ENTRE el grupo de misioneros que partieron del monasterio de Rathmelsigi, en el año de 690, con San Willibrordo a la cabeza, para evangelizar la Frieslandia, se hallaba un diácono llamado Adalberto. Era originario de Nortumbría y, en seguimiento de San Egberto, había llegado a Irlanda, con el propósito de obedecer los consejos del Señor para alcanzar la perfección. Esa misma aspiración, unida a un gran amor por las almas, le impulsó a ofrecerse como voluntario para el trabajo de misiones entre los herejes. Los mensajeros del Evangelio gozaban de la protección de Pepino de Heristal; además, tenían en su favor el hecho de que se les facilitaba aprender la lengua para darse a entender entre los habitantes de Frieslandia; pero, de todas maneras, la personalidad de los misioneros tuvo mucho que ver con el franco éxito de su trabajo. La simpatía personal y la gentileza de Adalberto, su paciencia y su humildad, causaron profunda impresión entre los herejes a quienes convirtió a la fe cristiana. El núcleo de sus actividades era Egmond, donde fueron bautizados casi todos los habitantes. Tal vez a causa de su humildad, Adalberto no solicitó recibir las órdenes sacerdotales. Se dice, por cierto, que San Willibrordo le nombró archidiácono de Utrecht, pero en aquellos tiempos un archidiácono no era más que jefe de los diáconos, y es muy posible que San Willibrordo quisiese confiar alguna autoridad a nuestro santo.
San Adalberto murió en una fecha que se desconoce. En épocas posteriores, su tumba fue un lugar de peregrinaciones y escenario de muchos supuestos milagros. En el siglo décimo, el duque Teodorico construyó en Egmond una abadía benedictina dedicada a San Adalberto y, en tiempos recientes, cuando los benedictinos de Solesmes volvieron a establecer la vida monástica en Egmond, se eligió al mismo titular.
Alban Butler - Vida de los Santos