Agradecer, alimentar y vivir nuestra Fe

Escrito por Mons. Mario Espinosa Contreras

Nos dice el célebre Jean Guitton: “Cuando abres los ojos y ves el sol, a esta acción se denomina ver. Cuando el profesor te dice que el sol es 322 000 veces mayor que la tierra, pues la ciencia lo demuestra, aunque tu no puedas verlo se le llama a esto saber. Por último, si una mujer te dice que te quiere, tu madre por ejemplo, aunque no pueda demostrártelo, y aunque tu no lo veas, aceptas esta palabra, se llama a esto creer. Saber es más hermoso que ver. Pero creer es mucho más hermoso todavía que saber, ya que en el acto de creer hay mucho amor” (Mi Pequeño Catecismo, p. 53).

Efectivamente, en los albores de la historia, nuestro Dios, ante el hombre y la mujer caídos, con infinito amor y misericordia nos ofreció la salvación, y nos fue revelando con palabras y acontecimientos un plan salvífico, que en un gesto supremo de amor llegó a su plenitud con Jesucristo. Y cuando los hombres y mujeres aceptamos y obramos en consecuencia con el plan de salvación, cuando nos iluminamos y conducimos por Jesucristo vivimos la fe.

La fe es un don gratuito de Dios, una gracia divina, que recibimos generosamente en el bautismo, a través de nuestros padres, familias, amigos y comunidad, que obra en nuestro ser disponiendo nuestra mente y nuestro corazón, con la que nos adherimos personalmente a Dios, le correspondemos a su amor paterno, y la ejercitamos en la respuesta generosa que damos a las verdades que el Señor nos ha revelado, no tanto a las formulas sino a las realidades que expresan; con la fe también correspondemos al amor misericordioso de Dios y al cabal cumplimiento de su voluntad. “Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela”. (CATIC 143).

En este providencial Año de la Fe, convocado por nuestro Santo Padre Benedicto XVI, podemos dar fervientes gracias a Dios por tanto amor que nos ha prodigado y porque a través de la Iglesia, familiares y especialmente nuestros padres nos ha regalado el don maravilloso de la fe, por el que somos conscientes y operantes del designio de salvación, que nos va renovando como hombres y mujeres nuevos, fraternos y serviciales, llamados en el paso de la muerte a entrar al gozo pleno del Señor. ¡Bendito sea el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, Dios Uno y Trino que nos ha concedido ser sus hijos, sus discípulos, sus templos vivos! ¡Benditos sean nuestros padres y la Iglesia, por habernos compartido la fe en Dios amor! ¡Gracias Señor por tantos dones, gracias por la fe en el Padre misericordioso, por la fe en el Hijo redentor, por la fe en el Espíritu consolador, y por la vida imperecedera que nos ofrece!

La fe es un don que debemos alimentar y expresar en los hechos de nuestra vida. Es un don, que cuando no lo estimamos y alimentamos podemos perderlo. Por ello para crecer y perseverar en la fe, hasta el fin de nuestra historia terrena, debemos alimentarnos con la Palabra de Dios, buscar más decididamente entrar en la reflexión y contemplación con la Sagrada Escritura, particularmente con las enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio y se trata de encontrarnos con él mismo con apertura y confianza; igualmente entrar constantemente en oración personal o comunitaria, suplicando con humildad al Señor que aumente nuestra fe.

Ruego a nuestros Presbíteros, Religiosas, Laicos Agentes de Pastoral que nosotros mismos en este tiempo, procuremos más solícitamente enraizados en la comunidad eclesial, nutrir con la Palabra divina y la oración nuestra propia fe; y para nuestros feligreses propiciar con creatividad, formas y espacios de conocimiento y profundización bíblica, de oración en los sectores y Templos. Organicemos los Rosarios Guadalupanos, y en este Año de la Fe promovamos el orar personal, familiar y comunitariamente con el Credo, el símbolo o resumen de lo que creemos, y que con unción proclamamos cada domingo; la oración del Credo nos fortalece en los días ordinarios y en las circunstancias difíciles de nuestra existencia.

La fe auténtica, nos dimensiona todo nuestro ser, nos configura en nuestra personalidad, y se refleja en nuestro estilo de vida, en nuestras acciones, decisiones, opiniones, tiempo libre, con ella todo lo hacemos inspirados en Cristo y en sintonía con el plan de Dios. Esta es la fe verdadera, operante y trascendente, pues sin esa relación vital y existencial, “sin obras, es una fe muerta” (cfr. St 2, 26).

Esta fe se expresa en la relación de comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en la armonía que se construye día a día con los hermanos, se manifiesta en la responsabilidad con que asumimos nuestra vida con sus desafíos, gozos y tristezas, y “se expresa también en la caridad que anima por doquier gestos, obras y caminos de solidaridad con los más necesitados y desamparados. Esta vigente también en la consciencia de la dignidad humana de la persona, la sabiduría ante la vida, la pasión por la justicia, la esperanza contra toda esperanza y la alegría de vivir aún en condiciones muy difíciles que mueven el corazón de nuestras gentes” (Aparecida no. 7).

Que en este “Año de la Fe” nos alentemos también conociendo y adentrándonos en el laudable testimonio de los santos y mártires, testigos insignes de la fe, y decididamente en el singular ejemplo de nuestra Señora Santa María, que siempre observó ante la voluntad de Dios, una disponibilidad total, ejerciendo el “he aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. Que así sea para todos nosotros.

+ Mario Espinosa Contreras
Obispo de Mazatlán
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