Se llamaba Josefa Naval Girbés, y nació el 11 de diciembre de 1820, hija de Francisco Naval y Josefa María Girbés, la primera de los cinco hijos que tendrían. Fue bautizada en la parroquia de San Jaime Apóstol y se le impuso el nombre de María Josefa, aunque siempre la llamaron Pepa. El 10 de noviembre de 1828 recibía la confirmación de manos del entonces arzobispo de Valencia, Simón López García, y un año después tomaba la Primera Comunión, a una edad muy temprana para lo que era costumbre entonces.
Su vida transcurrió con aparente normalidad hasta que a los 13 años experimentó el primer golpe: la muerte de su madre. En la misma calle donde vivía había una pequeña capilla a la Virgen del Rosario –donde actualmente se alza el convento dominico, en el Carrer Nou- y allí se fue llorando. Postrándose de rodillas se dirigió hacia la Virgen y le dijo, con sencillez y humildad absolutas, si Ella querría ser su madre a partir de aquel momento, ya que acababa de perder a su madre terrenal.
Tuvo que hacerse cargo de los trabajos domésticos de su familia al tiempo que desarrollaba una gran habilidad en el bordado, ocupación frecuente en las jóvenes de su época. Asistió a la escuela de La Enseñanza, patrocinada por el Cabildo Catedral. Pronto tuvo de confesor y director espiritual al entonces párroco de San Jaime, Gaspar Silvestre, que viendo madurar en ella una vocación poco común, la fue guiando durante los 28 años que estuvo a su lado. A los 18 años Josefa emite formalmente un voto de virginidad perpetua, y, siguiendo el consejo de su director espiritual, llevará adelante lo que es la gran obra de su vida: el apostolado entre los suyos.
Convirtió su propia casa en un taller de bordado, que era a la vez, lugar de catequesis para niñas y jóvenes. Así, mientras las instruía en el arte de coser, que ella misma dominaba con virtuosismo, las iba formando humana y espiritualmente, enseñándolas a rezar y a leer y comprender las Sagradas Escrituras. Pronto, todas las jóvenes de Algemesí acudían a su casa, y también sus madres, a las que instruía y aconsejaba. No contenta con dedicarse a enseñar el bordado y la catequesis a sus alumnas, acudía los domingos a la escuela dominical donde daba catequesis a los niños, y atendía constantemente a la parroquia, sirviéndola en todos sus actos y necesidades (confeccionaba los manteles, quitaba y ponía adornos florales, mantenía en buen estado los ornamentos litúrgicos…)
Pero su incontenible actividad caritativa iba aún más allá. Se encargaba de los niños huérfanos, a los que más de una vez acogió en su casa; compaginaba sus clases y tareas con las frecuentes visitas domiciliarias a enfermos impedidos, prestaba ayuda material y económica a todo el que recurría a ella, e incluso; cuidó ella misma de los enfermos afectados por la epidemia de cólera que hizo estragos en Algemesí el año 1885. Todos la querían, y acudían a ella a la menor dificultad: “¡Vecina!, qué bueno que la encuentro, hace días que hay problemas entre los Fernández, ¿por qué no va a decirle a la señora Pepa para que hable con ellos…?” Y ella iba, hablaba con quien fuese necesario, intervenía como mediadora, dialogaba, aconsejaba, acompañaba, contribuía a restaurar la paz entre partes enfrentadas. Era como un ángel tutelar para los vecinos. Y aún le sobraba tiempo para recogerse en oración, la cual le quitaba muchas horas de sueño. Toda su vida la resumió en una ardiente aspiración, expresada en éste su mantra personal: “¡Almas, almas para Dios! ¡No quiero que se condenen! ¡Señor, ayúdame a conseguirlo!”. Ella se dio toda a su pueblo y siempre tuvo claro que el Señor la quería de seglar, en el mundo, no religiosa. Por eso, aunque fue miembro de la Tercera Orden del Carmelo, siempre permaneció entre el pueblo, prestándole su vida entera.
La señora Pepa, el ángel tutelar de Algemesí, murió plácidamente tras una breve enfermedad el 24 de febrero de 1893. Tenía 73 años de edad. Fue sepultada en el cementerio municipal y allí estuvo hasta que años después, al proceder a su exhumación, los vecinos comprobaron, atónitos, que había quedado completamente incorrupta. Entonces fue trasladada a su querida parroquia de San Jaime, y enterrada bajo el altar, mientras proliferaban las muestras de devoción a su santidad, que ya se habían manifestado a su muerte. Por desgracia, las violentas riadas que tuvieron lugar en la comarca dieron como resultado que la iglesia se inundó y las aguas se filtraron bajo el altar. El cuerpo de la Beata absorbió el agua y se pudrió, de modo que se perdió para siempre su portentosa incorrupción. Actualmente, lo que ha quedado de ella, que es su esqueleto, está revestido de su sudario y con el rostro cubierto por una máscara. Puede venerarse en su capilla de la Basílica Parroquial de San Jaime Apóstol de Algemesí, en el lado derecho del altar.
Urna con los restos de la Beata expuestos a la veneración en su capilla. Basílica Parroquial de San Jaime Apóstol de Algemesí (Valencia, España). Fotografía: Ana María Ribes. Todos los derechos reservados.
El milagro que logró su Beatificación fue muy sonado. Una mujer enferma de cáncer y en estado terminal, fue desahuciada por los médicos y enviada a morir a su casa. Aquella noche, tres mujeres ancianas que velaban su agonía, fueron rezando por turnos invocando a la señora Pepa por su curación. Y cuando ya no había esperanza y se esperaba que muriese, al amanecer la enferma se incorporó en su cama y pidió de comer. Estaba absolutamente curada, sin rastro de la enfermedad que casi se la había llevado. Los médicos no se lo podían explicar.
Por esta gracia, Josefa Naval Girbés fue beatificada en Roma el 25 de septiembre de 1988 por el papa Juan Pablo II. Desde entonces su culto, en principio local como corresponde a los beatificados, ha gozado de gran difusión y expansión, primero por las ciudades vecinas, luego por España, y actualmente por el mundo entero. Recientemente se ha dado a conocer un nuevo milagro, en 2005, de un joven valenciano curado espontáneamente tras acogerse su familia a la protección de la Beata, que podría ayudar en su canonización.
El ejemplo de Josefa Naval es el de una mujer sencilla, del pueblo, que jamás salió de él y que consagró su vida a cosas aparentemente insignificantes, pero en las que reside su grandeza: convertir su vocación religiosa en el servicio a los demás, y dedicar su vida entera al pueblo que la rodeaba y para el cual había nacido. Hoy la celebramos y esperamos su canonización.