2013-06-14 L’Osservatore Romano
El enfado y el insulto al hermano pueden matar. Lo recordó el Papa Francisco en la misa del jueves 13 de junio, por la mañana, en la capilla de la Domus Sanctae Marthae, comentando el pasaje del evangelio de san Mateo (5, 20-26) de la liturgia del día, donde se narra que quien se enfada con el propio hermano será procesado. Con el Papa, en el día que se cumplían tres meses de su elección, se contaban algunos diplomáticos argentinos. En primera fila el personal de la embajada ante la Santa Sede y de la embajada en Italia, los representantes ante las Organizaciones de las Naciones Unidas para la alimentación y la agricultura (Fao) y ante la Soberana Orden de Malta (Smom) y los empleados del consulado argentino en Roma y en Milán.
Al recordar a san Juan, que, respecto a quien expresa resentimiento y odio hacia el hermano, en realidad, en su corazón, ya lo mata, el Papa puso de relieve la necesidad de entrar en la lógica del perfeccionamiento, es decir, «ajustar nuestra conducta». Evidentemente —dijo dirigiéndose en lengua española a los fieles— se refiere al tema «del desacreditar al hermano a partir de pasiones interiores nuestras. Y en concreto el tema del insulto». Por otra parte, el Pontífice hizo notar irónicamente, cuánto se ha extendido «en la tradición latina» recurrir al insulto, con «una creatividad maravillosa, porque vamos inventando uno tras otro».
Cuando «es el epíteto amistoso, pasa», admitió el Papa. Pero «el problema es cuando está el epíteto del otro» más ofensivo. «Entonces —dijo— los vamos calificando con una serie de filiaciones que precisamente no son evangélicas». En la práctica, explicó, el insulto es un modo para disminuir al otro. En efecto, «no hace falta ir al psicólogo para saber que cuando uno disminuye al otro es porque no puede crecer uno y necesita que el otro vaya más abajo para sentirse alguien. Es un mecanismo feo». Al contrario, recordó el Papa, Jesús con toda sencillez dice: «no hablen mal unos de otros, no se disminuyan, no se descalifiquen. En el fondo todos estamos caminando por el mismo camino».
Esta reflexión se inspira en el pasaje del Evangelio del día, que, recordó el Papa, está en continuidad con el sermón de la montaña. Jesús —dijo— «anuncia la nueva ley. Jesús es el nuevo Moisés que Dios había prometido: daré un nuevo Moisés... Y anuncia la nueva ley. Son las bienaventuranzas. El sermón de la montaña». Como Moisés en el monte Sinaí había anunciado la ley, así Jesús vino a decir «que no viene a disolver la ley anterior, sino a darle cumplimiento, a hacerla avanzar, a hacer que sea más madura», que llegue a su plenitud. Jesús —prosiguió el Papa— «aclara muy bien que Él no viene a abolir la ley sino que hasta el último punto, la última coma de la ley se va a cumplir». Es más, vino para explicar en qué consistía esta nueva ley: «evidentemente que está haciendo un ajuste, está ajustando a los nuevos parámetros legales». Es ciertamente una reforma; y sin embargo se trata de «una reforma sin ruptura, una reforma en la continuidad: desde la semilla hasta el fruto».
Cuando Jesús pronunció este discurso —prosiguió el Pontífice—, inicia con una frase: «la justicia de ustedes tiene que ser superior a la justicia que están viendo ahora, la de los escribas y fariseos». Y si esta justicia no será «superior, perdieron, no van a entrar en el reino de los Cielos». Por ello, quien «entra en la vida cristiana, el que acepta seguir este camino, tiene exigencias superiores a las de los demás». Y aquí una precisación: «No tiene ventajas superiores. ¡No! Exigencias superiores». Jesús menciona precisamente algunas de ellas, entre las cuales «las exigencias de la convivencia», pero luego indica también «el tema de la relación negativa hacia los hermanos». Las palabras de Jesús —subrayó el Pontífice— no dejan vía de escape: «Ustedes han oído que se dijo en el pasado: no matarás. Y el que mata debe ser llevado al tribunal. Pero yo les digo que todo aquél que se enoja contra su hermano merece ser condenado, y todo aquel que lo insulta merece ser castigado por el tribunal».
Con respecto al insulto —hizo notar el Papa—, Jesús es aún más radical y «va mucho más allá». Porque dice que cuando ya «en tu corazón hay algo negativo» contra el hermano y se expresa «con un insulto, con una maldición o con enojo, hay algo que no funciona, y te tenés que convertir, tenés que cambiarlo».
Al respecto, el Papa Francisco recordó al apóstol Santiago que dice que «un barco se conduce por el timón, y a una persona la conduce la lengua». Por lo tanto —destacó el Santo Padre— si uno «no es capaz de dominar la lengua, se pierde». Es un punto débil para el hombre. Es una cuestión que viene de antaño, porque «esa agresividad natural, la que tuvo Caín con respecto a Abel se va repitiendo a lo largo de la historia. No es que seamos malos, somo débiles y pecadores». He aquí por qué —prosiguió— «es mucho más fácil arreglar una situación con un insulto, con una calumnia, con una difamación, que arreglarla por las buenas, como dice Jesús». Por otra parte, Jesús es claro al respecto, cuando invita a ponerse de acuerdo con el enemigo y llegar a un acuerdo para no acabar en el tribunal. Y va todavía más allá. «Si vas a alabar a tu Padre —agregó el Papa— y vas a presentar una ofrenda al altar y te das cuenta que tenés un problema con tu hermano, arreglá el problema».
Como conclusión, el Pontífice pidió al Señor la gracia para todos de «cuidar un poquito más la lengua respecto de lo que decimos de los demás». Sin dudas es «una pequeña penitencia, pero da buenos frutos». Es verdad que esto requiere sacrificio y esfuerzo, porque es mucho más fácil saborear «el fruto de un comentario sabroso contra otro». A la larga esta «hambre fructifica y nos hace bien». Por ello la necesidad de pedir al Señor la gracia de «ajustar nuestra vida a esta nueva ley, que es ley de la mansedumbre, ley del amor, ley de la paz», comenzando por «podar un poquito nuestra lengua, podar un poquito los comentarios que hacemos de los demás o las explosiones que nos llevan al insulto o a los enojos fáciles».