SAN FELIPE era originario de Betsaida de Galilea. Según parece, formaba parte del reducido grupo de judíos piadosos que seguían a San Juan Bautista. Los Evangelios sinópticos sólo mencionan a Felipe en la lista de los Apóstoles, pero San Juan habla de él varias veces y narra, en particular, que el Señor llamó a Felipe al día siguiente de las vocaciones de San Pedro y San Andrés. Un siglo y medio más tarde, Clemente de Alejandría sostuvo que Felipe fue el joven que respondió al llamamiento del Señor, con estas palabras: "Permite que vaya, primero, a enterrar a mi padre". A lo cual contestó Cristo: "Deja que los muertos entierren a los muertos; tú, ven a predicar el Reino de Dios (Luc. IX, 60). Es probable que Clemente de Alejandría no tuviese más argumento que el hecho de que el Señor había dicho en ambos casos: "Sigúeme". De todas maneras, tanto en el Evangelio de San Lucas como en el de San Mateo, el incidente parece haber tenido lugar algún tiempo después de que Cristo había empezado su vida pública, cuando ya los Apóstoles estaban con él. Por otra parte, consta que San Felipe fue llamado antes de las bodas de Cana, a pesar de que, como lo dijo el mismo Cristo, su hora no había llegado aún, es decir, todavía no había empezado su vida pública.
De la narración del Evangelio se deduce que Felipe respondió sin vacila- ciones al llamamiento del Señor. Aunque aún no conocía a fondo a Cristo, puesto que afirmaba que era "el hijo de José de Nazaret", inmediatamente fue en busca de su amigo Natanael (casi seguramente el Apóstol Bartolomé) y le dijo: "Hemos encontrado a Aquél sobre el que escribieron Moisés, en el libro de la Ley, y los Profetas". Esto prueba que Felipe estaba ya plenamente convencido de que Jesús era el Mesías. Sin embargo, su celo no era indiscreto, ya que no trataba de imponer, por la fuerza su descubrimiento. Cuando Natanael le objetó: "Pero, ¿puede salir algo bueno de Nazaret?", no puso el grito en el cielo, sino que invitó a su amigo a convencerse por sí mismo: "Ven a ver." Felipe figura también en la escena de la multiplicación de los panes: "Jesús, levantando los ojos, vio la gran multitud que le seguía y dijo a Felipe: ¿Dónde podremos comprar pan suficiente para que coman? Esto lo dijo para probarle, porque El sabía lo que iba a hacer." Una vez más, se manifiesto el sentido común de Felipe, quien respondió: "Doscientos denarios no bastarían para dar un trozo de pan a cada uno." Concuerda perfectamente con el carácter de Felipe, que rehuía un tanto las responsabilidades, su manera de actuar cuando unos gentiles que se dirigían a celebrar la Pascua en Jerusalén, se acercaron a él y le dijeron: "Señor, queremos ver a Jesús." En vez de responder inmediatamente, fue a pedir consejo: "Felipe fue a hablar con Andrés; y Andrés y Felipe hablaron con Jesús." Otra escena manifiesta la seriedad y lealtad de Felipe y, al mismo tiempo, su carencia de intuición. La víspera de la Pasión, el Señor dijo a sus discípulos: "Ninguno va al Padre sino por Mí. Si me cono- cierais, conoceríais también al Padre. En adelante le conoceréis, puesto que lo habéis visto." Felipe le dijo: "Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta." Jesús le dijo: "¡Tanto tiempo he estado con vosotros y aún no me conocéis! Felipe, quien me ve a Mí, ve al Padre." (Juan, xiv, 6-9).
Nada más sabemos sobre Felipe, sino que estaba con los otros discípulos en el cenáculo, esperando la venida del Espíritu Santo, en Pentecostés.
Por otra parte, Eusebio, el historiador de la Iglesia y algunos escritores de la Iglesia primitiva, nos han conservado ciertos detalles sobre la tradición referente a la vida posterior de Felipe. El más verosímil de dichos detalles es el de que predicó el Evangelio en Frigia y que murió en Hierápolis, donde fue también enterrado. Sir W. M. Ramsay encontró, en las tumbas de esa ciudad, un fragmento de inscripción que hace referencia a una iglesia dedicada a San Felipe. Sabemos también que Polícrates, obispo de Efeso, escribió al Papa Víctor, hacia fines del siglo II para hablarle de dos hijas del Apóstol que habían vivido como vírgenes hasta edad muy avanzada, en Hierápolis y menciona también a otra hija de Felipe que había sido sepultada, en Efeso. Papías, que era obispo de Hierápolis, conoció personalmente, según parece, a las hijas de San Felipe y supo por ellas que se atribuía al Apóstol el milagro de la resurrección de un muerto. Hacia el año 180, Heracleón, el gnóstico, sostuvo que los Apóstoles Felipe, Mateo y Tomás, habían tenido una muerte natural; pero Clemente de Alejandría afirmó lo contrario y, la opinión que ha prevale- cido es la de que Felipe fue crucificado, cabeza abajo, durante la persecución de Domiciano. Un detalle que oscurece mucho la cuestión, es la confusión que existió indudablemente entre el Apóstol Felipe y el diácono Felipe, llamado también a veces, el Evangelista, quien ocupa un sitio prominente en el capitule VIH de los Hechos de los Apóstoles. De ambos Felipes se afirma que tuvieron hijas que gozaron de especial consideración en la Iglesia primitiva. La tradición cuenta que los restos de San Felipe fueron trasladados a Roma y que .reposan en la basílica de los Apóstoles, desde la época del Papa Pelagio (561 p.c). Un documento apócrifo griego, que data del fin del siglo IV, por lo menos, pretende narrar las actividades de evangelización de San Felipe en Grecia, entre los partos y en otras regiones; por lo que toca a la muerte y sepultura de Felipe en Hierápolis, dicho documento se atiene a la tradición recibida.
Ordinariamente se considera al Apóstol Santiago el Menor (o el joven), a quien la liturgia asocia con San Felipe, como el personaje designado con los nombres de "Santiago, el hijo de Alfeo" (Mat. x, 3; Hechos i, 13) y "Santiago, el hermano del Señor" (Mat. xm, 55; Gal. i, 19). Tal vez se identifica tam- bién con Santiago, hijo de María y hermano de José (Marc. XV, 40). Pero no vamos a discutir aquí el complicado problema de los "hermanos del Señor", ni las cuestiones que se relacionan con él. Podemos suponer, como lo hace Alban Butler, que el Apóstol Santiago que fue obispo de Jerusalén (Hechos XV y xxi, 18), era el hijo de Alfeo y hermano (es decir, primo carnal) de Jesucristo. Aunque los Evangelios hablan apenas de este Apóstol, San Pablo cuenta que fue favorecido con una aparición particular del Señor, antes de la Ascensión. Además, cuando San Pablo fue a Jerusalén, tres años después de su conversión y los apóstoles que quedaban todavía en la ciudad le miraban con cierto recelo, Santiago y San Pedro le acogieron cordialmente. Sabemos también que, des- pués de escapar de la prisión, Pedro envió aviso de ello a Santiago, lo cual parece indicar que era una figura de importancia entre los cristianos de Jerusalén. En el Concilio de Jerusalén, donde se determinó que los gentiles no necesitaban circuncidarse para ser admitidos como cristianos, Santiago se encargó, después de oír la opinión de San Pedro, de formular la decisión de la asamblea con estas palabras: "Ha parecido al Espíritu Santo y a Nos . . . " (Hechos x v ) . Clemente de Alejandría y Eusebio afirman explícitamente que Santiago era el obispo de Jerusalén. El mismo historiador judío, Josefo, da testimonio de la gran estima en que se tenía a Santiago y declara —según cuenta Eusebio— que las terribles calamidades que había sufrido la ciudad, habían sido el justo castigo por la forma infame en que había tratado "al más bueno de los hombres". Eusebio nos ha conservado, en el párrafo que citamos a continuación, el relato que del martirio de Santiago hizo Hegesipo, a fines del siglo II:
"Santiago, el hermano de nuestro Señor, recibió junto con los otros Apóstoles el encargo de gobernar la Iglesia. Desde la época del Señor hasta nuestros días, todos le llaman "el Justo" para distinguirle de otros numerosos Santiagos. Había sido un santo desde el vientre de su madre. No tomaba vino ni bebidas embriagantes, ni comía ningún alimento que proviniese de un ser viviente. La navaja no tocó jamás su cabeza. No se ungía con aceite. Era el único que podía penetrar en el santuario, ya que no vestía túnica de lana, sino de lino (es decir, ornamentos sacerdotales). Entraba solo en el santuario y se postraba de rodillas a orar por el pueblo, de suerte que sus rodillas eran tan callosas como las de un camello, pues se arrodillaba continuamente a adorar a Dios y a pedir perdón por los pecados del pueblo. Su gran justicia le mereció el nombre de "el Justo". También se le llamaba "Oblías", es decir, protector del pueblo.
Hegesipo continúa así su relato:
"Muchos de los que creyeron debieron la fe a Santiago. Como muchos de los principales se habían convertido, los judíos, los escribas y los fariseos, empezaron a murmurar: "Dentro de algún tiempo, todos van a creer en Jesús". Así pues, fueron en busca de Santiago y le dijeron: "Te rogamos que moderes al pueblo, pues se está desviando hacia Jesús, imaginando que es el Mesías. Te rogamos que hables claramente sobre Jesús a todos los que vienen a la fiesta, pues todos tenemos confianza en ti; todos confesamos, junto con el pueblo, que tú eres justo y que no eres aceptador de personas. Así pues, convence a la multitud de que no se deje desviar por Jesús, pues en verdad, el pueblo y todos nosotros tenemos confianza en ti. Sube, pues, al pináculo del templo para que todo el pueblo pueda verte y oírte fácilmente, ya que todas las tribus y los mismos gentiles se han reunido con motivo de la fiesta. Entonces, los susodichos escribas y fariseos condujeron a Santiago al pináculo del templo y le dijeron en voz muy alta: "¡Oh tú, Justo, en el que todos tenemos entera confianza; en vista de que todo el pueblo se está desviando a causa de Jesús, el crucificado, explícanos cuál es la puerta de Jesús!" (cf. Juan, x, 1-9). Y él replicó, también en voz muy alta: "¿Por qué me preguntáis acerca del Hijo del Hombre, que está sentado a la diestra del Todopoderoso y ha de bajar, un día, sobre las nubes del cielo?" Como muchos creyeron y dieron gloria a Dios por este testimonio de Santiago, gritaron: "¡Hosanna al Hijo de David!", los escribas y fariseos se dijeron: "Hemos hecho mal en permitir este testimonio sobre Jesús. Vayamos a arrojarle desde el pináculo del templo para que el pueblo se atemorice y no crea en su testimonio." Entonces gritaron: "¡Vaya, vaya!, ¿de modo que también el Justo se ha dejado engañar?" Y cumplieron la palabra de Isaías en la Escritura: "Suprimamos al Justo, porque constituye un estorbo. Así tendrán que comer el fruto de sus propias acciones." Y, subiendo al pináculo, arrojaron desde ahí al Justo. Y decían entre sí: "Apedreemos a Santiago el Justo". Y empezaron a apedrearle, pues todavía no estaba muerto. Santiago se puso de rodillas y dijo: "Padre, te ruego que los perdones, porque no saben lo que. hacen." Como continuasen apedreándole, uno de los sacerdotes de los hijos de Recab, el hijo de Recabim, por quien había testimoniado el profeta Jeremías, les gritó: "¿Qué estáis haciendo? ¡Cesad de apedrearle! ¿No veis que el Justo está orando por vosotros?" Y uno de ellos, que era batanero, tomando el bastón con que sacudía los vestidos, lo descargó sobre la cabeza del Justo. Así fue martirizado Santiago. El pueblo le dio sepultura ahí mismo, junto al templo y su sepultura está todavía junto al templo."
Josefo cuenta el suceso de un modo un tanto diferente y no dice que Santiago haya sido arrojado desde el pináculo del templo. Pero relata que murió apedreado y sitúa los acontecimientos en el año 62. Es interesante notar, en relación con la fiesta litúrgica de la Cátedra de San Pedro, que Eusebio dice que los cristianos de Jerusalén conservaban todavía y veneraban el trono o cátedra de Santiago. Ordinariamente, se considera a Santiago como el autor de la epístola del Nuevo Testamento que lleva su nombre, cuya insistencia en el valor de las buenas obras molestaba tanto a los que predicaban la justificación por la fe sola.
Alban Butler - Vida de los Santos