ENRIQUE II, hijo de Enrique, duque de Baviera y de Gisela de Borgoña, nació el año 972. Fue educado por San Wolfgango, obispo de Ratisbona y, en 995, sucedió a su padre en el gobierno del ducado de Baviera. En 1002, a la muerte de su primo Otón III, fue elegido emperador. Enrique no perdió minea de vista los peligros a los que se hallan expuestos los gobernantes. Consciente de la importancia y extensión de las obligaciones que le imponía su cargo, supo mantenerse, por la oración, en una actitud de humildad y de lemor de Dios, y su virtud salió avante del peligro de los honores. Jamás olvidó el fin para el que Dios le había elevado a la más alta dignidad temporal y trabajó con todas su fuerzas por promover la paz y la prosperidad de su reino. Ilay que especificar, sin embargo, que San Enrique se valió algunas veces de la Iglesia para sus fines políticos, imitando así a su predecesor Otón el Grande. Sin discutir la autoridad espiritual de la Iglesia, se opuso en ciertos casos a su engrandecimiento temporal. Y hemos de confesar que, desde el punto de vista del bienestar de la cristiandad, algunas de las medidas políticas del santo emperador fueron equívocas.
San Enrique tuvo que emprender numerosas guerras para defender y con- solidar su imperio. Tales, por ejemplo, las guerras de Italia, antes de recibir la corona. Arduino de Ivrea se había hecho coronar rey en Milán; San Enrique cruzó los Alpes y le arrojó del poder. En 1014, llegó triunfalmente a Roma, donde fue coronado emperador por el Papa Benedicto VIII. El santo restauró con gran munificencia las sedes episcopales de Hildesheim, Magdeburgo, Estrasburgo y Meersburgo e hizo ricos presentes a las iglesias de Aquisgrán y Basílea, entre otras. Es falso que el santo haya convertido a la fe a San Esteban, rey de Hungría, quien era hijo de padres cristianos, pero en cambio sí incitó a dicho monarca a trabajar por la conversión de sus subditos. En 1006, San Enrique fundó la sede de Bamberga y construyó una gran catedral para forta- lecer el poder germánico entre los wendos. Los obispos de Wurzburgo y Eichsliitt se opusieron a ello, pues la empresa llevaba consigo el desmembramiento de sus diócesis; pero el Papa Juan XIX dio la razón al emperador, y Benedicto VIII consagró la catedral en el año de 1020. San Enrique construyó y dotó también un monasterio en Bamberga e hizo donaciones a varias diócesis para promover el honor divino y proveer a las necesidades de los pobres. En 1021, fue de nuevo a Italia en una expedición contra los griegos de Apulia. En el camino de vuelta cayó enfermo y fue transportado a Monte Cassino. Según se dice, fue milagrosamente curado por la intercesión de San Benito, pero quedó baldado para siempre.
Enrique sabía atender aun a los detalles de menor importancia, a pesar de los innumerables deberes de un jefe de Estado; por ello, al mismo tiempo que cumplía a la perfección sus obligaciones públicas, no olvidaban que su primer deber consistía en mirar por el bien de su alma. Apoyó con entusiasmo las ideas de reforma eclesiástica del gran monasterio de Cluny, como lo prueba el hecho de que se opuso a su pariente, amigo y antiguo capellán, Aribo, a quien él mismo había nombrado arzobispo de Mainz, cuando condenó en un sínodo a los que apelaban a Roma sin su permiso. Es muy conocida la leyenda de que, deseando San Enrique hacerse monje, prometió obediencia al abad del monasterio de Saint-Vanne, en Verdun, el cual le mandó por precepto de obediencia que siguiese gobernando el Imperio. En realidad, ésta y otras anécdotas semejantes cuadran mal con el carácter y la vida del emperador. San Enrique fue uno de los más grandes gobernantes del Sacro Romano Imperio y se santificó, precisamente, como soldado y jefe de Estado, cumpliendo con deberes muy di- Icri'Mles a los que cumplen los monjes. Las leyes edificantes son un producto de la invención de los habitantes de Bamberga y las biografías del tipo de la que escribió Adalberto, no reflejan la verdadera personalidad de San Enrique. l.o que sabemos sobre él se refiere más bien a su actuación pública. San Enrique II no tuvo, como San Luis de Francia, un Joinville que describiese su vida íntima. El santo emperador promovió cuanto pudo la reforma eclesiástica, sobre todo por el cuidado con que elegía a los obispos y por el apoyo que prestó a monjes tan destacados como San Odilón de Cluny y Ricardo de Saint-Vanne.
Eugenio III canonizó a San Enrique en 1146 y San Pío X le proclamó patrono de los oblatos benedictinos.
Alban Butler - Vida de los Santos