2012-10-07 L’Osservatore Romano
Ha pasado medio siglo desde el comienzo del Concilio Vaticano II —la mayor asamblea de obispos jamás celebrada en la historia—, que se abrió el 11 de octubre de 1962 y señaló un momento importante en el desarrollo ininterrumpido de la tradición católica, por su naturaleza abierta al futuro.
Manifiesta y generalmente comprendida fue entonces la voluntad de renovación de la Iglesia, así como, coherentes con esta voluntad, en el catolicismo mundial lo fueron en conjunto las décadas transcurridas desde entonces. A pesar de las contradicciones, las carencias y las limitaciones inevitables en toda realidad humana, y a pesar de tenaces estereotipos que han buscado y buscan continuamente difundir visiones contrarias pero no respetuosas de la realidad.
Para sostener esta renovación siempre necesaria (Ecclesia semper reformanda), Benedicto XVI —que participó en el concilio y contribuyó como joven teólogo— ha asignado al Sínodo de los obispos, expresión concreta y creciente de la colegialidad episcopal sancionada por el Vaticano II, el tema decisivo de la nueva evangelización y al mismo tiempo ha querido un Año de la fe, como a los pocos meses de la conclusión de los trabajos conciliares hizo Pablo VI, que guió y clausuró el Vaticano II. La necesidad de testimoniar y anunciar el Evangelio, el significado de la fe para la vida de cada ser humano: el Papa sigue llamando a lo esencial, y ciertamente con la intención de dirigirse no sólo a los fieles católicos.
Se puede uno preguntar qué y cuánto de esta llamada logrará llegar a las mujeres y a los hombres de hoy, en un mundo global desorientado y que parece frecuentemente presa de un flujo sin precedentes de informaciones: ¿no están acaso inevitablemente destinadas a imponerse imágenes parciales y noticias distorsionadas? Cierto: mucha responsabilidad es de quien transmite este mensaje: “Hay que saber ser antiguos y modernos, hablar según la tradición pero también conforme a nuestra sensibilidad. ¿De qué sirve decir lo que es verdad, si los hombres de nuestro tiempo no nos entienden?”, se interrogaba ya en 1950 Giovanni Battista Montini, el futuro Pablo VI.
Pero existen también sorderas, insensibilidades, voluntades obstinadas de no entender, a pesar del esfuerzo evidente de ese “aggiornamento” intuido y encarnado por Juan XXIII y continuado por sus sucesores, que además no fue otra cosa que deseo de fidelidad al Evangelio y a las necesidades mutables de su anuncio. Así, la mirada mediática prefiere detenerse en las sombras y en las infidelidades —que ciertamente no faltan, pero se afrontan con valentía, y jamás como en este pontificado—, pero casi sin percatarse de esa novedad entrevista en el desierto por el profeta Isaías (43, 19) y que “ya está brotando, ¿no lo notáis?”.
g.m.v