LAS LEYENDAS de estos santos (a San Cipriano se le llama "de Antioquía") no es más que una fantasía con moraleja, absolutamente fabulosa (si acaso existieron alguna vez los mártires Cipriano y Justina, personajes del relato, su rastro se ha perdido por completo), compuesta con el propósito de grabar en los oyentes o en los lectores, la impresión de la impotencia del diablo ante la castidad cristiana que se defiende con el escudo de la Cruz. La fábula se compuso con datos tomados de diversas fuentes y ya era conocida en épocas tan remotas como el siglo cuarto, puesto que San Gregorio Nazianceno identifica a este Cipriano con el gran San Cipriano de Cartago, y el poeta Prudencio comete el mismo error. La historia, según la relata Allian Butler, es como sigue:
Cipriano, llamado "el Mago", natural de Antioquía, había sido educado en todos los impíos misterios de la idolatría, la astrología y la magia negra. Con la esperanza de hacer grandes descubrimientos en las artes infernales, partió de su país natal cuando era todavía muy joven y visitó Atenas, el Monte Olimpo en Macedonia, Argos y Frigia, la ciudad egipcia de Ménfis, la Caldea y las Indias, lugares todos aquellos que, por entonres, eran famosos por sus supersticiones y las prácticas de la magia. Cuando Cipriano se había llenado la cabeza con todas las extravagancias de aquellas escuelas de maldades y supercherías, no se detuvo ante ningún crimen, blasfemó de Cristo, cometió toda clase de atrocidades y asesinó a muchos, en secreto, para ofrecer la sangre al diablo y para buscar en las entrañas de los niños los signos de los sucesos futuros. Tampoco tuvo escrúpulos en recurrir a sus artes para atentar contra la castidad de las mujeres. Por aquel entonces, vivía en Antioquía una dama llamada Justina, cuya belleza era tan extraordinaria, que nadie podía dejar de mirarla. Había nacido de padres paganos, pero al escuchar las prédicas de un diácono, abrazó el cristianismo y, a su conversión, siguieron la de su padre y la de su madre. Aglaídes, un joven pagano, se enamoró perdidamente de ella y, al ver que le sería muy difícil doblegar la voluntad de la doncella, recurrió a Cipriano para que le ayudara con sus artes mágicas. Pero Cipriano estaba tan enamorado de la hermosa dama como Aglaídes y ya había echado mano de sus más poderosos secretos para conquistar su afecto. Justina, al verse asediada por sus dos enamorados, fortaleció su virtud con la plegaria, la vigilancia y la mortificación; tomó el nombre de Cristo como escudo contra los artificios y hechicerías y suplicó a la Virgen María que acudiese, a proteger a una doncella en peligro. Gracias a ello, en tres ocasiones rechazó a una legión de demonios enviados por Cipriano para asaltarla, tan sólo con soplar sobre ellos y hacer el signo de la cruz.
Cuando Cipriano cayó en la cuenta de que tenía que habérselas con un poder superior, amenazó a su principal emisario, que era el propio Satanás, con dejar de prestarle servicios si no le ayudaba más eficazmente a lograr sus propósitos. El diablo, rabioso ante la perspectiva de perder a un colaborador que le había proporcionado tantas almas, se precipitó hecho una furia sobre Cipriano quien rechazó el ataque del príncipe infernal al hacer el signo de la cruz. Desde aquel momento, el alma negra del mago pecador, presa del arrepentimiento, se hundió en una profunda melancolía y el recuerdo y examen de sus pasados crímenes le llevó al borde de la desesperación. En su estado de ánimo, lleno de confusión, Dios le inspiró la idea de consultar con un sacerdote y se dirigió a uno, llamado Eusebio, que había sido su compañero de escuela, quien le consoló de sus pesadumbres y le alentó en su conversión. Cipriano, que había estado tan trastornado que pasó días enteros sin comer, pudo al fin fortalecerse con un poco de alimento, permaneció junto a su amigo el sacerdote y, el domingo siguiente, éste lo llevó a la asamblea de los cristianos. Tanto impresionó a Cipriano el recogimiento y la devoción con que los fieles practicaban el culto divino que, al término del mismo, declaró: "Acabo de ver a los seres celestiales, verdaderos ángeles que cantan a Dios, y sus voces adquieren un acento ultraterreno, sobre todo cuando al fin de cada estrofa de los salmos, agregan la palabra hebrea "Aleluya", de una manera que ya no parecen seres humanos"*. Todos los fieles, por su parte, estaban atónitos al ver entre ellos a Cipriano, el perverso mago, acompañado por un sacerdote. A duras penas el obispo pudo admitir la sinceridad de su conversión. El propio Cipriano le dio la prueba convincente al quemar, frente al prelado, todos sus libros y sus aparatos de magia. Después de aquello, distribuyó sus bienes entre los pobres e ingresó entre los catecúmenos.
Al término de la debida preparación, recibió el sacramento del bautismo de manos del obispo. Aglaídes, el otro enamorado de Justina, se convirtió también, gracias a las virtudes de la doncella y fue bautizado. La propia de Vallelucio. Ahí permanecieron los monjes de San Nilo quince años, hasta que se trasladaron a una nueva casa en Serperi, cerca de Gaeta. En el año 998, el emperador Otón III viajó a Roma con el propósito de expulsar a Filagatos, el obispo de Piacenza, a quien el senador Crescencio había instalado como antipapa, en contra de Gregorio V. En aquella ocasión, el abad Nilo se presentó ante el Papa y el emperador para suplicarles que tratasen con benignidad al antipapa. Filagatos ("Juan XVI") era calabrés como el abad, y éste se había esforzado en vano por disuadir al otro del cisma y la traición. Las peticiones de Nilo fueron escuchadas con respeto, pero a fin de cuentas, no lograron modificar para nada la terrible crueldad con que fue tratado el anciano antipapa. Nilo protestó enérgicamente en contra de las injurias cometidas en la persona de Filagatos y, cuando el emperador envió a un alto prelado para darle explicaciones, el abad fingió estar dormido a fin de no recibir al enviado y evitarse discusiones. Al poco tiempo, el propio Otón visitó la "laura" de San Nilo y se sorprendió al ver que el monasterio consistía en algunas míseras cabanas. "Estos hombres", comentó, "que viven voluntariamente en pobres chozas, son extranjeros en la tierra; en realidad, son ciudadanos del cielo".
Nilo condujo al emperador, ante todo, a la iglesia, donde ambos oraron largo rato; después charló con él largamente en su celda. Otón insistió para que el abad aceptase algunas tierras de sus dominios y una renta que le permitiera establecer en ellas su propia abadía. Nilo le dio las gracias y agregó: "Si mis hijos son verdaderos monjes, nuestro divino Maestro no los abandonará cuando yo me haya ido. Dejadnos donde estamos". A la hora de la despedida, el emperador volvió a hacer otro vano intento para que aceptase algún presente. San Nilo puso ambas manos sobre el pecho del emperador y dijo: "Lo único que os pido, señor, es que salvéis vuestra alma. Sois emperador, pero habréis de morir y dar cuenta a Dios de vuestros actos, lo mismo que todos los hombres".
En el año de 1004 o de 1005, Nilo emprendió un viaje para visitar un monasterio al sur de Tusculum y, durante la jornada, cayó enfermo y debió quedarse en las colinas albanas. Ahí tuvo una visión de Nuestra Señora, quien le manifestó su deseo de que en aquel sitio estableciese una abadía para sus monjes. El abad se puso inmediatamente en movimiento: obtuvo del conde Gregorio de Tusculum una parcela de tierra en las estribaciones del Monte Cavo y mandó llamar a los miembros de su comunidad para instalarse en aquel sitio. Pero antes de iniciarse los trabajos, murió el anciano abad. La obra fue realizada por sus sucesores, especialmente por San Bartolomé, quien murió alrededor del año 1050. El monasterio de Grottaferrata, del cual se considera a San Nilo como primer abad y fundador, existe desde entonces en aquel lugar, habitado por monjes italo-griegos que han mantenido la liturgia y las modalidades bizantinas, a pocos kilómetros de distancia del mundo latino y católico.
Alban Butler - Vida de los Santos