Escrito por Mons. Mario Espinosa Contreras
En el siglo I, el escritor Petronio escribió con ironía: “en Atenas es más fácil encontrarse con un dios que con un ser humano”, San Pablo al llegar a esa célebre ciudad, centro intelectual y cultural del mundo greco – romano, se impresionó de la manifiesta religiosidad de sus habitantes y expreso: “atenienses, en cada detalle observó que son en todo extremadamente religiosos” (Hch 17, 23). El Apóstol constató que ellos habían erigido impresionantes monumentos sagrados, y como en su búsqueda de la trascendencia “a tientas” habían deificado las fuerzas de la naturaleza, los animales, y figuras antropomórficas.
Los atenienses vivían la religiosidad, ese impulso natural del hombre y de los grupos humanos hacia lo divino, realizado con la razón, y por medio de la naturaleza; pero no vivían la fe. Pablo llevaba el anuncio “del Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es el Señor de cielo y tierra, que no puede ser contenido en templos construidos por las manos del hombre, quien da a todos la vida, la respiración y todo lo demás… que manda a todos los hombres la conversión” (Hch 17, 24 – 25. 30) y culmina proclamando al “hombre designado que va a juzgar al universo con justicia y a quien ha acreditado ante todos, resucitándolo de entre los muertos” (Hch 17, 31), es decir culmina su discurso con la proclamación de Jesucristo resucitado. Y quienes aceptaron la evangelización de Pablo, como Dionisio areopagita y Damaris, se abrieron al don de la fe.
Podemos afirmar que la religiosidad es el movimiento del hombre hacia la divinidad, parte del ser humano, y cuando la persona no realiza adecuadamente esa tendencia, puede caer en formas equivocadas y deformaciones de la religión, supersticiones, esoterismos, simples manifestaciones cultuales, como las que advertía S. S. Pablo VI al hablarnos de la piedad popular (EN 48). La religiosidad se puede quedar solo en el ámbito de lo afectivo e intimista, y se puede uno concentrar sólo en Dios todopoderoso, en Dios como fuerza suprema. La religiosidad es valiosa, tiene sus riesgos, hay que purificarla, y bien experimentada dispone a la fe. Especialmente hay que cuidar las expresiones de la religiosidad popular.
La fe, parte de Dios, es un don que él regala, él entra en comunicación con el hombre y nos presenta el plan salvífico. Dios se ha revelado a la humanidad en la historia, y la fe es aceptar y vivir el proyecto de Dios, aceptar a Jesucristo Dios y Hombre verdadero, asumir su mensaje, su persona, sus actitudes y vivir en inspiración de él, es vivir la fe. En la fe tenemos la óptica de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y experimentamos gozosamente nuestra pertenencia a la comunidad de la Iglesia.
Tenemos el riesgo de ser cristianos que nos quedemos sólo en el plano de la religiosidad y no vivamos la fe, por ello hay que estar atentos y vigilantes; siempre nos impulsará hacia la fe, la escucha solicita y disponible de la Palabra de Dios, y el tratar de ponerla en práctica. Tengamos en cuenta que “no todo el que me dice ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21).
Que todos valoremos y amemos la relación constante con la Palabra de Dios; los Presbíteros esforcémonos en ofrecer con creatividad, el pan de la Palabra divina a los hermanos y hermanas que se nos han confiado, pues “¿cómo van a invocar a aquel en quien no creen? ¿Y cómo van a creer en él, si no les ha sido anunciado? ¿Y cómo va ser anunciado, si nadie es enviado?... en definitiva la fe surge de la proclamación y la proclamación se verifica mediante la palabra de Cristo” (Rm 10, 14 – 15. 17). También celebremos los sacramentos, especialmente la sagrada Eucaristía, con toda dignidad, con unción, haciendo resplandecer la Palabra de Dios en ellos contenida.
Este providencial año de la fe, es una oportunidad maravillosa para evangelizar la religiosidad popular, para que manifieste sus notables valores, para que alcance a favorecer la adhesión de la fe, y propicie el encuentro con nuestro Dios Uno y Trino. Es también ocasión para crecer mediante la contemplación, captación y oración en la Palabra de Dios y la reflexión en el Catecismo de la Iglesia Católica, en una profundización de lo que Dios generosamente nos ha revelado, para ser más conscientes de su designio amoroso, de su plan de salvación, a fin de ser hombres y mujeres nuevos de gran fe, que caminemos por la historia conscientes de nuestro sentido de la vida, y cumplamos más eficientemente nuestra misión en esta tierra, y así alcancemos juntos los cielos nuevos y la tierra nueva, donde nuestro corazón alcanzará en Dios su plena satisfacción y realización. Que así sea.
Obispo de Mazatlán