Domingo II Ordinario 2013. “Tú, en cambio, has guardado el vino mejor hasta ahora”

Escrito por Mons. Ramón Castro Castro

INTRODUCCIÓN

El año litúrgico nos devuelve al tiempo ordinario, que no por ordinario es menos importante. Una vez celebrado el nacimiento y la manifestación de Jesús, desembocamos en este nuevo periodo para continuar meditando cada vez más la Palabra de Dios, y para asimilar y vivir la filiación que hemos recibido como un don y la fraternidad que nos une íntimamente unos a otros. En este domingo, asistimos de pronto a unas bodas en Caná de Galilea. Jesús ha comenzado ya su vida pública, ha llegado el momento de llevar a cabo la misión que el Padre le encomendó desde el principio.

El 16 de octubre de 2002, el Papa Juan Pablo II le regaló a la Iglesia una carta apostólica sobre el Rosario de la Virgen María. Junto con este obsequio, propuso a los creyentes contemplar con los ojos de María otros momentos de la vida del Señor añadiendo los misterios de la luz. El Papa decía que si bien todo el misterio de Cristo es luz, de un modo especial se destacan esos momentos de su vida pública al anunciar el Reino de Dios. Jesús es el Reino y en ciertas escenas de su vida, se hace más presente y manifiesta su llegada.

Precisamente en el segundo misterio de luz, se nos invita a contemplar la autorrevelación del Señor en las bodas de Caná. Con las propias palabras del Santo Padre, lo expresa así: “Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná (cf. Jn 2, 1-12), cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente”.

En efecto, para estudiosos de la Sagrada Escritura, es el milagro en las bodas en Caná la tercera de las manifestaciones o epifanías de Jesús como el Hijo de Dios, a saber: la adoración de los sabios de oriente como una manifestación para todos los pueblos en ellos representados; el bautismo de Jesús en el Jordán, unido a la presencia del Espíritu y a la voz venida del cielo, como una manifestación para Israel; y ahora, con el pasaje del primero de los signos en las bodas en Caná, como una manifestación para sus discípulos, como atestigua el final del evangelio que escuchamos hoy: “…y sus discípulos creyeron en él”.

El Cuarto Evangelista estructura el anuncio de la Buena Noticia a través de distintos signos-milagros y discursos. El primero de ellos es el milagro del agua convertida en vino, que valga decir, no es sólo el recuento de unos acontecimientos concretos y superficiales, sino que encierran un vasto mensaje teológico y espiritual que alimenta nuestra vida cristiana.

Jesús también quiere manifestarse en nuestra vida como el Hijo de Dios, como Aquel que transforma lo insípido de la existencia y lo amargo del sufrimiento, en el vino mejor. Junto al protagonismo del Señor, aparece María, la gran intercesora, que desempeña un papel importantísimo en la realización de este signo, que revela a Jesús como el Hijo de Dios que hace presente el Reino y acerca los tiempos mesiánicos que colman la esperanza de Israel, y con eso, la esperanza del hombre mismo.

1. PRIMERA ESCENA: LA INTERVENCIÓN DE MARÍA

Las bodas en aquella parte del mundo y en ese tiempo preciso, no eran acontecimientos aislados ni eventos particulares, ni ceremonias de élite, como pudiéramos pretender en nuestros días. Los matrimonios eran celebraciones de toda la comunidad y duraban una semana entera entre ritos y festejos. Si consideramos el número de los convidados y la duración de la boda, entendemos por obviedad las grandes cantidades de comida y de bebida que se requerían.

Pues el Evangelio nos lleva a Caná, en Galilea, donde se realiza una boda y a la que asiste la madre de Jesús. A su vez, Jesús y sus discípulos también fueron convidados.

De pronto, María se da cuenta de que sus anfitriones pasan momentos de angustia y dificultad, pues se ha acabado el vino. En escasos 10 versículos, san Juan nos lega una perícopa rica en significados y mensajes.

María se acerca a su hijo, no con una petición concreta y específica, sino con la preocupación compartida con aquellos recién casados. Las palabras que dirige a Jesús son tan sobrias como su presencia a lo largo y ancho del Evangelio: “Ya no tienen vino”. Este sencillo diálogo traspasa los límites de una simple plática entre madre e hijo, es un verdadero diálogo colmado de humanidad. Nadie como María conoce la identidad de Jesús, sólo ella sabe a ciencia cierta y en primera persona, el origen divino de su hijo. Sin embargo, no fuerza ni presiona a Jesús para que haga tal o cual cosa, sencillamente le confía una necesidad humana y deja que Él decida y obre lo que considere conveniente. El Papa Benedicto XVI, durante la visita a un santuario mariano en su natal Alemania, descubría y compartía en la homilía dos lecciones en la actitud de María; por una parte la tierna solicitud de la Virgen por todos los hombres y por otra, la confianza de María al dejarlo todo al juicio de Dios.

Me parece interesantísimo reflexionar en estos dos aspectos que propone el Santo Padre. En efecto, María nos enseña por una parte en qué consiste la oración de intercesión, cómo hay que solidarizarse en la fe por los hermanos que pasan dificultades y padecen necesidad, sin pasar de largo ante el sufrimiento ajeno, y por otra, cómo debemos aprender a confiar en el proyecto de Dios y aceptar su voluntad.

Es verdad que para la Iglesia, María siempre ha sido una poderosa intercesora ante su Hijo, una abogada de gracia que interviene siempre en nuestro favor, por algo siempre la hemos invocado en la oración y son muchos los santuarios marianos a los que los fieles acuden pidiendo auxiolio a la Madre de Dios, pero también entendemos la lección y la llamada para tener un corazón atento y abierto a las carencias y necesidades de nuestros hermanos. En un mundo infestado por el individualismo asfixiante, María nos enseña a salir de nosotros mismos para mirar con el corazón y la fe a nuestro alrededor y llevar a la presencia de Jesús en la oración, las necesidades del prójimo. Quizá ni los esposos habían compartido su preocupación con María, pero no hacía falta porque ella no necesita solicitud por escrito, ni papeleo burocrático para ayudarnos, su maternal cuidado la hace estar atenta a las dificultades del otro. Por nuestra parte, podemos preguntarnos si nos hemos encerrado en nuestro egoísmo o si hemos aprendido de nuestra Madre a velar por los demás.

La segunda lección que nos propone el Papa, consiste en un total abandono a la voluntad de Dios, cosa fácil de decir, pero tremendamente difícil de vivir. María no le exige nada a Dios, no obliga a su Hijo a hacer lo que a ella parece lo correcto. María no pierde el piso y tiene plena conciencia de cuál es su papel y su lugar respecto a Dios. Pone con confianza en las manos de su hijo la necesidad de aquellos amigos, y deja que el Señor haga lo que Él sabe que es mejor. A nosotros continuamente nos puede llegar la tentación de exigirle a Dios que nos cumpla lo que pedimos, incluso sacamos totales de todo lo que hemos hecho, rezado, ayudado… Se nos olvida cuál es nuestro lugar y queremos usurpar un puesto que no nos corresponde. Hemos de aprender continuamente a dejar a Dios ser Dios, y tomar nuestro lugar de creaturas… María, que ha encontrado gracia a los ojos de Dios, nos enseña a ceder siempre nuestros proyectos y nuestra voluntad a la de Dios, cuyo proyecto y voluntad siempre serán mejores que los nuestros. Aprendamos a pedirle al Señor que no conceda lo que queremos, sino lo que necesitamos…

En el testimonio de la Virgen encontramos la mejor ilustración de lo que repetimos de memoria en el Padre Nuestro: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo…”

La actitud fundamenta de María en todo momento de su vida y de su intervención en el plan de Dios, ha sido confiarse en Él y ha sido hacer Su voluntad. Con cuánta frecuencia queremos que el Señor nos cumpla nuestros caprichos y que sea Él quien haga nuestra voluntad en el cielo como en la tierra.

2. SEGUNDA ESCENA: LA RESPUESTA DE JESÚS

De pronto el Evangelista pone en labios de Jesús, una respuesta para su Madre que a primera vista nos es difícil de comprender y tolerar. Por principio, no nos parecen adecuadas las palabras con que responde, llamándole “Mujer” por una parte y no madre; y luego el “y nosotros qué, si todavía no ha llegado la hora”, por otra parte. La reacción primaria pudiera juzgar la crudeza, el poco tacto y la grosería que puede parecer una respuesta así de un hijo hacia su madre. Pero una vez más hemos de comprender que el testimonio de los evangelistas no se reduce a un registro de acontecimientos ni a una nota de prensa, encierra significados y referencias más profunda. Por eso, ese título de “Mujer” nos arrastra hasta las primeras páginas del Génesis que guarda celoso el proyecto inicial del Creador sobre su creación, y nos parece escuchar esos primeros diálogos entre Adán y Eva, el primer hombre y la primera mujer. Cuando Jesús comienza su misión, está inaugurando a la vez una nueva creación, acerca al pueblo israelita el cumplimiento del Mesías esperado, empieza a escribirse un nuevo génesis del hombre nuevo. María se convierte así para el autor del Cuarto Evangelio, en la nueva Eva, la mujer madre de todos los vivientes. Ese nombre, -Mujer-, encuentra un eco muy preciso en páginas más adelante, allá sobre la colina de la Calavera. Jesús, aferrado a la cruz con el vínculo de unos clavos, volverá a llamar “Mujer” a su Madre para fecundar de nuevo su vientre virginal y alumbrar en adelante a todos los creyentes. Es ahí donde la gloria adquiere su esplendor, es en la cruz la hora a la que precisamente Jesús alude en el evangelio de hoy diciendo que aún no ha llegado.

Entendido así, las cosas cambian. María no es cualesquiera mujer, sino la Mujer compañera del Hombre nuevo, la colaboradora del Redentor; ella es la Mujer que se vuelve Madre de todos los discípulos de Cristo al pie de la cruz; ser esa Mujer no es desprecio alguno, es el reconocimiento de su grandeza y de su lugar dentro del plan salvífico de Dios.

A Jesús le parece que no ha llegado su hora… Tiene la oportunidad de ganar prestigio, de hacer una espectacular demostración de su poder, comenzar a llenarse de fama, y resulta que no ha llegado su hora. Es que en efecto, no el Señor no busca los reflectores ni pretende las glorias humanas; nunca será su móvil tener sus cinco minutos de fama, pues aguarda justamente su Hora.

Ambos, Madre e Hijo, saben esperar y vivir la Hora de Dios. Por eso María no se toma ninguna prerrogativa ni da orden alguna. No sabe qué tiene previsto Dios para ese momento y sólo atina a exhortar con sencillez a los que servían la fiesta: “Hagan lo que él les diga”. Qué belleza de Madre que sabe respetar la libertad, la decisión y la misión de su Hijo; qué dignidad y qué humildad para aceptar con su corazón la voluntad de Dios. María se vuelve el antónimo de tantas madres de familia que sobreprotegen y hacen inútiles y dependientes a sus hijos; que imponen la propia vida y sus sueños y matan los proyectos de sus hijos; que no saben guardan en su corazón y llevar a la presencia de Dios las cosas que no terminan por comprender del todo.

Jesús anticipa así el momento de su glorificación, manifiesta y revela su identidad a fin de llevar a la solidez y vigor la fe de sus discípulos. Él sabe lo que puede hacer y lo que quiere hacer; no es insensible a la angustia de aquellos jóvenes esposos que se encuentran en el aprieto de la escases de vino para la fiesta. Movido por la compasión y para llevar a sus discípulos a la fe, Jesús realiza ese signo, sin fuegos artificiales, sin bombos ni trompetas, simplemente hace visible el misterio que se esconde, sirve la boda que une a Dios con el hombre, prepara aquella boda definitiva del Calvario en que servirá el vino mejor de su sangre derramada por la humanidad.

Evitando todo truco mágico y sin pronunciar ningún conjuro, hace llenar las tinajas con agua, aquellos recipientes que usaban los judíos para cumplir con el precepto de la purificación apuntado por la ley. Jesús convertirá el agua insípida del una ley que termino por convertirse en letra muerta, en el vino exquisito de una ley nueva que tiene fundamento en el amor.

Al fin de cuentas, la respuesta de Jesús a la preocupación de su Madre, siempre será hacer lo mejor, de la mejor manera. No sólo les da vino, les ofrece del vino mejor. En la boda de la humanidad, el Señor prepara un banquete y sirve en el cáliz de la salvación su propia sangre.

3. CUANDO SE ACABA EL VINO

Yendo un poco más allá de la riqueza que de por sí nos brinda la Escritura, y en un intento por aterrizar y aplicar el pasaje de hoy a una situación concreto, nos da mucho que decir y en muchos sentidos. Me permito decir apenas alguna cosa sobre el matrimonio.

La reflexión de la Iglesia ha visto en esta escena de las bodas en Caná de Galilea una expresión de la bendición de Dios sobre el matrimonio. Jesús comparte también con el hombre y la mujer ese momento particularmente importante en la vida de cada uno; comparte las decisiones importantes de la vida; comparte la alegría de encontrar en el camino, al compañero que en adelante lo recorrerá al lado.

La presencia de Jesús en aquella boda no es una presencia estéril, como tampoco lo es la gracia de estado que se recibe con el sacramento del matrimonio.

Lo que vivieron aquellos esposos significaba un verdadero drama: a mitad de la fiesta se ha acabado el vino. Y no es raro que esta tragedia se repita una y otra vez en la vida real y cotidiana de muchos matrimonios. El vino que habían previsto para toda la fiesta, de repente resulta insuficiente. Las ilusiones y los sueños a veces tan despegados del suelo no bastan para afrontar las normales vicisitudes y conflictos que conlleva la vida del matrimonio, ni siquiera es suficiente una buena intención y un buen propósito.

Puede suceder y de hecho sucede, que el vino del principio llega a agotarse una vez iniciada la vida juntos. La rutina que rancia el amor, la costumbre que agria los sentimientos, el polvo del cansancio que se pega a los pies en el camino, los orgullos e incomprensiones que de vez en cuando quieren ganar terreno, los conflictos que se almacenan hasta convertirse en veneno, tarde o temprano terminan por gastar el vino que se tenía.

Hay momentos en la vida de muchas parejas en que definitivamente se acaba el vino y es cuando muchos matrimonios terminan de una vez la fiesta, se disculpan ante los invitados y cada quien para su casa; es cuando muchos se cansan de luchar y se dan cuenta que por sus propias fuerzas no son capaces de salir victoriosos en las batallas conyugales; es cuando el salón de fiestas se vuelve un coliseo y cuando la fiesta se vuelve una guerra como muchas guerras, sin razón de ser y donde solo hay herido y nadie vence.

Creo que es en ese momento de la fiesta matrimonial cuando hay que reconocer con humildad que las cosas no están bien, que es preciso buscar ayuda, que hay que acercarse a Jesús y estar dispuestos a hacer lo que Él nos diga.

Ahora nos queda claro que cuando la relación se vuelve insípida, cuando el vino de la alegría por compartir la vida se ha convertido en agua, cuando las tinajas del matrimonio están llenas únicamente de costumbre, de rutina, de fría obligación y de vacía tradición, es el momento de acercarnos al Señor, a Aquel que nos ha revelado su poder, su gracia, su salvación; es el momento de acercarnos al invitado que se hace presente en la vida matrimonial desde que se recibe el sacramento; es el momento de permitirle convertir el agua inodora, incolora e insípida, en el vino exquisito de fino aroma, de agradable textura y colores vivos y de penetrante e intenso sabor.

Queridos matrimonios, cuando no les quede más que agua, acérquense a Jesús para que les comparta del vino del amor auténtico, del que Él mismo es fuente y manantial. No es ficción la gracia que se recibe en el sacramento del matrimonio y si ustedes lo permiten, brotará en su vida familiar torrentes de vino nuevo. No se olviden nunca que al bendecir su amor en la presencia de Dios, lo han hecho partícipe e invitado de honor en su vida juntos. La clave es sencilla y la tomamos de los labios de aquella Mujer que se ha vuelto Madre de todos: Hagan lo que Él les diga.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Recordemos continuamente y hagamos conciencia de este tiempo privilegiado de gracia que estamos viviendo como Iglesia Universal en el Año de la Fe. Aquel primer signo en las bodas de Caná manifestó anticipadamente la gloria de Jesús ante sus discípulos y éstos creyeron en Él. Los signos del poder de Dios, de su gloria, de su amor por nosotros, de su providencia y de su salvación, no son pocos también en nuestra vida. Constantemente Jesús se manifiesta cercano y personal para llevarnos a la fe, para consolidar nuestra esperanza, para avivar nuestra caridad.

La oportunidad de este Año no puede caer en saco roto y por el contrario debe llevarnos a reconocer a Jesús como el Salvador y a descubrir en María, Madre de Dios y Madre nuestra, la Mujer nueva y nueva Eva, como una poderosa intercesora de nuestras necesidades ante Dios. En la vida del hombre también se puede acabar el vino, es decir, se pierde el sentido, se extravía la ilusión, se pierde el rumbo, se aprisiona en los engaños del mundo, se esclaviza a las pasiones y nos quedamos sólo con agua. Después de hoy, sabremos que siempre estará Jesucristo para remediar esas angustias y dificultades, que siempre estará Él para darnos del vino de salvación. Ruego al Señor nos brinde siempre del vino de la alegría y de la vida eterna para contagiar como discípulos y misioneros del aroma y del sabor de Dios a este mundo insípido y desabrido. Una consecuencia de creer en Jesús por haberlo contemplado cara a cara, por haberlo encontrado cercano y presente, por haberlo visto manifestarse en nuestra vida, es hacer en adelante todo lo que Él nos diga. Que nuestro testimonio sea coherente manifestando ahora nosotros con obras, con sometimiento a su voluntad, el vigor de la fe que decimos tener.

Que la manifestación del amor de Dios nos convierta a nosotros mismos en vino de alegría para saciar la tristeza de nuestros hermanos.

Ea pues, Señora, Abogada nuestra, vuelve a nosotros tus ojos y después de este destierro, muéstranos a Jesús, el fruto bendito de tu vientre…

¡Ánimo!

+ Ramón Castro Castro
Obispo de Campeche
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Nacional