SAN GREGORIO de Nazianzo fue declarado Doctor de la Iglesia y apodado "el teólogo", (título que comparte con el Apóstol San Juan), por la habi- lidad con que defendió la doctrina del Concilio de Nicea, Nació hacia el año 329, en Arianzo de Capadocia. Era hijo de Santa Nona y San Gregorio el Mayor. Su padre era un antiguo propietario y magistrado que, después de convertirse al cristianismo junto con su esposa, recibió el sacerdocio y gobernó durante cuarenta y cinco años la diócesis de Nazianzo. Sus hijos, Gregorio y Cesario, recibieron una educación excelente. Después de haber hecho sus primeros estudios en Cesárea de Capadocia, donde conoció a San Basilio, San Gregorio de Nazianzo, que quería ser abogado, pasó a Cesárea, en Palestina, donde había una famosa escuela de retórica. Más tarde volvió a reunirse con su hermano en Alejandría. En aquella época, los estudiantes pasaban con facilidad de una escuela a otra; San Gregorio, después de una corta estancia en Egipto, decidió ir a terminar sus estudios en Atenas. Una furiosa tempestad que sacudió durante varios días la nave en que iba Gregorio, le hizo caer en la cuenta del riesgo en que se hallaba de perder su alma, ya que aún no había recibido el bautismo. Sin embargo, no se bautizó sino hasta varios años después, probablemente porque compartía la creencia de su época de que era muy difícil obtener el perdón de los pecados cometidos después del bautismo. Gregorio pasó diez años en Atenas; casi todo ese tiempo estuvo con San Basilio, de quien llegó a ser íntimo amigo. Otro de sus compañeros, aunque no de sus amigos, fue el futuro emperador Juliano, cuya afectación y extravagancia eran muy poco del gusto de los jóvenes capadocios. Gregorio partió de Atenas a los treinta años de edad, después de aprender cuanto sus maestros podían enseñarle. No sabemos exactamente qué pensaba hacer en Nazianzo; en todo caso, si tenía intenciones de practicar su carrera de leyes o enseñar retórica, modificó sus planes. Gregorio había sido siempre muy devoto; pero por entonces abrazó una forma de vida mucho más austera, transformado, según parece, por una profunda experiencia religiosa, que tal vez fue el bautismo. Basilio, que vivía como solitario en el Ponto, en las riberas del Iris, le invitó a reunirse con él, y Gregorio aceptó al punto. En medio de aquel hermoso paisaje solitario, del que San Basilio nos dejó una bellísima descripción, los dos amigos pasaron un par de años, consagrados a la oración y al estudio; durante ellos, hicieron una colección de extractos de las obras de Orígenes y echaron los fundamentos de la vida monástica de oriente, cuya influencia había de dejarse sentir también en el occidente a través de San Benito.
Gregorio tuvo que arrancarse de aquel remanso de paz para ir a ayudar a su padre, que tenía ya ochenta años, en la administración de su diócesis y de sus bienes. Pero el anciano, al que no satisfacía plenamente la ayuda que su hijo le prestaba como laico, le ordenó sacerdote más o menos por la fuerza, con la ayuda de algunos fieles. Aterrorizado al verse elevado a la dignidad sacerdotal, de la que la conciencia de su indignidad le había mantenido alejado hasta entonces, San Gregorio se dejó llevar de su primer impulso y huyó en busca de su amigo Basilio. Sin embargo, diez semanas más tarde, volvió a la casa de su padre, decidido a aceptar las responsabilidades de su vocación. La apología que escribió sobre su fuga es, en realidad, un tratado sobre el sacerdocio, en el que se fundaron cuantos han escrito posteriormente sobre el tema, empezan- do por San Juan Crisóstomo. Un incidente se encargó pronto de demostrar cuan necesaria era la presencia de Gregorio en Nazianzo. Su padre y muchos otros prelados habían aceptado las decisiones del Concilio de Rímini, con la esperanza de ganarse así a los semiarrianos. Esto produjo una violenta reacción entre los mejores católicos, especialmente entre los monjes, y sólo la habilidad de San Gregorio consiguió evitar el cisma. Todavía se conserva el discurso que pronunció el día de la reconciliación, así como dos oraciones fúnebres de la misma época: la de su hermano San Cesario, que había sido médico del emperador en Constantinopla, en el año 369 y la de su hermana Santa Gorgonia.
El año 370, San Basilio fue elegido metropolitano de Cesárea. En aquella época, el emperador Valente y el procurador Modesto hacían lo imposible por introducir el arrianismo en Capadocia y San Basilio se convirtió en el principal obstáculo para la realización de sus planes. Con el objeto de disminuir la influencia de este último, Valente dividió la Capadocia en dos provincias e hizo de la ciudad de Tiana la capital de la nueva. El obispo de Tiana, Antimo, reclamó inmediatamente la jurisdicción archiepiscopal sobre la nueva provincia; pero San Basilio argüyó que la nueva división política no afectaba en nada su autoridad de metropolitano. A fin de consolidar su posición, contando con un amigo en el territorio en disputa, San Basilio nombró a San Gregorio obispo de la nueva diócesis de Sásima, ciudad malsana y miserable, que se hallaba situada en la frontera de las dos provincias. Gregorio aceptó contra su voluntad la consagración, pero nunca se trasladó a Sásima, cuyo gobernador era su enemigo declarado. San Basilio acusó de cobardía a San Gregorio, el cual declaró que no estaba dispuesto a batirse por una diócesis. Aunque más tarde volvieron a reconciliarse los dos amigos, San Gregorio quedó herido y su amistad no volvió a ser nunca tan íntima como antes. San Gregorio permaneció, pues, en Nazianzo, actuando como coadjutor de su padre, quien murió al año siguiente. A pesar de su deseo de retirarse a la soledad, San Gregorio tuvo que aceptar el gobierno de la diócesis, hasta que fuese nombrado el nuevo obispo. Pero la enfermedad le obligó a retirarse a Seleucia, el año 375 y ahí permaneció cinco años.
A la muerte del emperador Valente, cesó la persecución contra la Iglesia. Naturalmente, los obispos decidieron enviar a los más celosos y cultos de sus hombres a las ciudades y provincias que más habían sufrido con la persecución. La Iglesia de Constantinopla era, sin duda, la que se hallaba en peor estado, ya que estuvo sometida a la influencia de los arrianos, durante treinta o cuarenta años, y no tenía una sola iglesia para reunir a los que habían permanecido fieles al catolicismo. Un consejo episcopal invitó a San Gregorio a encargarse de la restauración de la fe en Constantinopla. Este, cuyo temperamento sensible y pacífico le hacía temer aquel remolino de intrigas, corrupción y violencia, se negó al principio a salir de su retiro, pero finalmente aceptó. Sus pruebas empezaron desde que llegó a Constantinopla, pues el populacho, acostumbrado a la pompa y al esplendor, recibió con recelo a aquel hombrecillo mal vestido, calvo y prematuramente encorvado. San Gregorio se alojó al principio en casa de unos amigos, que pronto se transformó en iglesia, y le dio el nombre de "Anastasia", es decir, el sitio en que la fe iba a resucitar. En aquel reducido santuario se dedicó a predicar e instruir al pueblo. Ahí fue donde predicó sus célebres sermones sobre la Santísima Trinidad que le merecieron el título de "el teólogo", por la profundidad con que captó la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo Poco a poco creció su fama y la capacidad de su iglesia resultó insuficiente. Por su parte, los arríanos y los apolinaristas no dejaban de esparcir insultos y calumnias contra él. En una ocasión llegaron incluso a irrumpir en la iglesia para arrastrar a San Gregorio a los tribunales. Pero el santo se consolaba al saber que, si la fuerza estaba del lado de sus enemigos, la verdad, en cambio, estaba de su parte; si ellos poseían las iglesias, él tenía a Dios; si el pueblo apoyaba a sus adversarios, los ángeles le sostenían a él. San Gregorio se ganó la estima de los más grandes hombres de su tiempo: San Evagrio del Ponto se trasladó a Constantinopla para ayudarle como archidiácono y San Jerónimo fue, del desierto de Siria a Constantinopla, para oír las enseñanzas de San Gregorio.
Pero siguió la lluvia de pruebas sobre el campeón de Cristo, tanto por parte de los herejes como de sus propios fieles. Un tal Máximo, un aventurero al que el santo había prestado oídos y alabado públicamente, se hizo consagrar obispo por unos prelados que se hallaban de paso en la ciudad y aprovechó una enfermedad de San Gregorio para apoderarse de la sede. Este consiguió imponerse sobre el usurpador, pero el incidente le dolió mucho, sobre todo cuando supo que varios de aquellos a quienes él consideraba amigos habían apoyado a Máximo.
En los primeros meses del año 380, el obispo de Tesalónica confirió el bau- tismo al emperador Teodosio. Poco después, éste promulgó un edicto por el que obligaba a sus subditos bizantinos a practicar la fe católica, tal como la profesaban el Papa y el arzobispo de Alejandría. En Constantinopla, Teodosio puso al obispo arriano ante la disyuntiva de aceptar la fe de Nicea o abandonar la ciudad. El prelado escogió el destierro y Teodosio determinó instalar a San Gregorio en su lugar, ya que hasta entonces había sido prácticamente obispo en Constantinopla, pero no obispo de Constantinopla. Un sínodo confirmó el nombramiento de San Gregorio, quien fue entronizado en la catedral de Santa Sofía, en medio de las aclamaciones del pueblo. Pero su gobierno duró apenas unas cuantos meses. Sus antiguos enemigos se levantaron contra él y la hostilidad no hizo sino aumentar, ante la decisión de San Gregorio sobre el asunto de la sede vacante de Antioquía. El pueblo empezó a dudar sobre la validez de la elección del santo, quien fue objeto de algunos atentados. Tan amante de la paz como siempre, y temeroso de que la inquietud del pueblo llevase al derramamiento de sangre, San Gregorio determinó renunciar a su cargo: "Si mi gobierno de la diócesis produce disturbios, manifestó ante la asamblea, estoy dispuesto, como Jonás, a dejarme arrojar al mar para calmar la tempestad, aunque no la he provocado yo. Si todos siguiesen mi ejemplo, la Iglesia gozaría pronto de la paz. Yo jamás aspiré a la dignidad que ocupo y la acepté contra mi voluntad. Por consiguiente, si lo juzgáis conveniente, estoy dispuesto a partir." El emperador acabó por dar su consentimiento y San Gregorio pronunció un noble y conmovedor discurso de despedida. Su tarea, ahí, estaba terminada; quedaba encendida de nuevo la llama de la fe, que se había apagado en Constantinopla y la mantuvo encendida en las horas más sombrías por las que había atravesado la Iglesia. Un rasgo característico del santo fue el que mantuvo siempre relaciones cordiales con su sucesor, Nectario, quien le era inferior en todo, excepto en la nobleza del linaje.
San Gregorio pasó algunas temporadas en las posesiones que había heredado y en Nazianzo, donde aún no se había instalado el sucesor de su padre. Pero el año 383, después de lograr que su primo Euladio fuese elegido para ocupar la sede vacante, se retiró por completo a la vida privada, en la paz de su hermoso parque, donde había un bosquecillo y una fuente. Pero aun ahí practicaba la mortificación, ya que jamás se calzaba ni encendía fuego. Hacia el fin de su vida, escribió una serie de poemas religiosos, tan bellos como edificantes. Dichos poemas son muy interesantes desde el punto de vista biográfico y literario, ya que el santo cuenta en ellos su vida y sus sufrimientos; su forma exquisita raya, a veces, en lo sublime. La fama de escritor de que ha gozado San Gregorio hasta nuestros días, se debe a esos poemas, a sus sermones y a sus deliciosas cartas. San Gregorio murió en su retiro, el año 309. Sus restos, que fueron, primero, trasladados de Nazianzo a Constantinopla, reposan actualmente en San Pedro de Roma.
San Gregorio gustaba de hablar de la condescendencia que Dios había mostrado a los hombres. En una de sus cartas, escribía: "Admirad la extraordinaria bondad de Dios, que se digna tomar en cuenta nuestros deseos como si tuviesen gran valor. Desea ardientemente que le busquemos y le amemos y recibe nuestras peticiones como si se tratase de un favor o un beneficio que los hombres le hiciésemos. Dios tiene más gozo en dar que nosotros en recibir. Lo único que no soporta es que le pidamos tibiamente y que pongamos límites a nuestras peticiones. Pedirle cosas frivolas sería hacer una ofensa a la liberalidad con que Dios está dispuesto a oírnos."
Alban Butler - Vida de los Santos