazos que buscaban su cuello, despidió a la mujer, rodando, al suelo; y dirigiéndose a la ventana, abrió y oteó el abismo, temblando como un perlático en un ataque de inconmensurable furia. Taís dio un grito de terror: "Si alguien me quiere, que me salve". El loco derribaba mesas y rompía vasos y figulinas. La mujer estaba aterrada. "Toma tu dinar –le dijo–, nunca pensé en dinero; desde aquí te vi llegar, y de golpe mi corazón se prendó de ti, como hasta hoy jamás se prendó de varón ninguno". Simón tomó las monedas y las arrojó al abismo, irguiéndose sobre la mujer que sollozaba, le dijo que pensase en la muerte, y le empezó a hablar de Dios y de la vida futura como quizá ningún hombre ha hablado. La cuestión es que la cortesana jamás había oído a un hombre hablarle así; jamás insultos tan dolorosos y amenazas tan temibles con tan inflamados requiebros, requiebros a su alma y no a su cuerpo, no a sus senos o sus piernas, como los otros, sino a su corazón, a su inteligencia, a su voluntad, a sus ojos y a su riquísima y descompuesta alma, las ternezas de un hombre grande a una criatura chiquita que no entiende; esa tempestad arrolladora que rompía su cielo de plomo, la más terrible de todas las indignaciones, por ser la más parecida a la ira de Dios, el furor paterno, porque castigar y herir puede el amor todavía peor que el odio; como una terrible tormenta de truenos y fulmen que rasga de golpe un abra en el cielo por donde puede verse a Dios inaccesible, que uno ve claramente que tiene que existir Dios y que uno ni lo conoce ni puede llegar a El. El caso fue que Taís, arrodillada y sollozante, empezó a ver en su mente lo mismo que veían los ojos del gigante alucinado: una región de muerte más desolada que los exhaustos cenicientos agros de su niñez, una casa más odiosa que la suya, una agitación más estéril y más sedienta que su horrible vida de ahora y todo esto para siempre, irremediablemente. El mundo invisible de la religión, por primera vez en su vida la mujer vio.

–Tus momentos están contados –dijo el ermitaño–. Sé cierto, de parte de Dios, que no puedes vivir mucho.
–¿Y puede Dios salvarme a mí?

–Hace más de un año que Dios está día y noche pensando en ti.

–Si eso fuese verdad, no hay ninguna cosa que yo no sea capaz de hacer por Él y por ti.
–Entonces, levántate y sígueme –dijo Simón el Loco–, detestable y pobre animal; y conocerás la voluntad de Dios.

Era ya la cerrazón del alba, Simón había hablado y delirado casi una noche entera. En el oasis de Ankkara estaba el cenobio de la Gran Virgen Emma (que significa madre), donde más de cien vírgenes vivían en oración, silencio y penitencia. Era apenas amanecido, y una lujosa biga se detuvo en la puerta cerrojada, donde llamaron un caballero y una mujer velada. Hubieron de esperar una hora que terminaran las vírgenes su oración; y sólo al ver un sello del AbadPacomio, consintió en venir la Gran Madre.
–¿Qué te dijo el Abad Pacomio hace un año, oh Gran Madre? –le preguntó Simón–. ¿Recuerdas las palabras que quien te las repitiese, debías prestarle obediencia en todo?

–Sí –dijo la alta y majestuosa vieja–, ¿cuáles son esas palabras?
–Tú que me creaste, ten piedad de mí –que en siríaco suena brevemente: Mazur eintelajem arhobo.

Inclinó la cabeza la monja y esperó la otra señal. Simón se volvió al occidente y le mostró la columna de humo de un rojizo incendio allá en la ciudad dormida.
–¿Ves aquello que arde? Es la casa de Taís la pecadora.Y entonces mandó Simón a la Gran Madre Emma que aquella enlutada, cuyo hablar eran puros sollozos, fuese puesta y enmurada en un tabuco del ancho de un cuerpo extendido, que la puerta fuese tapiada a cal y piedra, y sólo una rejilla abierta a la altura de los ojos, para mirar la misa los domingos y recibir cada día un cántaro y el pan y la sal.

Espantóse la virgen del rigor de aquella orden, pero Pacomio habíale ordenado ciegamente obedecer. Mas cuando tomó en sus brazosa la penitente, conforme a la regla de las vírgenes, ésta se humilló en el suelo y preguntó a Simón:

–Hermano, ¿cómo tengo de orar?

–Tu boca es demasiado inmunda –contestó éste– para tomar en ella el nombre de Dios. He aquí por qué, cada día te postrarás diez veces en tierra hacia el oriente y dirás las palabras que el Espíritu te puso en los labios cuando te aterrabas de morir.

Y Taís dijo: Mazur, que significa un grito infantil de inmensa llamada hacia lgo inmensamente desconocido y grande, que Casiano tradujo: “Pantoprotoplástor, eeléi emou”, o sea, “Quiplasmasti me, miserere mei” – “Tú quienquiera que me hiciste, apiádate desta triste”–; pero ninguna lengua del mundo puede dar como el siríaco la fuerza transverberante y concreta del verbo que dice la suprema adoración y el verbo que dice la suprema congoja. "Mazur eintelajem, arhobo".
Cuando Simón regresó al cenobio, hervía el desierto como una colmena al sol; de todas partes acudían los solitarios con sus esteras y sus calabacines para un Gran Capítulo, porque la noticia de su escapada había llegado a los monjes no se sabe cómo, ya que estos santos varones son todo lo anacoretas que quieras, pero hay que ver cómo se enteran de todo, y más que nada, de los defectos ajenos, los cuales, cierto, hay que saberlos a veces y saberlos bien, al menos aquellos que deben gobernar. Sin darle la paz ni dejarle mudar traje, fue llevado al centro del tribunal ecuménico, donde se arrodilló sin decir palabra. Allí presidía el Padre Viejo Camilo, el primero de los anacoretas después del Gran Antonio, que en cincuenta años de eremo no había tocado el peine sus cabellos, ni tijeras sus uñas, ni el agua su cuerpo, amarillo y duro como cuerno; que ayunaba a sola agua tres días seguidos por semana y sólo comía de noche pan y raíces, por voto, durante toda su vida. Allí estaban los padres viejos, encorvados y aridecidos como troncos, y los jóvenes atletas de Cristo, pálidos y demacrados en su lucha contra los espíritus de la gula y la fornicación. La ciudad de Alejandría ardía en furor contra los cenobitas, y entre ellos corrían pensamientos de temor y confusión.

Alzóse agitado Camilo antes de acabar el Veni Creator, y dijo a Simón el Loco:
–¿Has ido a la ciudad y has entrado en la casa de una mala mujer?
–Sí.
–¿Has pasado toda una noche allí?
–Sí.
–¿Te han visto al amanecer salir con ella y perderte en el desierto?
–Sí, Padre Mayor.

–¿No tienes vergüenza de decir “Sí, Padre Mayor”? ¿Sabes lo que has hecho?

–Responder la verdad a todas tus preguntas, oh Padre, como me mandó el santo Pacomio; porque el que es verdadero y claro de conciencia, no puede perecer. Pregúntame, Padre, lo que hice y a todo contestaré delante de Dios que me ha de juzgar.
Enfadóse mucho al oír esto Camilo, y dijo:

–¿Oísteis esto? ¿No bastaba que los labriegos hambrientos y solevados contra los ricos que nos dan limosna, quieran venir a darnos muerte; no bastaba que el procónsul romano, que ha sido o es mal amigo de aqueIla diablesa, ¡y que puede arrojarnos a todos de nuestros cenobios!, esté ofendido y furioso; tenía que venir este impudente fornicario a perder la honra de todos los monjes, ahora que la Gran Condesa Emerencia iba a edificar un cenobio para 500 vírgenes, que haría esplender por todo el mundo la mayor gloria de Nuestro Rey Cristo, para que este iluso engañado de Satán fuese a hacer a la ciudad, donde es conocido de todos, lo que se resiste el oído a oír y la mente a imaginar?
¿Qué os parece?
Y volviéndose a Simón, que temblaba todo y sanguinaban sus ojos como cuando empezaba su morbo sacro, le dijo:

–¿Qué harás tú si el Consejo te arroja de tu celda al mundo?

–No me iré sino a la fuerza.

–¿Qué harás si te impongo un año entero de ayuno?

–Lo haré.

–¿Qué harás si te impongo cuarenta días de ayuno total sin tomar tu boca más que agua?

–Lo haré, oh Padre Santísimo, con la gracia de Dios.

Entonces mandóle el Gran Padre Camilo, con anuencia de la mayoría del Consejo, que, dejando al punto la celda, parase en una gruta cerca de la fuente de la Pantera, y al llegar la Cuaresma, no tocase durante toda ella hasta Pascua ni hierba ni pan; y a los monjes mandó que vigilasen la gruta, y en viéndole que le viesen hablar con cualquiera o salir para la ciudad, tapiasen la gruta con piedras y fulminasen contra él la excomunión. Alzóse entonces un monje joven, que todavía no tenía voto, y dijo que era demasiado rigor de castigo, en forma tal que podía morir el hermano por fuerte que pareciera. Pero el Consejo respondió que Cristo había ayunado cuarenta días y también Moisés y Elías, y que el bien de la Comunidad y el buen nombre de todos prevalecia encima del bien de uno solo, y aun encima de su vida: sobre todo siendo éste culpable y fornicario. Alzóse un rumor potente entre los muchos que no se mostraban conformes, cuando he aquí que el acusado, que estaba de pie turbado y tembloroso, bajó la cabeza corno herido de súbita idea, y postrándose y besando el suelo, dio gracias al Gran Padre Camilo de la penitencia impuesta y pidió a todos le ayudasen con sus oraciones a .ttype06head cumplir la justísíma pena y muy inferior a los pecados que él en su alma sentía y confesaba.
Pasó un año, desde este caso, que fuera en Cuaresma, y nadie vio a Simón salir en todo él, a no ser para el agua, aunque muchos lo vieron ahinojado en prolongada oración; y después llegaron los oficios de Semana Santa y se congregaron los anacoretas para recibir de nuevo al santo padre Pacomio, y entonces muchos monjes se quejaron con él del castigo impuesto a Simón, en tanto que otros defendían acaloradamente al Gran Abba Camilo, mientras el santo Pacomio no hacía sino oír a todos en silencio, con dos hilos de lágrimas por las blancas barbas. Mandó a todos ayunar y hacer oración en vigilia durante toda la semana de Pasión, pidiendo a Dios omnipotente el revelo de su voluntad; y aconteció que el Viernes O clavis, un monje que tenía el don de profetizar en sueños, vino al santo Pacomio y le relató una visión de Dios. Estaba aquella noche orando, y durmióse, y fue arrebatado al séptimo cielo, y vio allí un tálamo precioso aparejado, guarnecido de flores por un sendero de estrellas, que defendían al norte, al sur, al este y al oeste cuatro guerreros. Arrebatóse de júbilo el monje al ver tanta riqueza, y pensó en su corazón que era aquél el sitio del cielo destinado al Gran Antonio, Padre de todos los monjes, y preguntó:

–¿Es éste el trono celeste de mi Padre Antonio?

–No es –respondióle uno de los querubes.

–¿Es, por ventura, para nuestro Padre Camilo?

–No –respondió el Ángel.

–¿Para quién, pues, dispuso el Señor esta corona?

–Para la mujer del tabuco –contéstole el Ángel– Taís, la pecadora de Alejandría, que está en el monasterio de la Virgen Emma

Despertóse asombrado el monje, que ninguna noticia tenía de aquéllo, y volvió a su oración y volvió a dormir, y tres veces se repitió el extraño sueño. Irguióse con exultación el santo viejo Pacomio al oírlo, y tomando el báculo, se encaminó por el rayo del sol vesperal a la gruta donde Simón, en su terrible ayuno, desfallecía; y al verlo, le dijo:

–Alégrate, hermano, que sé de cierto que el Señor ha acogido tu sacrificio y ha bendecido tu oración. He aquí lo que quiere el Señor: irás al monasterio de mi hermana Emma y pondrás en libertad a Taís mi hermana, porque de cierto sé que todos sus pecados han desaparecido. Y el modo será éste: todas las vírgenes en procesión, con cirios en las manos, llegarán al tabuco; y destapiada la puerta, la Superiora, mi hermana Emma con sus manos lavará la cabeza y los pies de la penitente y la vestirá con la túnica de las vírgenes cuando profesan; llevaránla en procesión al templo, donde el sacerdote le dará absolución y el Santísimo Sacramento si es que está bautizada; después de lo cual, podrá ella salir y partir adonde quiera. Esto se ha de hacer por orden de santa obediencia , y mi sello está aquí.

Levantóse al oírlo Simón, y su esquelética figura se destacó sobre el crepúsculo como un ángel; y sintiendo recobradas de golpe todas sus fuerzas juveniles, en una noche sola hizo el camino hasta el oasis de Ankkara. La mujer del tabuco estaba orando; y esperando que acabase para darle su pan y sus hierbas, estaba la santa vieja Emma encorvada ya un poco, porque tocaba casi los cien años pero firme en la obediencia de Pacomio, que había defendido firmemente durante un año contra la curiosidad o inconstancia de algunas de sus hijas. Mas la mujer del tabuco jamás se había quejado, y sólo sabían de ella aquel gran grito con que, cada día diez veces, volviéndose al oriente, invocaba a Dios sin nombrarlo. Por la estrecha rejilla, Simón no vio della sino una gran mancha amarilla que con los brazos tendidos permanecía inmóvil; mas apenas la nombró por su nombre, se recordó ella, y aproximándose al tragaluz, escuchó el mensaje de Pacomio de cómo quedaba libre. Pero entonces Taís se negó y empezó a rogar con roncas voces inarticuladas que la dejasen allí. Alegó Simón en vano.

Preguntó Emma si el salir del tabuco era mandato o solamente permisión. Acordó el mensajero que era únicamente permisión. Pidió Taís que el sacerdote le diese el cuerpo de Cristo, solamente si después de oírla en confesión la juzgaba digna.

Compadecióla Emma y dijo:

–¿No quieres hija que, al menos, te lave y te sirva y te enseñe el Pater y el Ave y las demás oraciones, puesto que pareces una fiera que no sabe hablar, y no humana criatura de Dios?

Contestó Taís que le bastaba a una pobre como ella aquella oración “Tú, quienquiera que me hiciste, ten piedad de mí”; y desde que Dios empezara a hablarle, ella no sabía hablar. Enfadóse Simón el Loco. Pero la Virgen Emma le dijo que ella conocía las mujeres, y que era inútil alegar cuando una mujer decía que no de cierto modo –y una mujer como aquélla–, y que lo dejarían por entonces hasta consultar de nuevo a su hermano Pacomio. Y así Simón volvía a su gruta meditabundo, y toda su gran debilidad de antes había caído sobre él de nuevo. Mas Taís al día siguiente, recibió el Cuerpo de Cristo, y el día de Pascua, murió.

Cuando llegó al fin del ayuno, Simón parecía la hoja que cuelga solita en otoño. Era domingo y tenía que ir al monasterio a oír misa, y lo pusieron a ayudarla. Entonces le ocurrió un suceso extraño. Cuando el preste estaba orando, antes de la Comunión, Simón vio que una mariposa desas blancuzcas, que llaman polilla los abejeros, venía volando a lo loco y caía en el cáliz consagrado sin que el sacerdote reparara. Simón se levantó muy agitado, pero en esas vio que el bicho salió volando del Saguis y se posó en el velario, rojo como un alhelí a causa del vino consagrado, brillante y escarlata corno un pecho de churrinche. Manoteó despacito para pillarlo, porque sin duda había que quemarlo, pero el insecto entre sus dedos se volvió dorado como el oro, y convertido en una granabeja reina, desas de raza romana, se le fue volando. Simón sintió que la tiraban de atrás y se estremeció de horror sacro; y era uno de los monjes, gesticulando muy agitado; la misa había acabado, el sacerdote se iba, él estaba tieso de pie con un brazo al aire, los chicos se paraban en grupos mirándolo con curiosidad y los grandes salían de la ermita meneando la cabeza. Sus pies no tocaban el suelo, o bien, lo tocaban solamente con los dos pulgares. Entonces conoció que habla soñado.

El abba lo bendijo y lo absolvió, le levantó el castigo y le dijo que aquel día, que era Pascua, había de recomenzar a comer: un cuarto de pan con agua, y un medio los dos días siguientes, y un pan entero el miércoles Laetare, y de ahí un pan por día, menos los viernes y durante toda la Pascua, también hierbas amargas, frutas y la planta llamada verdolaga. Simón tomó un cestillo con cinco panes, pero estaban duros como piedra, y bamboleando como un bote en el mar,se volvió a la gruta.

En el camino, vio otra cosa extraña. Vio en el borde un pollito muerto, hirviendo en gusanos; pero no estaba muerto, porque se movía y hasta caminaba,a no ser que fuese por los mismos gusanos. Lleno de lástima, estiró la mano atraparlo, y el monstruo despedía un olor insoportable, que tiraba de espaldas. Pero apenas Simón lo tocó, se volvió un pajarito amarillo, un jilguero que se alzó aleteando sobre su cabeza, cernióse un momento, y luego se paró en una cerca, cantando un trino desenvuelto y triunfal.

Cuando llegó a la caverna, le pareció que había andado un año entero, y tenía que salir todavía para la fuente, por agua. El cielo estaba negruzco; la gruta estaba oscura, y rodaba sobre su cabeza, ¿o era adentro?, incesantemente, una especie de estompado rumor de trueno. Cuando volvía con la escudilla llena, lalluvia empezó a golpear en silencio, y él sintió de golpe un gran frescor, sintiéndose como trasladado a un punto preciso de su infancia: a aquel día de lluvia, cuando era niño, que murió su padre. “¡Alberto! ¡Mirá un pajarito que no vuela, agarrálo!”. Oyó clarísimo una voz de niño allá fuera. Sobre su cama de paja había una gran mancha amarilla, un gran animal del mismo color que la abeja y el pajarillo, que al entrar él se movió un poco soberbiamente y le mostró las enormes fauces. Simón se heló de terror. Era una enorme pantera real, y Simón vio que estaba herida. Sobre el vientre, blanco como seda, resaltaban cuajarones de sangre oscura, acribillados de moscas verdes. El animal abría la boca y rodaba por los belfos la lengua reseca. Simón se arrodilló en el suelo y posó su cuenco. La fiera se levantó agitada y se le vino; su chispeante manto de brasa parecía llenar la cueva. Simón tuvo miedo, pero no de ser devorado, sino de gún engaño del maligno. El animal bebióse a grandes lengüetazos toda el agua, y después levantó la cabeza y lamió la mano. Simón le tomó suavemente el robusto cuello sedoso, y luego, alzando un pan, se lo dio, y después otro y otro, los cinco, que parecían desaparecer sin mascada en las enormes fauces.

La tormenta rugía afuera; Simón sintió que el animal se recostaba contra él, y entonces comprendió que estaba perdido, porque no tenía ni un aliento más para caminar, su comida estaba regalada a un bruto herido y los monjes no se acordarían de él hasta el fin de la semana, como es uso de los monjes.

Sintió que iba a morir; y así no más, de rodillas como estaba, volteó la cabeza sobre una piedra. Lo último que sintió fue una cosa tibia, como una cara o una boca que se posaba con fuerza sobre la suya.

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