En el marco del 10 de mayo: Día de las Madres

de Alberto Suárez Inda
Arzobispo de Morelia
Palabra del Obispo

La celebración del Día de las Madres es ocasión para felicitar a todas las mamás, reconocer la grandeza de su vocación y misión, que es mucho más que una cuestión biológica ya que se trata de dar vida a un ser humano que tiene una dignidad y un destino en el maravilloso y dramático entramado de la historia familiar, social y eclesial.

Dios creador, principio y fin de todo lo que existe, ha querido elegir a una mujer, a una creatura pequeña y humilde, para proponerle la misión más sublime que pudiera imaginarse: ser la Madre del Verbo Encarnado, del Salvador del mundo, de Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios.

Lo que más sorprende es que la inmensa gracia que invadió y transformó a la Doncella de Nazaret, dejó intacta la libertad de esa jovencita a la que el Ángel pidió su consentimiento. La Encarnación del Hijo de Dios dependía del “Sí” pronunciado con plena deliberación por María, quien respondió al mensaje divino con un acto de fe y de obediencia al decir: “Hágase en mí según tu palabra”.

A partir de ese momento, la maternidad adquiere una trascendencia y un significado insospechados. El título de “Madre de Dios”, que ya el Concilio de Éfeso le otorga a María desde el siglo V, es consecuencia del reconocimiento de la divinidad de Jesús, fruto de sus entrañas. Alabar a María, felicitarla y honrarla, no es otra cosa que admirar las maravillas que Dios realizó en la pequeñez de su sierva.

No es extraño que en el marco del mes de mayo, dedicado de manera especial a la Virgen Madre, también felicitemos y honremos a todas aquellas mujeres que con plena conciencia y libertad aceptan colaborar en la formación de los hijos de Dios que, por la gracia, participan de la vida divina que nos consiguió el Redentor. La tarea de una madre cristiana es cuidar y acrecentar en cada uno de sus hijos la vida humana y sobrenatural.

Ser Madre al estilo de María comporta también respetar la vocación del hijo o de la hija, que en el Plan de Dios han de seguir un camino de realización en la libertad del amor que es entrega generosa. Una mamá y un papá no son dueños de sus hijos, no han de acapararlos ni condicionarlos. Han de impulsarlos para que sean ellos mismos y sepan elegir y cumplir su vocación.

Desde que Jesús era apenas un adolescente, se clavaron en el corazón de María aquellas palabras suyas: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” Cuando María acompaña a su Hijo en el Calvario entenderá hasta dónde llegan las exigencias de la obediencia de Jesús a su Padre. María recibe, precisamente junto a la Cruz, en medio de un inmenso dolor, la misión de ser Madre de la Iglesia y colaboradora de la redención universal.

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