DEBEMOS recordar que San Paulino de Nola, considerado como la autoridad básica sobre San Félix, vivió más de un siglo después de la muerte de éste, y es muy probable que ya para entonces la tradición se hubiera contaminado de algunos datos legendarios. San Paulino nos cuenta la vida de San Félix de la manera siguiente:
San Félix era nativo de Nola, colonia romana de la Campania, a veinte kilómetros de Napóles, donde su padre había adquirido algunas posesiones y se había establecido. El padre de San Félix era sirio de nacimiento y había servido en el ejército. Al morir, dejó sus posesiones a Félix y Hermías, sus dos hijos. Hermías abrazó la carrera de las armas, en tanto que Félix decidió buscar la felicidad que su nombre latino le prometía, en el servicio del Rey de reyes, Jesucristo. Así pues, distribuyó su herencia entre los pobres, y fue ordenado sacerdote por San Máximo, obispo de Ñola, quien, encantado de su virtud y prudencia, hizo de él su brazo derecho en aquellos agitados tiempos y le consideró como destinado a sucederle.
El año 250, el emperador Decio emprendió una cruel persecución contra la Iglesia. Máximo, comprendiendo que iba a ser una de las primeras víctimas, se retiró al desierto, no por temor de morir, sino para continuar en el servicio de su rebaño. Como los perseguidores no encontrasen al obispo, se apoderaron de Félix, quien le sustituía celosamente en los deberes pastorales. El gobernador le mandó azotar, le cargó de cadenas y le encerró en un calabozo con el suelo cubierto de trozos de vidrio, de modo que el mártir no podía estar de pie ni acostarse sin hacerse daño, según nos informa Prudencio. Una noche, se le apareció un ángel en medio de una gran luz, y le ordenó ir en ayuda de su obispo. Al ver caer sus cadenas por tierra y abrirse las puertas de la prisión, Félix siguió a su guía, quien le condujo a un sitio, en donde Máximo yacía sin conocimiento, medio muerto de hambre y de frío; la angustia por sus fieles y las penalidades de la vida solitaria le habían hecho sufrir más que en el martirio. Incapaz de hacer volver en sí a su obispo, Félix acudió a la oración y al punto apareció un racimo de uvas al alcance de su mano. Félix exprimió unas cuantas en los labios de su maestro, el cual recobró el conocimiento. En cuanto reconoció a Félix, el buen obispo le rogó que le transportase a su iglesia. El santo Ve tomó en brazos y le llevó, antes del amanecer, a su casa en la ciudad, donde una devota mujer se encargó de cuidarle.
Félix permaneció escondido, orando incesantemente por la Iglesia, hasta la muerte de Decio, en 251. En cuanto reapareció, su celo exasperó de tal manera a los paganos, que decidieron tomarle preso nuevamente; pero el cielo no permitió que le reconocieran al verle. Sus perseguidores le preguntaron dónde se encontraba Félix, a lo cual el santo dio una respuesta evasiva. Los enemigos cayeron pronto en la cuenta de su error y volvieron al sitio en el que le habían visto; pero ya para entonces, Félix había tenido tiempo de introducirse en un muro cercano, a través de un agujero que se cubrió milagrosamente de telarañas en cuanto el santo pasó. Sus perseguidores, sin sospechar siquiera que Félix se hallaba detrás de la espesa red de telarañas, se retiraron vencidos, después de una búsqueda infructuosa. Félix descubrió un pozo medio seco, entre dos casas en ruinas, y se ocultó en él durante seis meses. Una devota cristiana se encargó de traerle alimentos. Cuando la paz se restableció en la Iglesia. Félix salió de su escondite y fue recibido con gran gozo en la ciudad.
San Máximo murió poco después, y Félix fue elegido por unanimidad para sucederle. Sin embargo, logró persuadir al pueblo que era más prudente confiar la diócesis a Quinto, un sacerdote de más edad. El resto de las posesiones del santo había sido confiscado durante le persecución. Los cristianos le aconsejaron que reclamase a las autoridades como otros lo habían hecho con éxito: pero el santo respondió simplemente que, en medio de la pobreza encontraría más seguramente a Cristo. Ni siquiera pudieron convencerle de que aceptara lo que los ricos le ofrecían. Félix rentó tres acres de tierra que cultivó con sus propias manos, para satisfacer sus necesidades y poder hacer algunas limosnas. Todos los regalos que recibía los pasaba inmediatamente a los pobres. Si tenía dos túnicas, los pobres podían estar seguros de que pronto les daría la mejor, y más de una vez cambió sus vestiduras por los andrajos de un mendigo. Félix murió siendo ya muy anciano, el 14 de enero, día en que le conmemoran los martirologios.
Había pasado ya más de un siglo desde su muerte, cuando Paulino, distinguido senador romano, se estableció en Nola y fue elegido obispo de dicha ciudad. Paulino atestigua que una gran multitud de peregrinos acudía de Roma y de otras ciudades aún más distantes, a celebrar la fiesta del santo, en su santuario. El mismo testigo añade que todos llevaban algún regalo a la iglesia, como, por ejemplo, cirios para adornar la tumba de Félix, pero que él había escogido ofrecer al santo el humilde homenaje de su predicación y de su corazón. Paulino expresa su devoción en los términos más fervorosos y piensa que todas las gracias que ha recibido del cielo se deben a la intercesión de San Félix. Describe por menudo las pinturas del Antiguo Testamento que adornaban el santuario, y que eran como libros que los iletrados podían comprender. Los versos del santo obispo reflejan su entusiasmo. Refiere igualmente un gran número de milagros obrados en la tumba de San Félix, así como curaciones instantáneas y salvaciones de graves peligros. Afirma que él mismo fue estigo ocular de alguno de esos prodigios y declara que nunca recurrió a la intercesión del santo, sin recibir socorro inmediato. También San Agustín nos dejó una narración de los milagros obrados en el santuario de San Félix. En aquella época, no estaba permitido enterrar a los muertos dentro de los muros de la ciudad. Como la iglesia de San Félix se hallaba fuera de las murallas de Nola, muchos cristianos pedían ser sepultados en ella para que su fe y devoción les conservaran bajo la protección del santo, aun después de la muerte. San Paulino consultó el caso con San Agustín, quien le respondió en su obra sobre "El cuidado de los muertos", en la que demuestra que la fe y devoción de quienes querían ser sepultados en la iglesia de San Félix no era inútil, pues ahí participarían del fruto de las buenas obras de los peregrinos.
Butler Alban - Vida de los Santos