Domingo III Ordinario 2013“…me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva”

Escrito por Mons. Ramón Castro Castro

INTRODUCCIÓN

No cabe duda que a fuerza de repetir lo mismo cada vez, termina uno por caer en el fastidio y el descrédito. Por mucho tiempo, discursos multiplicados han dicho y prometido lo que no acaba de cumplirse nunca. Y este mal, no es exclusivo de ningún sector, ni de ningún foro… Palabras van y vienen; unas más, otras menos; pocas que dicen mucho y muchas que dicen poco. Palabras entran y salen por los oídos de todos y ya no se toman la molestia siquiera de tocar a la puerta del corazón, o de la razón, o de la voluntad.

Pareciera, en breves sentencias, que nos hemos vuelto inmunes al poder de las palabras. Pero a la vez, hemos de constatar con tristeza, que aún seguimos siendo vulnerables a la manipulación y al consumismo de posturas, ideologías, creencias y prácticas que sí afectan nuestra manera de vivir.

Muchas palabras se han dicho, a veces iguales aunque no con la misma dirección ni la misma pretensión. Sin embargo, no son muchas las que son capaces de transformar las cosas difíciles y nocivas que nos rodean y nos rondan. De hecho, una sola palabra es la que puede devolver al hombre a su estado original, recuperar lo más noble del ser humano y satisfacer los deseos de plenitud que no se colman con migajas. Esa palabra, es el Verbo Eterno, quien por nuestra salvación, se ha hecho carne.

De Él escuchamos realmente lo que conviene oír; de Él emana lo que busca el corazón humano; de Él procede la verdad de todo cuanto existe.

Lo lamentable es que muchos escuchamos las palabras del Evangelio, pero no tiene efectos secundarios. Leemos la Biblia en casa, la escuchamos en la celebración de la Misa, la encontramos escrita en un lugar aquí y allá, pero no transforma ni mueve ya nada en nuestro interior. ¿Cuántos nos confesamos católicos, discípulos de Jesucristo y cuántos en realidad pueden presumir de vivir conforme a sus criterios y a la verdad del Evangelio?

En el prólogo del evangelio que escuchamos hoy, san Lucas atestigua que muchos han intentado escribir la historia de las cosas que habían sucedido hasta entonces… porque atinadamente, el hombre por su inteligencia ha descubierto que la historia es la gran maestra, la que nos previene de errores y la que registra aciertos. El Evangelista da cuenta de su propio propósito, luego de informarse con detalle desde el principio, para poner por escrito y en orden, lo que de palabra había escuchado y trasmitido, con la única intención de reconocer en los hechos narrados, la verdad que contienen. Su evangelio tiene dedicatoria, un tal Teófilo, que pudiera sonarnos a una persona concreta y particular. En realidad, san Lucas no redacta el evangelio para alguien en específico, sino para todos los que son Teófilo (teo=Dios, filo=amante), es decir, para todos los que aman y buscan a Dios con sinceridad de corazón.

Lo que el Evangelio nos dice a cada momento, cuando le prestamos oído y atención, no alimenta solamente la inteligencia, ni aumenta los conocimientos, sino que nutre el alma y aumenta la sabiduría de vida. El evangelio resulta comprensible, con su dimensión de palabra de Dios en palabras humanas, con su fundamento de inspiración, únicamente para aquellos que buscan verdaderamente a Dios, que quieren conocerlo de la única manera como se le puede conocer: amándolo.

Hoy no solamente tengamos los ojos abiertos, y lo oídos de par en par, la Palabra de Dios solo se aprecia y se comprende con el corazón dilatado, y es ésta, la única palabra digna de ser creída, la que no defrauda, la que no somete, la que no manipula; la única que tiene la fuerza de transformar, recrear y hacer nuevas todas las cosas…incluso nuestro huraño corazón.

1. PALABRA Y CONVERSIÓN

Muy unido al tema de la palabra y de su fuerza y eficacia, nos encontramos con la primera lectura, entresacada del libro de Nehemías, gobernador de Israel cuatro siglos antes de Cristo. Durante la fiesta de las Tiendas, Esdras el sacerdote y escriba, junto con los levitas, trajeron ante la asamblea el libro de la ley. Desde el amanecer y hasta el mediodía dieron lectura y explicaban los contenidos de la ley mosaica y dice la Escritura: todo el pueblo estaba atento…

La actitud y los gestos de Esdras, que sobre aquel estrado construido para la ocasión y a la vista de todos, abre el libro y bendice a Dios, es un acto de reverencia y reconocimiento al Espíritu que aletea bajo la oscuridad de la tinta que graba las letras de aquel libro. No es homenaje a la redacción de nadie, no es veneración a la forma de la ley, sino a su contenido. El rito del sacerdote, unido a la respuesta entusiasta del pueblo que responde al unísono: ¡Amén!, para postrarse luego rostro en tierra, deja en evidencia la claridad que todo el pueblo tenían acerca de aquel libro sagrado. Las palabras que se leían en él, no eran sino el testimonio del amor que Dios les había manifestado, primero revelándose y pactando una alianza eterna y luego mostrándose como su bienhechor, liberador y salvador.

Toda esta ceremonia, ante los ojos incrédulos de los paganos, hubiera parecido un mero drama, una ridiculez, un verdadero absurdo, al postrarse ante un libro, en apariencia tan común y corriente. Y valga decir, que lo sorprendente e importante del asunto no es lo exterior que hasta ahora nos ha ocupado, sino la conciencia que mueve todos estos signos. Israel ha aprendido a escuchar a Dios. Sí, con muchos años de esclavitud en Egipto, con cuarenta años de peregrinación por el desierto, con repetidos ataques y destierros, pero no hay que negar que a veces, el sufrimiento es el único remedio para destapar los oídos del corazón. Han pasado casi cien años de la repatriación, después del destierro del pueblo en Babilonia, y ahora pueden escuchar con corazón limpio, la Palabra de Dios.

El pueblo está atento, según narra la lectura. Hombres y mujeres presentes saben que no escuchan al sacerdote, ni oyen sermones de los levitas; ellos están ciertos de que es Dios mismo quien les habla, quien renueva su alianza, quien les recuerda la salvación tantas veces ofrecida y otras tantas rechazada por la dureza del corazón humano.

Con la nitidez del espíritu de fe que es el mejor intérprete de la Escritura, la gente podía comprender cuanto escuchaba, de modo que todos lloraban –dice el pasaje de este día-, al escuchar las palabras de la ley. Y yo me sorprendo por la fe con que escuchaban, la sencillez con que atendían, la humildad con que se confrontaban ante la palabra divina. Las lágrimas tienen una razón múltiple: alegría, coraje, tristeza, desesperación… Me atrevo a pensar que el llanto de aquella asamblea era de dolor y de gratitud. Los destierros que había sufrido Israel no tenían otro culpable que el mismo pueblo y sus pecados. Recordar el amor que Dios les había prodigado, no puede menos que provocar lágrimas por tanta ingratitud. Es el dolor de los pecados, el sufrimiento por mal pagar a quien nos quiere bien. Alguna vez escuché que el dolor de los pecados es proporcional a la conciencia que se tenga del amor de Dios. Al ritmo de la lectura del libro de la ley, el pueblo reconoce y hace consciente el grande amor que Dios les ha tenido, y por tanto, no queda de otra sino llorar la rebeldía injusta, la traición y el desamor.

Pero también, aquella asamblea que celebra la Palabra llora de gratitud, porque han podido constatar que a pesar de sus faltas, Dios sigue saliendo en defensa suya y continúa siendo para Israel, el Esposo fiel que no rompe su alianza y juramento.

Admirar esta escena, no puede menos que aguijonearnos a nosotros en nuestra conciencia para cuestionar nuestra manera de escuchar a Dios, para cuestionar la respuesta que le damos, para cuestionar la eficacia de su voz en nuestro interior.

Palabra y conversión se unen de tal modo, que resulta imposible disociarlas. Necesitamos escuchar nuestros errores que nos gritan los demás, que nos gritan los signos de los tiempos, que nos grita nuestra conciencia; la palabra es el recurso para reconocer, para darnos cuenta de ciertas cosas, y sólo escuchando la palabra que dicta verdad podemos movernos a la conversión, al cambio radical de vida, a la transformación de nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes, mas la Palabra sólo da el fruto de conversión cuando se escucha con un corazón humilde. Pidamos hoy saber escuchar la voz de Dios, y si es preciso, llorar nuestros pecados, e iniciar el camino de conversión para alcanzar misericordia.

2. LA ANALOGÍA DEL CUERPO

Justamente recién concluimos el octavario por la unidad de los cristianos, y ya este domingo se ofrece a la reflexión las palabras del apóstol Pablo a propósito de la unidad del cuerpo, en su diversidad de miembros. Si el tema para la meditación de este domingo tiene una raíz común en todas las lecturas, podemos entender que es la única Palabra de Verdad, la Palabra hecha carne, la que puede dar cohesión a la unidad entre los cristianos, la única que reúne con su fuerza a los que compartimos una misma fe y un mismo bautismo. Es el Verbo el artífice de la unidad, el que convoca a todos los que creen en Él en una sola familia.

Todos debemos sentirnos responsables, por nuestras palabras y testimonio, de propiciar la unidad o de mutilar el cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. La pluralidad y diversidad de miembros no implica la división y la distancia entre ellos. Escucharnos convocados por la misma voz, es una razón fuerte para reconocernos todos como hermanos.

Del mismo modo que la analogía del cuerpo puede aplicarse a todos los discípulos de Cristo dispersos en cada latitud, se aplica al seno de la Iglesia que es para nosotros Madre y Maestra.

En efecto, el Cuerpo Místico que completamos unidos a todos los hermanos, se nutre de la Palabra y vive de la Eucaristía, pero resulta que también se ve sometido a sufrimientos y heridas tormentosas que desdibujan el deseo de Dios.

En esta imagen que utiliza el Apóstol para hablar de la unidad en la diversidad, se comprende bien aquella parábola del cuerpo que se cuenta por allí:
Un día la mano izquierda dijo a la derecha:
- Nosotras trabajamos para el estómago y él... ¡nada!
Apenas lo oyeron, las piernas dijeron:
- Nosotras también, y él ¡puro comer! Hagamos huelga. Y si el estómago quiere comer, que se las arregle como pueda.
Oyendo todo esto, el estómago dijo con tristeza:
- Yo no soy un comodino y perezoso. Nuestros trabajos son diferentes. Dependemos unos de otros para estar fuertes.

No le dejaron hablar más y los brazos también se sumaron a la protesta, junto con otros miembros que compartían el mismo reclamo. Pero al cabo de unos días se empezaron a quejar de lo débiles y cansados que se encontraban. Lo mismo decían las piernas y la cabeza, y todos los miembros del cuerpo coincidían en la misma queja. Entonces habló de nuevo el estómago mostrándoles su error por el que ahora pagaban las consecuencias y proponiéndoles que lo alimentaran de nuevo... La cabeza pensó, las piernas fueron donde había comida, las manos la llevaron a la boca, los dientes la masticaron y poco después exclamaron a la par:
- Parece que nos vamos recuperando. ¡Qué bien estamos!
Todos los miembros del cuerpo comprendieron entonces muchas cosas.

Es lo mismo que san Pablo nos dice en esta carta a los corintios. A pesar de ser todos diversos, todos somos necesarios para la edificación del único cuerpo del Señor. Los menosprecios, las rivalidades, las divisiones, solo contribuyen al deterioro de nuestra propia salud. Las virtudes y los vicios, los méritos y los pecados, benefician o perjudican a todos los demás. Es como pretender arrojar una piedra al agua de una piscina, sin que provoque ondas y sacuda el líquido de todo el contenedor. De esto se tratan los pecados sociales; de esto, las consecuencias de nuestras faltas; de esto, el desorden que gira a nuestro alrededor. No es tan fácil como lavarse las manos y deslindar responsabilidades. Se trata de gozar junto con el que goza y sufrir con el que sufre. Es ingenuo e irresponsable pensar que perjuicio y beneficio sólo me afecta a mí, eso está lejos de ser Iglesia y comunidad.

Y a pesar de que el Apóstol enumera los oficios como por orden de importancia, lo cierto es que enumera los servicios por orden de responsabilidad. No se trata de quién está sobre quién, sino de que todos tengan la conciencia de su misión como un servicio para los otros.

Conviene pues, queridos hermanos y hermanas que descubramos cuál es nuestro lugar en el conjunto de todo el cuerpo, y qué tan sano o enfermo estamos y qué mal ocasionamos a nuestros hermanos. Escuchemos cómo todos llamamos Padre al mismo Dios, y por ende, todos somos hermanos. Estemos de igual modo, atentos a los gritos y lamentos de los demás para ser solícitos y solidarios con los hermanos que sufren.

La experiencia de santa Teresita del Niño Jesús, mientras meditaba este texto, es sorprendente. En sus propias palabras cuenta que “al contemplar el cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido a mí misma en ninguno de los miembros que san Pablo enumera, sino que lo que yo deseaba era más bien verme en todos ellos. Entendí que la Iglesia tiene un cuerpo resultante de la unión de varios miembros, pero que en este cuerpo no falta el más necesario y noble de ellos: entendí que la Iglesia tiene un corazón y que este corazón está ardiendo en amor. Entendí que sólo el amor es el que impulsa a obrar a los miembros de la Iglesia y que, si faltase este amor, ni los apóstoles anunciarían ya el Evangelio, ni los mártires derramarían su sangre. Reconocí claramente y me convencí de que el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares, en una palabra, que el amor es eterno.

Entonces, llena de una alegría desbordante, exclamé: «Oh Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación: mi vocación es el amor. Sí, he hallado mi propio lugar en la Iglesia, y este lugar es el que tú me has señalado, Dios mío. En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré todo, y mi deseo se verá colmado»”.

Seamos ojo, o pie, o mano o cabeza, pero seámoslo en el amor.

3. LA MISIÓN DE JESÚS

Para Jesús, ha llegado el momento de volver a casa, a los suyos, ante los amigos de la infancia, ante la mirada de aquellos que le han visto crecer, pero aún no le han visto cumpliendo con la misión a la que fue enviado.

Es en la sinagoga de Nazaret a la que entra Jesús aquel sábado de asamblea. Es Él quien se acerca para hacer la lectura y comentar, como era la costumbre entre los hombres adultos. Es el volumen del profeta Isaías al que da lectura, aquel en el que se lee: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido… Aquel breve trozo de la Escritura se convierte en el discurso programático que pone de manifiesto la misión encomendada por el Padre.

Algo no ocurre como debiera. Resulta que el texto que había de leerse no concluye donde lo termina Jesús. Es verdad que el Mesías viene a anunciar la buena nueva, la liberación a los cautivos, curación a los ciegos, libertad a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor. Pero Jesús omite aquello que vaticina el profeta: el día de la ira de nuestro Dios.

De este modo, convierte el sermón en mensaje, y el augurio de justicia en misericordia. Asumiendo su tarea como el Mesías esperado, va más allá para manifestarse como el Salvador.

El anuncio de Jesús es buena noticia, que viene a liberar incluso de la angustia de las conciencias manchadas para brindarles el bálsamo de la redención; no se anuncia un dominio diferente, se anuncia la llegada del Reino de Dios.

El Dios hecho hombre, viene a liberar, a salvar, a perdonar y en rescate por todos. Para muchos hombres religiosos de su tiempo, cumplir la misión consistía en atormentar a los hermanos, infundiendo miedo y terror ante la justicia divina. Muchos vivían a expensas del deseo de salvación que movía al pueblo a la penitencia, al sacrificio, a la limosna.

En últimos tiempos, tergiversando la integridad del mensaje cristiano, relativizaron y volvieron ideología a la famosa Teología de la Liberación. En efecto, son verdad las premisas de las que parten porque Cristo viene a liberar al hombre, como Él mismo lo confiesa en el pasaje del Evangelio de hoy, pero toda teología, a fin de ser fiel a la fuente de la que emana, debe ser liberadora. Liberar no conlleva obligadamente a enfrentar hermanos ni buscar posiciones. La liberación que trae Jesús, libera incluso de estas pretensiones. El giro revolucionario de las propuestas del Señor no significa conflicto entre los hermanos sino frente a los poderes del mal y del pecado en el corazón humano. La historia nos da pruebas fehacientes de que las verdaderas revoluciones que transforman la realidad no estriba en luchas ni violencia, sino en la toma de conciencia de las esclavitudes propias y comunes e insta a liberarse, comenzando por sí mismos; significa recuperar la imagen y semejanza divinas conforme a las que fuimos creados; significa purificar la dignidad humana que lo reconoce como hijo de Dios; significa promover al hombre integralmente, no sólo en lo económico, o social, o religioso. Se trata de hacer una opción preferencial por los hermanos más pobres y necesitados, pero que no excluye a quienes viven una pobreza y necesidad diferentes.

Además, la liberación eficaz y coherente no se obtiene con elaboración de teorías y doctrinas, por más altruistas y filántropas que parezcan. Es el compromiso concreto y permanente por liberarse y liberar a todo hombre de la esclavitud del pecado y por promoverlo integralmente mediante la conversión del corazón por el anuncio del Evangelio. La liberación auténtica y efectiva implica la encarnación de la fe en la vida cotidiana.

De este modo entendemos el significado real de nuestra propia misión de bautizados, no de jueces que someten a rigurosa sentencia a los demás ni convierten la buena noticia en tenebroso pregón que intimida. Se nos impone pues la urgencia de dar un testimonio coherente de justicia, de solidaridad, de paz, de amor a la verdad y al hermano.

El Espíritu del Señor también nos ha ungido desde el día de nuestro bautismo para ser trasmisores, con obras y palabras, de esta buena noticia; para liberarnos y colaborar en la liberación del hombre de todo grillete y cadena que pueda esclavizarlo.

Preguntémonos sobre nuestra propia libertad, sobre la urgencia de romper lazos que atan y anclas que detienen; cuestionemos la coherencia de vida ante un Evangelio que quiere rescatarnos y liberarnos; que asumamos de una vez por todas, la misión que nos comparte Jesucristo de ser mensajeros de buenas noticias. Seamos constructores del Reino de Dios en medio de este mundo que nos ha tocado vivir.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Jesús cumple en sí mismo la promesa de liberación hecha desde antiguo. Su presencia en medio de aquella asamblea litúrgica representa la presencia mesiánica en la asamblea de la humanidad y de la historia, a la que Jesús entra para ofrecer la buena noticia de la salvación.

Deseo que se cumpla también en nosotros el Evangelio que acabamos de escuchar y seamos responsables de trasmitir coherentemente la fe, a pesar de las dificultades propias de estos tiempos nuestros.

Esta tarea se vuelve más sencilla y a la vez más urgente cuando nos descubrimos miembros de un único cuerpo, que se ve lacerado por nuestras infidelidades y fortalecido con nuestras virtudes. Que en el cuerpo que es la Iglesia cada uno sea todo y solo lo que tiene que ser, en el amor.

Por último, en el marco del Año de la Fe, con la invitación insistente a reanimarla, purificarla y confesarla, acerquémonos a la Palabra de Dios con un corazón sencillo y pongamos nuestra vida frente a Él para confrontarla y revitalizarla. Ante Dios que nos habla con una palabra que es afilada y penetra hasta lo más profundo, dejémonos interpelar por Él y permitamos sentir la urgente necesidad de iniciar el propio proceso de conversión. Queridos “Teófilos”, busquemos a Dios con todo el corazón y con los oídos abiertos para disfrutar de la vida nueva y de su salvación que nos ofrece. Ánimo. Me encomiendo a sus oraciones.

+ Ramón Castro Castro
Obispo de Campeche
Noticia: 
Nacional