Intervención de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México: “Emergencia Educativa”

Escrito por Mons. Christophe Pierre

Excelentísimo Sr. Arzobispo Don Alberto Suárez Inda.
Distinguidas Señoras y Señores.

Al hablar de la “emergencia educativa”, el Santo Padre Benedicto XVI ha afirmado que “a la raíz de la crisis de la educación está (…) una crisis de confianza en la vida” (Carta a la diócesis y a la ciudad de Roma sobre la urgente tarea de la Educación, 21.01.2008), es decir, que entre la crisis de la educación y el problema general de la trasmisión de la vida, se da una estrecha relación. Una herencia, tal vez la más pesante y negativa de la reciente historia occidental: el olvido que la vida se conserva solo trasmitiéndola, que la vida humana se trasmite a través de una generación simbólica, psicológica, cultural, espiritual, y que tal trasmisión es esencial a la vida buena de los hombres. La educación pertenece a este universo generativo y comparte su suerte.

La “emergencia educativa”, se revela, así, como aquella dramática incapacidad que la sociedad de hoy manifiesta para educar a las nuevas generaciones: se ha interrumpido la armonía entre generaciones; se ha roto la cadena de transmisión de una forma de vida buena capaz de dar adecuada respuesta al deseo de felicidad y de libertad a la cual aspiran los corazones de los hombres y de las mujeres de hoy.

“Emergencia educativa” que, -como ha también precisado el Santo Padre -, es “inevitable” en una sociedad en la cual prevalece el relativismo que, sustrayendo “la luz de la verdad”, antes o después condena a la persona “a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su empeño por construir con los otros algo en común” (Discurso de apertura al Convenio eclesial de la diócesis de Roma sobre familia y comunidad cristiana, 6.06.2005); de este modo se hace que la insatisfacción y el sentido de vacío existencial, la abolición de los vínculos más sagrados y de los efectos más dignos, la fragilidad de las personas, la precariedad de las relaciones y también la desconfianza hasta de sí mismo, prevalezca en nuestras sociedades.

En estas condiciones culturales, en los diversos niveles de la conciencia colectiva parece haber desaparecido no sólo la práctica feliz de procesos educativos, sino, más aún, la idea misma de educación. La crisis de la idea educativa se revela así como la síntesis de un cansancio de la civilización que se manifiesta como déficit de esperanza y de voluntad de futuro que la conduce al “desierto de lo sin sentido”.

“Sentido” quiere decir significado y dirección, capacidad de dar un nombre a las propias experiencias, exigencias acciones y relaciones dentro de un orden más amplio que orienta el proyecto del vivir y ayuda al bien actuar. “Sentido”, que por ello también quiere decir proveniencia de, y pertenencia a, una realidad más grande de sí, dentro de la cual se formulan hipótesis, con la que se instauran confrontaciones y también conflictos, pero con la que en todo caso se tiene referencia y se está en comunicación.

El venir a menos del “sentido” expone a la persona, a los jóvenes en particular, a una confrontación sin mediaciones, con una inédita cultura tecnológica (o, mejor, tecnocrática), que es una suerte de aparato anónimo y potente que produce medios pero no da fines, que prospecta posibilidades innumerables pero no da criterios sensatos de elección. Una cultura que, por ejemplo, sugiere que en línea de principio todo es posible e ilimitadamente manipulable: la realidad externa y aquella interior, el propio cuerpo y la propia psique, la trasmisión de la vida y la muerte.

A una superficial inteligencia conectiva se yuxtapone con el tiempo un analfabetismo afectivo que está a la base de cuanto con frecuencia se lamenta en el ámbito familiar, escolástico y laboral: la escasa capacidad de atención, de precisión, de aplicación, la falta del gusto por aprender y de la cosa bien hecha, de la sinergia de interés y de reflexión, la poca capacidad de escucha y de juicio ponderado.

Ciertamente existe un deseo de relaciones constructivas, una exigencia más o menos consciente y difundida de educación, sin embargo, es el actual contexto cultural quien prejuzga la posibilidad misma de la educación, sus premisas, sus condiciones y su idea. No puede no llamar la atención, de suyo, el hecho de que las ideas más difundidas sobre la educación sean hoy esencialmente conformes al contexto cultural existente, tal vez en el presupuesto de que la educación deba servir a vivir en el propio mundo, esto es, a adaptarse, más que a dar forma, ante todo, a un sujeto auténticamente humano.

A ello tiende el modelo general educativo que mira casi exclusivamente a la simple adquisición de conocimientos, habilidades y competencias coherentes con el orden tecnológico del mundo contemporáneo. La educación se resuelve trasmitiendo informaciones y capacidades, y socialización cultural.

A ello tiende, a su vez, aquel otro modelo educativo general actual que, valorizando la espontaneidad en perspectiva antiautoritaria, descarta la idea de educación como trasmisión de modos de comportamiento, de valores, de tradiciones y pensando ante todo en términos de autoeducación, pone al centro las cualidades del sujeto, su expresividad y su creatividad, entendidas como espontaneidad subjetiva y por ello, experimentales y cambiantes.

Estas dos direcciones generales reproducen así la separación y la complementariedad del objetivismo racional y del subjetivismo emotivo que determinan una fuerte reducción de la identidad subjetiva y del significado de su camino educativo en aras de la ruptura de la inteligencia con el corazón, de la razón con los afectos y del individuo con los contextos de pertenencia comunitaria y de sentido. Sin embargo, -como bien ha observado Duccio Demetrio-, la educación es “más que la suma de tantas cosas (...). Más de una mera instrucción recibida, asimilada, restituida en obras y saber hacer; más del aprender; más de la ejercitación”. Más que espontaneidad y creatividad; porque más de todas estas cosas es aquel que tiene necesidad de educación.

La educación no debería, en consecuencia, ser sólo sectorialmente considerada ni sólo conformada en metodologías pedagógicas. A la idea de educación le es ante todo necesario aprehender una visión antropológica y una visión de la esencia del hecho educativo como tal. La educación es una obra que no se refiere sólo a un sector, sino a la persona en su integridad y a la sociedad en su conjunto; que abarca todos los ámbitos e intereses de la vida de una persona: la familia, la escuela, la comunidad, el trabajo, la empresa, el consumo, los medios de comunicación, el espectáculo, el deporte, etc. Nada del hombre queda fuera de esta tarea, porque, a ella, a la educación atañe radicalmente la experiencia humana elemental que está hecha de trabajo, afecto, descanso. De aquí que cualquier proyecto cultural que quiera hacer frente a la “emergencia educativa”, deba necesariamente tratar de involucrar a toda la realidad humana y a la entera sociedad.

La educación es imposible si se prescinde de la relación entre la persona y la comunidad -y ambas con aquella “realidad inaferrable”-, dentro de la cual se hace experiencia. Por ello, lo propio de cada experiencia educativa reside en el “cuidado generacional” que asegure una herencia que transmitir para nuevos enriquecimientos en virtud de una pertenencia a un común origen (genealogía). La promesa de bien con la cual el niño se trajo al mundo y con la cual se encuentra desde el nacimiento y las relaciones iniciales con los que lo aman será, a fin de cuentas, llamada a realizarse a través de la tarea de la transmisión y de la asunción del sentido pleno de la vida. Los niños no se convierten en hombres si no son ayudados a descubrir este origen. Los jóvenes necesitan vivir relaciones para aprender a hacer el bien. Tanto al interior de la familia como en la escuela y en los espacios de convivencia social, tienen que poder contar con adultos dedicados a vivir y a proponer lo verdadero, lo bello y lo bueno.

La responsabilidad, por tanto, es de los adultos: padres y educadores que en su modo concreto de querer y de trabajar, testimonian a los hijos –y así trasmiten, así educan a los jóvenes-, la verdad de la vida.

Para recuperar el sentido del educar, es necesario tomar conciencia de que el ser humano no está dotado de todo cuanto necesita para convertirse en sí mismo; que no le es suficiente un crecimiento biológico, una adaptación psicológica y una protección social, sino que necesita relaciones que lo despierten a la conciencia de sí mismo, que lo conduzcan a la vida cultural, moral y espiritual, es decir, que lo introduzcan en el mundo y lo capaciten a hacer sensatamente experiencia de él.

El hombre tiene necesidad de ser generado a la medida de su humanidad. En el corazón de la educación está, en consecuencia, la dimensión generativa humana que es génesis y vínculo, relación y reconocimiento, trasmisión y tradición, responsabilidad y fidelidad, interés y cuidado. Una idea antropológica de educación comprende en sí todo esto.

Así como ninguno está al origen de sí mismo, ninguno puede convertirse en adulto sólo. Lo que más caracteriza al hombre no se trasmite por vía biológica, sino por vía de relaciones cualificadas. Este es el espacio de la iniciativa educativa. El don inicial de la existencia tiene necesidad de ser confiado a quien esté en grado de acogerlo y de hacerlo crecer, porque, para el hombre, vivir es esencialmente y constantemente crecer.

Se da, así, un nexo muy estrecho entre generación y educación, de tal manera que donde la generación no prosigue en el acto educativo, se miente: el meter al mundo a un ser humano coincide dramáticamente con un gesto de abandono. Y ¿no es acaso esta la verdadera cuestión que está a la base del problema educativo contemporáneo?

Por ello, la acogida que se ejercita en la relación educativa no puede acontecer sino a la luz de un sentido de sobre abundancia de la existencia; aquel por el cual es posible decir que la existencia es “cosa buena”.

Obviamente, para educar en el sentido de la relación generativa es necesario presuponer que exista alguno (=persona) por generar, es decir, un sujeto libre dotado de preciosos recursos y aún indeterminado, pero no autosuficiente y también ambivalente, abierto al bien y al mal, capaz de crecimiento, pero expuesto a los peligros de la inhibición y de la regresión. En esta prospectiva también tiene ciertamente su relieve la formación operativa (conocimiento, competencia, habilidades), pero este es solo un importante componente, no el corazón del proceso educativo. Porque la educación es un concreto y complejo ejercicio de humanidad, una síntesis en vía de constitución que tiene como centro al sujeto-persona entendido como un todo, porque considerado, a su vez, capaz de totalidad y por lo mismo, de grandes narraciones.

En esta amplitud de horizonte se radica también la libertad, que no es negada por el sentido de lo verdadero y del bien o por un fin último que hace feliz la existencia. La libertad nace comprometida con el camino de búsqueda de la inteligencia y del deseo, por lo cual ella es, al mismo tiempo, elección y responsabilidad, y la educación es en todo y siempre, una cuestión de libertad comprometida peligrosamente por suscitar otra libertad y nueva responsabilidad. La sustancia del educar no es, por tanto, una técnica para producir alguna cosa en alguno, sino un actuar generador que suscita la identidad activa de otros a través de una relación envolvente y comunicativa.

De manera análoga, el entero proceso educativo es generativo de la entera humanidad de la persona para despertarla y orientarla a sí misma, a su misma capacidad de comprender lo verdadero, de querer el bien y de actuar con el máximo de su libertad. El educador tiene así la tarea primaria de suscitar y ayudar una actividad que no es él quien lleva a cabo, sino el educando, que por ello es el sujeto primero de la educación. En la educación es por tanto esencial tanto el ser educados, cuanto el educarse; educación y autoeducación van juntas y miran a una síntesis antropológica viviente que integre y armonice las diversas dimensiones de lo humano: inteligencia y razón, deseo y afectividad, libertad y dependencia.

a) Educación de la inteligencia y a la inteligencia. A la inteligencia, ante todo, en cuanto activación de las capacidades intelectuales de escucha, de interrogación y de comprensión, y por tanto, de las capacidades racionales de razonamiento y de argumentación que eviten el bloqueo de la mente sobre el caleidoscopio de las informaciones, sobre el imaginario virtual, sobre la comunicación informática, sin nada quitar a la utilidad instrumental de estas cosas.

Esencial a la educación intelectual es el reconocimiento crítico de la “amplitud de la razón” (Benedicto XVI en Ratisbona), esto es, de su radical apertura a la verdad y al sentido, y de su extensión a la pluralidad de los métodos y de los saberes (teóricos, científicos, técnicos, estéticos, morales). Entretejer profundidad y extensión del saber es esencial a la formación para evitar superficialidad y fundamentalismo y para estar en grado de unir mentalmente verdad y complejidad.

b) Educación al deseo y de la afectividad. Educar al deseo, despertando en la afectividad su profundidad elemental de deseo del bien y del bien humano en su plenitud, en la cual todas las personas, cada una según su propia sensibilidad, cultura e historia, comunican. Y educación de la afectividad a regularse sobre la amplitud, profundidad y extensión del deseo humano, contra la tendencia a una afectividad emotiva separada de las raíces del deseo y de la propia racionalidad. Una afectividad, por tanto, restituida a sí misma, es decir, a su capacidad de ser vínculo en el cual identidad y diferencia tratan la mutua conciliación, -como en el caso paradigmático de la identidad-diferencia sexual-, y a su capacidad de amar en modo intenso, estable, generoso.

c) Educación a la libertad y de la libertad. Educar a la libertad quiere decir, ante todo, no hacer discursos sobre la libertad, sino hacer experiencia de la libertad como llamada dirigida a la libertad junto con su puesta a prueba en el espacio de la relación educativa. Educar a la libertad, además, significa liberar la libertad de la desastrosa idea de ser toda y solo poder de elección y no, también, capacidad de adhesión al bien y capacidad de relación con la otra libertad. La educación de la/a la libertad es esencialmente educación a la relación entre las libertades y experimento de su convivencia. No es posible educarse a la libertad, sin advertir el vínculo que la propia tiene con aquella de los otros y de todos los otros.

La educación se lleva a cabo en una relación generativa y por lo mismo, asimétrica: no hay educación posible sin que alguno se asuma y le sea reconocida una función de autoridad. Función hoy mal vista, y sin embargo difícilmente evitable en cualquier contexto social. Lo que es sin embargo cierto, es que la autoridad en educación no puede tener eficiencia y eficacia si no es de hecho acompañada por una credibilidad, esto es, por una superioridad benéfica reconocida, que hace razonable la adhesión del educando. La autoridad tiene la tarea esencial y delicada de llevar a cabo una “función de coherencia” del proceso educativo como capacidad de dar las razones de aquello que propone y de aquello que impone como continuidad de reclamo, estabilidad de empeño, adaptación del juicio en el cambio de las situaciones, como verificación del camino.

El bien fascina y convence si se encuentra en una experiencia humana viva. Es necesaria la experiencia de la autoridad. La autoridad es la presencia del valor en una persona que da testimonio de él y es guía en el camino hacia la experiencia del valor. La autoridad transmite la experiencia de los valores para que se pueda poner a prueba en la vida del discípulo. El discípulo no repetirá servilmente esta experiencia, sino más bien la confrontará con sus propias experiencias y la filtrará a través de ellas reviviéndola y haciéndola propia. En este proceso continuo de transmisión y verificación crítica, la tradición de una cultura crece y se renueva en el tiempo.

Lamentablemente, hoy es el poder social quien se alía con las pasiones del alma para impedir que se forme una personalidad responsable y libre, y sí para crear una masa manipulable por quien tiene el poder. Este es el problema de la educación en nuestro tiempo.

Señoras y Señores. La “pasión educativa” –ha dicho el Santo Padre a los obispos italianos (27.05.2010)-, debe ser “una pasión del ‘yo’ por el ‘tu’, por el ‘nosotros’, por Dios, y que no se resuelve en una didáctica, en un conjunto de técnicas ni tampoco en la transmisión de principios áridos”, sino un “acompañamiento. “Educar, es formar a las nuevas generaciones, para que sepan entrar en relación con el mundo, fuertes en una memoria significativa que no es sólo ocasional, sino acrecentada por el lenguaje de Dios que encontramos en la naturaleza y en la Revelación, por un patrimonio interior compartido, por la verdadera sabiduría que, mientras reconoce el fin trascendental de la vida, orienta el pensamiento, los afectos y el juicio”.

Esta nueva forma de educar “necesita lugares creíbles: ante todo la familia, con su papel peculiar e irrenunciable; la escuela, horizonte común más allá de las opiniones ideológicas; la parroquia, ‘fuente del pueblo’, lugar de experiencia que inicia a la fe en el tejido de las relaciones cotidianas”. En ellos, la educación se juega en “la calidad del testimonio, vía privilegiada de la misión eclesial”. “La acogida de la propuesta cristiana pasa, de hecho, a través de relaciones de cercanía, lealtad y confianza”.

“Educar –reconoce el Papa-, no ha sido nunca fácil, pero no debemos rendirnos: minusvaloraríamos el mandato que el Señor mismo nos ha confiado, llamándonos a apacentar con amor a su rebaño”.

¡Muchas gracias!

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