"La renovación en la Iglesia"

Escrito por Mons. Christophe Pierre

Exposición de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, Movimiento de Cursillos de Cristiandad.

Las actuales sociedades están experimentando vertiginosos cambios que a su vez generan variadas crisis que seriamente afectan fundamentales áreas de la vida humana. Crisis que, por su parte, interpelan a la Iglesia de Jesús no sólo en su “hacer”, sino, ante todo, en su “ser” hoy. Interpelación, en consecuencia, que cuestiona a la Iglesia en su globalidad y a cada uno de sus miembros en particular, urgiéndolos perentoriamente a sumergirse en un proceso de conversión evangélica que permita volver al manantial de la experiencia más significativa que viene del Dios vivo, del amor que dignifica y redime.

La Iglesia, a lo largo de los siglos y unida a Cristo Jesús está llamada a ser mysterion de la presencia de Dios en el corazón de la humanidad. Su presencia en la historia, sin embargo, está inexorablemente marcada por las contradicciones de la debilidad humana, incluido el pecado del mundo y de sus propios miembros; ella no existe fuera de los claroscuros en los que se mueven los creyentes de cada época. El cristiano no es, por ello, alguien que lo tiene todo en orden, que domina la realidad mediante una fórmula, sino un hombre entre los hombres, con la misma exigencia que todos llevan en el corazón, con la misma herida de confusión, debilidad y pecado.

Son, en todo caso, el Señor y el Espíritu Santo quienes construyen la Iglesia, quienes se comunican en ella, quienes se reservan el derecho de intervenir directamente para despertarla, advertirla, renovarla, promoverla y santificarla. A nosotros, por nuestra parte, toca dirigir la mirada atenta y escrutadora a la realidad, a la luz del proyecto de Dios en favor de la humanidad y de cada persona humana, juzgándola, en consecuencia, según Jesucristo, “camino, verdad y vida”.

A la Iglesia la podemos contemplar, o de frente, o desde dentro. Es decir, mirar lo que hace y debería hacer, o mirarla desde lo que es y debería ser, sin jamás perder de vista al destinatario de su presencia (y en consecuencia de su ser), y de su misión (y por tanto de su hacer), esto es: al hombre y a la mujer de hoy, con sus aspiraciones conscientes e inconscientes, con sus valores y contravalores, con su historia y realidad.

Hoy, con frecuencia escuchamos voces angustiadas que afirman la supuesta incapacidad de la Iglesia para hacerse entender en una sociedad que cada vez se aleja más de la tradición cristiana. Se reclama un nuevo lenguaje y una nueva imagen, que tampoco se acierta a definir, pero que se espera como la fórmula mágica que remediará todos los males. La verdad es que a lo largo de la historia la Iglesia ha vivido muchos momentos de especial dificultad, ya sea por su propia debilidad interna, o por la fuerte hostilidad del ambiente. Momentos en los que, como la historia nos enseña, jamás han sido las estrategias las que han dado respuesta a esas situaciones, sino la irrupción del Espíritu que no cesa de suscitar personalidades nuevas que contribuyan a la regeneración de un pueblo que a veces podría dar la impresión de languidecer.

Hablamos de la Iglesia. Pero, ¿qué o quién es la Iglesia? Para comenzar debemos recordar que la Iglesia es, en primer lugar, una comunidad conformada por los discípulos que Jesús eligió y llamó para que estuvieran con Él y para enviarlos a proseguir, con su propio ministerio, el ministerio llevado a cabo y definido por Jesús mismo como el anuncio del Reino de Dios.

Es obvio, entonces, que la Iglesia no es un “ente” abstracto, sino una realidad concreta, divina y humana conformada en la historia por todos y cada uno de los bautizados. Y es obvio, también, que es el Espíritu Santo quien la crea y dirige, y quien puede provocar los cambios necesarios para que sea hoy lo que en su proyecto de amor quiere el Padre que sea, y para que realice eficazmente en el mundo y en la historia, y en el contexto socio-cultural en que vive, la misión que recibió del Hijo.

En efecto, cuando Jesús comenzó su misión lo hizo llamando y reuniendo en torno a sí significativamente un conjunto de discípulos (cfr. Mc 1,16-20; Mt 4,18-22; Lc 5,1-11; Jn 1,35-51), entre los que destacó el grupo de los Doce. Discípulos que decidieron dejar todo y seguirle, ante todo porque, al encontrarlo, optaron libremente por creer en Él y creerle a Él; decidieron vincularse voluntariamente a su persona, a su mensaje y a su misión, conscientes, -como también quienes los observaban-, que ellos, a partir de aquel encuentro con el Maestro, constituían un grupo específico y particular: el de los discípulos de Jesús (cfr. Mc 9,38). Así, discípulo llegará a ser sinónimo de cristiano (cfr. Hch 11,26), y el conjunto de los discípulos, será sinónimo de la ekklesía de Jesús.

De suyo, si leemos con ojos escrutadores el Nuevo Testamento veremos que uno de los rasgos esenciales de los primeros cristianos fue precisamente la conciencia de saberse ser y de reconocerse discípulos, no de un Jesús abstracto, etéreo o lejano, sino de Jesucristo Resucitado, vivo y siempre cercano. La convicción y el mensaje más reiterado y radical de la Iglesia primitiva acerca de Jesucristo fue, siempre, el testimonio firme e inequívoco de la resurrección corporal de Jesús tras una crucifixión y una muerte de las que tuvo conocimiento toda Jerusalén (cfr. Hch 2,32).

En particular, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta la imagen de una comunidad de discípulos que viven en referencia al Señor Jesús, vivo y cercano, y que, puesto que Cristo vive, también ellos viven una cotidiana experiencia de fe y de piedad, de fidelidad, de fraternidad y de caridad, de desprendimiento, de alegría y de sencillez (cfr. Hch 2,42-47). Así, el mensaje primordial de los discípulos sobre el Resucitado se manifestaba como estilo de vida y como doctrina que radicalmente tenía que ver con esa Vida (cfr. Hch 5,20).

Gracias a ese peculiar estilo de vida, aquellas primeras generaciones cristianas fueron capaces de aportar también a la realidad social y cultural de su tiempo el impacto de un testimonio personal y social de gran eficacia. Testimonio de fe y de vida de fe. Testimonio de esperanza, de salvación, de alegría y de confianza. Testimonio de caridad, de amor a Dios y a todos los hombres. Ofrecieron a la sociedad y a las culturas de su tiempo, intelectual y prácticamente, un estilo nuevo y atrayente de vivir que consistía en referir todo a Jesucristo.

Pero, además, llamados desde el inicio a ser “pescadores de hombres” (Mc 1,17), los discípulos desde los principios supieron hacer suyo el sentido existencial de la misión. Jesús les había llamado para que estuvieran con Él y los había preparado para ser enviados a todos los pueblos; para que fueran al encuentro de todas las gentes que llenan las calles del mundo. Y ellos comprendieron cabalmente que la llamada a “estar” y a “ser” en Cristo, iba necesariamente acompañada de la misión; comprendieron que estar con Cristo y abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre los hombres y mujeres del mundo la misma misión de Jesús.

De esta manera, en el seno del cristianismo naciente se dio una comprensión o modelo ideal del ser hombre en cuanto capaz de llegar a ser plenamente discípulo de Cristo, que se manifestó, sobre todo, en la adhesión a la persona y a la doctrina de Jesús, y en la conciencia de tener encomendada por el mismo Jesucristo la misión de hacer presente en el mundo, al igual que Él, el amor y la misericordia del Padre, esencia del Evangelio del Reino.

Y son precisamente estas características las que a nosotros pueden hoy señalarnos el sendero que hay que recorrer en el proceso de renovación en la Iglesia, es decir, en el proceso permanente de renovación de cada uno de sus miembros.

Al igual que ayer, también hoy el Señor quiere formar a sus nuevos discípulos según su mente, según su voluntad, según su corazón; quiere formar personas cristianas, personalidades con un peculiar estilo de vida en el que esté viva la conciencia de ser, precisamente, discípulos suyos; hombres y mujeres llamados a vivir, a trabajar en y por el Reino, a pensar en Él y como Él. Personas en quienes las bases más hondas de su ser estén enraizadas y sostenidas en la adhesión por la fe a Jesucristo, vivo y cercano. Y todo ello sostenido por la gracia que ocupa la primacía y que es la que permite el crecimiento y maduración de las propias cualidades, de manera que éstas se afirmen cada vez más como estructura de fondo del propio conocer, amar, pensar y actuar.

La experiencia prueba que es del todo insuficiente acoger y saber buenas y abundantes enseñanzas doctrinales, si estas no van acompañadas de las disposiciones y actitudes espirituales estables desarrolladas en forma de hábitos mentales y morales, es decir, de la cotidiana autoconciencia de ser discípulo de Cristo, que impulsa a vivir la vida, segundo a segundo, cristianamente.

Tal vez uno de los aportes más lúcidos de la Conferencia de Aparecida, esté en el hecho de haber sido capaz de tomar conciencia de que el peligro mayor de la Iglesia posiblemente no haya que buscarlo fuera, sino dentro de la Iglesia misma, dentro de sus mismos hijos que, no pocas veces se han quedado estancados en la sutil tentación de la inercia y de aquel encierro que los hace sentirse protegidos y seguros. “Nuestra mayor amenaza -dice el Documento- “es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad”. Por tanto, subraya Aparecida citando al Papa Benedicto XVI, “a todos nos toca “recomenzar desde Cristo”, reconociendo que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (DAp,12).

Ha sido esta una de las razones fundamentales por las que Aparecida quiso poner en marcha la Misión Continental, haciendo sentir la necesidad y urgencia de un renacimiento espiritual y moral de las comunidades y de la misma sociedad, para que estas sean capaces de llevar a cabo una extensa e incisiva acción evangelizadora que no sea simplemente trasmisión o enseñanza de una doctrina, sino anuncio de Cristo, anuncio del misterio de su Persona y de su amor, desde la convicción de que nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos por el Evangelio de Cristo; de que no hay nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él (cfr. Benedicto XVI, Homilía, 24.04.2005).

De aquí, como dice el Documento de Aparecida y como el Santo Padre ha con frecuencia subrayado, que sea necesario “recomenzar desde Cristo, desde la contemplación de quien nos ha revelado en su misterio la plenitud del cumplimiento de la vocación humana y de su sentido” (DAp, 41). Solo poniendo la mirada en el Señor podremos adoptar sus actitudes y cumplir su misión.

La Iglesia –y ella somos todos y cada uno de nosotros los bautizados-, no puede seguir replegándose; por el contrario, es necesario “confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en nuestra historia, desde un encuentro personal y comunitario con Jesucristo que suscite discípulos y misioneros. Ello –anota con fuerza Aparecida-, no depende tanto de grandes programas y estructuras, sino de hombres y mujeres nuevos que encarnen dicha tradición y novedad, como discípulos de Jesucristo y misioneros de su Reino, protagonistas de vida nueva” (DAp,11).

La renovación en la Iglesia, por tanto, queridas amigas y amigos, no es una utopía. Podrá ser, por el contrario, una cada vez más espléndida realidad en la medida en que cada uno de nosotros, en que cada uno de los miembros de la Iglesia sea capaz de renovarse a partir de Cristo, de recomenzar desde Cristo. Porque solo si comenzamos con creciente seriedad a reconocernos y a sentirnos discípulos llamados a estar con Jesús, podremos verdaderamente enamorarnos de Él y estar en grado de experimentar, con privilegiado gozo, también la gracia del envío para ir en busca de los demás y anunciarles la Buena Nueva.

La verdadera y permanente renovación en la Iglesia comienza, pues, con la permanente renovación de cada bautizado que quiere y sabe, “recomenzar desde Cristo” día a día. Porque el cristianismo es un Acontecimiento, un encuentro siempre nuevo con el Hijo de Dios que nos ama y nos mueve a la conversión. No ganamos a los hombres con nuestra astucia: debemos recibirlos de Dios, para Dios. Por eso todos los métodos están vacíos si no tienen en su base la oración que es también antídoto eficaz para que el alma no caiga en la inercia, para que el corazón no pierda su calor y para que la acción no se deje invadir por la mediocridad, ni ceda a la tentación de contentarse con sólo conservar la fe, negándose a emprender, sin cansancio y con valentía, la peregrinación hacia la periferia, como Pablo, modelo de discípulo misionero, apóstol y peregrino incansable, lleno de libertad, sin miedo, porque se fiaba totalmente de la gracia del Señor, porque era un hombre que amaba profundamente, porque era un hombre de fe.

Fe en la persona de Jesucristo y, en consecuencia, fe total en su presencia viva y en su palabra. Fe que está a la base de toda espiritualidad verdaderamente cristiana y de toda misión.

También por ello, porque los “signos de los tiempos” lo reclaman, es que el Santo Padre Benedicto XVI ha convocado a toda la Iglesia a movilizarse a favor de la gran empresa de la fe en nuestro tiempo: “un momento de gracia y de compromiso por una conversión a Dios cada vez más plena, para reforzar nuestra fe en Él y para anunciarlo con alegría al hombre de nuestro tiempo” (Benedicto XVI, Misa para la nueva evangelización, 16.10.2011). Un año que tiene como objetivo "intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo" (Porta Fidei, 8).

Pero, también, un año de gracia que se convierta en invitación “a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo", y de compromiso “a favor de una nueva evangelización, para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe". Un año propicio para "suscitar en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza". Un año privilegiado para "comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios" (Porta Fidei, 6.7.9).

De suyo, amigas y amigos, si somos sinceros no nos será difícil reconocer cómo muchos nos hemos sentido cristianos por largo tiempo, aún cuando nuestra adhesión a Cristo haya sido prevalentemente teórica, restringida a la experiencia de ciertos valores religiosos y a un cierto comportamiento ético, pero olvidándonos de que ser cristiano es más que eso; que ser cristiano implica la voluntad firme y constante de seguir personalmente a Cristo, de imitar su vida y de identificarse con cuanto Él es y representa. Que ser cristiano significa poseer autoconciencia de ser discípulo suyo, y poseer, en cierto grado, como propio, el “sentido cristiano de la vida”; esa autoconsciencia que lleva a conformar el propio pensamiento, el modo de vivir y actuar, de pensar y de construir la propia existencia individual y social, en referencia a Cristo.

Nuestro objetivo es, pues, ser y tomar conciencia de ser, verdaderamente discípulos misioneros. Dos expresiones de la experiencia cristiana no sucesivas, sino que son, -como el Papa mismo señaló-, dos caras de una misma medalla: encontrar, seguir, conocer y acoger a Jesús en nuestra vida, nos mueve de manera inmediata a proclamar el gozo de haberlo encontrado y de haberlo conocido; nos mueve a ser testigos de su vida, es decir, a ser sus discípulos misioneros.

Es de ese encuentro personal, cotidiano y permanente con Jesucristo que se da especialmente a través de la Palabra de Dios y de la vivencia de los sacramentos, sobre todo de la penitencia y la Eucaristía, que brota la espiritualidad del discípulo misionero como proceso que le impulsa a ser constructor comprometido con la sociedad, y que le permite juzgar la realidad desde Cristo, esto es, ver desde la fe las luces y sombras, el pecado y la gracia presentes en el orden social.

Queridas amigas y amigos: el Santo Padre Benedicto XVI decía que son muchos los indicios que permiten esperar el kairós de una nueva primavera del Evangelio, que podrá ser gozosa realidad en la medida en que todos: pastores, laicos y cada uno de los miembros de la Iglesia, seamos capaces de asumir nuestra vocación y nuestra responsabilidad desde la humilde y valiente decisión de querer “recomenzar desde Cristo”, bien convencidos de que es y será la fuerza del Espíritu Santo la que siempre nos sostendrá.

No olvidemos, por otra parte que la comunicación de la fe empieza siempre por un encuentro humano que provoca una fascinación y suscita una pregunta: ¿de dónde procede esa vida?, dónde se puede encontrar? Entonces la palabra que responde a esa pregunta da razón de la novedad encontrada: en Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nuestra salvación, que sigue presente hoy en el signo de la Iglesia.

Cuando el discípulo es verdaderamente testigo de Cristo con el testimonio y coherencia cristiana, entonces también es misionero. "En la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su horizonte más adecuado, -ha dicho el Santo Padre-, es central en concreto la figura del testigo: se transforma en punto de referencia precisamente porque sabe dar razón de la esperanza que sostiene su vida (cf. 1 P 3, 15), está personalmente comprometido con la verdad que propone" (Discurso a la Asamblea Eclesial de la diócesis de Roma 6.6.2005).

Animémonos, pues, queridas amigas y amigos, a ser día a día verdaderos y fieles discípulos misioneros que siguen a Cristo y, al mismo tiempo, mueven a los hombres a encontrarse con Cristo vivo en la comunidad eclesial, ayudándoles, con el propio testimonio, a hacer vida los valores humanos y cristianos propios del discipulado.

Vivir e invitar a vivir la propia vida en Cristo dentro de la Iglesia llamada permanentemente a ser comunidad de amor, es una aventura apasionante, también porque, ella es el irrenunciable lugar desde el cual y en el cual podremos proseguir el proceso, siempre nuevo, permanente y urgente, de renovación en la Iglesia, gracias a la renovación profunda, radical, plena, de cada uno de sus miembros.

Muchas gracias!

Noticia: 
Nacional