¿Para quién serán todos tus bienes? (cfr. Lc 11, 1-13)

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

XVIII Domingo del Tiempo Ordinario ciclo C

Suena el teléfono. “Sr. Gómez –dice una escalofriante voz– habla la muerte. Le aviso que hoy a las once de la noche voy por usted”. El hombre corre a platicarle a su esposa lo sucedido. “No te preocupes –comenta ella– vamos a engañar a la muerte”. Y tomando una máquina de afeitar lo rapa, le pone unas almohadas para que luzca gordo, y le indica: “Ahora te vas al bar”. Y estando ahí ¡aparece la muerte!, quien mirando a todos, exclamó: “Señor Gómez”. Nadie contesta. “Señor Gómez”, repite. Y al no obtener respuesta, concluye: “Si no aparece el señor Gómez, me llevo al pelón regordete que está ahí detrás”.

La muerte, cierta, inevitable y única, nos demuestra que la belleza, los placeres, el dinero, el poder y las cosas de este mundo se terminan. Ante esta realidad, el salmista suplica: “Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos”[1]. Quien no es sensato, termina agotado de trabajar por cosas que, finalmente, habrá dejar a otro que no lo trabajó[2]. En cambio, quien toma conciencia que esta vida terrena es un viaje a la eternidad, da a cada cosa su valor, de acuerdo a la meta que esperamos alcanzar.

Esto es lo que Jesús nos enseña, cuando al hombre que le pide su intervención para que su hermano le comparta la herencia, le invita a “mirar más al patrimonio de la inmortalidad que al de las riquezas” [3], como explica san Ambrosio. “Eviten toda clase de avaricia –dice el Señor–, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de bienes que posea”. Y para ilustrar esto, nos propone una parábola en la que, al rico que, como explica san Basilio, pensaba “no en repartir, sino en amontonar”[4], se le anuncia que esa misma noche morirá. Así nos exhorta a buscar “los bienes de arriba, donde está Cristo”[5]. Esos bienes que jamás terminarán y que consisten en una vida plena y eternamente feliz.

Esto implica entrar en la dinámica del amor, que nos permite comprender la dignidad humana y el sentido de la vida y de todas las cosas. De esta manera, superando hábitos de consumo y estilos de vida que nos hacen esclavos de muchas cosas, descubriremos que, como decía Juan Pablo II, “la persona se realiza plenamente en la libre donación de sí misma”, y que, “la propiedad se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y circunstancias, oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos”[6]. Consientes de esto, propongámonos no “amontonar”, sino compartir. Así estaremos invirtiendo para la eternidad.

[1] Cfr. Sal 89.

[2] Cfr. 1ª Lectura: Ecl 1,2; 2, 21-23.

[3] Citado en SANTO TOMÁS DE AQUINO, Catena Aurea, 10213.

[4] Hom. 6 ut supra.

[5] Cfr. 2ª Lectura: Col 3,1-5. 9-11.

[6] Centesimus annus, nn. 30, 36, 43.

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