El 17 de marzo de 1923 Pío XI nombraba celestial patrono de los sacerdotes que se dedican a las misiones populares a San Leonardo de Porto Mauricio, «solícito y valiente pregonero de la divina palabra, escogidísimo obrero en la viña del Señor». Émulo de San Vicente Ferrer, protector de sus misiones, fue puesto por la divina Providencia en aquel siglo XVIII racionalista, frívolo y decadente, «el más bajo de los siglos», para predicar a Jesús crucificado y renovar la piedad, atenazada por el jansenismo hipócrita y frío.
Nació en Porto Mauricio (hoy Imperia), en la azul Riviera italiana, el 20 de diciembre de 1676 en un hogar de honrados marinos. Niño serio y piadoso, fue enviado a los trece años a Roma, cursando los estudios de humanidades, retórica y filosofía en el célebre Colegio Romano, al mismo tiempo que, como congregante de los oratorios filipino y del padre Caravita, adquiría una sólida formación espiritual. A los veintiún años, sin titubeo alguno, siguió la voz del Señor, que le llamaba al estado religioso, vistiendo el hábito franciscano el 2 de octubre de 1697 en la provincia reformada romana. Ordenado de sacerdote el 23 de septiembre de 1702 y destinado a la enseñanza de la filosofía, cayó enfermo de una grave afección pulmonar, cuya curación, cinco años más tarde en su país natal, atribuyó a la Santísima Virgen, dedicándose inmediatamente de lleno al ministerio de la predicación. Trasladado en 1709 al convento de San Francisco al Monte de Florencia, trabajó incansable en el establecimiento y organización de los conventos-retiros de la Orden, donde una selección de religiosos, observantísimos entre los observantes, vivía la pureza de la regla franciscana en un intransigente aislamiento del mundo. Nombrado guardián del retiro de San Francisco al Monte, que gobernó nueve años, logró fundar en 1717 un «super-retiro» en la cercana colina del Incontro, dotándole de unos estatutos calcados en el austerísimo espíritu de San Pedro de Alcántara y del Beato Buenaventura de Barcelona.
En este eremitorio, que llevaba el sugestivo nombre de «la Soledad del Encuentro», San Leonardo redactó aquel mismo año sus Propósitos, férreo programa detallado y razonado de su lucha por la perfección, que define «trato íntimo y comercio interior con Dios Uno y Trino». Poniendo como fundamento la desconfianza en sí mismo, se crea una inaccesible zona de seguridad, «una soledad mental llamada por mí País de la Fe, donde en olvido de todas las criaturas hablaré y conversaré con Dios». Armazón del edificio espiritual son las tres obras principales del día: la santa misa, precedida de la confesión y celebrada siempre con cilicio; el oficio divino, meditando la pasión del Señor; la oración mental, «mi pan cotidiano», que extendía a todas las horas libres de la jornada. Con el «cuchillo de la mortificación» a la mano, San Leonardo fija el método ascético de adquisición y ejercicio de las virtudes teologales, votos monásticos y virtudes de religión, humildad, caridad con el prójimo y modestia; detalla las prácticas piadosas del día y las especiales de cada semana y mes, y reglamenta sus devociones predilectas: la pasión del Señor, que «meditaré día y noche»; el ejercicio del vía crucis, «que introduciré sin perdonar fatiga y aun lo impondré frecuentemente por penitencia»; la devoción a la Santísima Virgen, «cuyo sermón predicaré con especial fervor», llevando además por toda la vida, en memoria de sus siete dolores, una cruz con siete puntas sobre el pecho. Cada obra ha de llevar la etiqueta de la pureza de intención, la «nata del amor de Dios»; cada transgresión será castigada con el rezo del «Miserere» o una cruz en tierra con la lengua. Para la renovación de la pureza de intención y petición de la ayuda divina se propone la jaculatoria «Jesús mío, misericordia», que repetía millares de veces al día y recomendaba insistentemente a sus dirigidos y misionados. «El sello de todos estos mis propósitos –termina– será la presencia continua de Dios», para lo cual se ayudará de la mencionada jaculatoria y de un ingenioso recurso nemotécnico: a los dedos de la mano.
No se trata del cuaderno de un novicio fervoroso; estos 66 propósitos eran la experiencia y ejercicio de veinte años de religioso perfecto. Cinco veces los revisó y copió, poniéndolos a la firma del confesor para tener el mérito de la obediencia. La última ratificación y copia en 1745, a los sesenta y nueve años de edad, testifican la plena validez y eficacia de este manualito privado de ascética y mística, cuya observancia, minuto a minuto, llevó a nuestro Santo a las más altas cumbres de la santidad.
La fórmula de la espiritualidad de San Leonardo consistió en la equilibrada combinación de contemplación y acción. O como decía él mismo al definir su vocación: «Misión, estando siempre ocupado por Dios; soledad, estando siempre ocupado en Dios». Eterno ermitaño en su corazón, abandonaba la paz conventual para «la campaña contra el infierno», como llamaba a las misiones populares, el género predilecto de su apostolado, comenzando ya en 1708. Compuestos al principio su Cuaresma y los Sermones de misión, no se cuidó de renovarlos, y repitiéndolos apenas retocados en los mismos lugares –en Roma cerca de veinte veces–, los efectos fueron siempre maravillosos. Con un lenguaje sencillo y directo –una perla rara en aquella época del ridículo y huero barroquismo oratorio–, exponía los novísimos, la gravedad del pecado, los males del escándalo, atacando con especial vehemencia e ironía al chichisbeo, el típico y pecaminoso galanteo de aquel siglo sensual y morboso. Personalmente con los pecadores era sereno, jovial y benigno, poniendo en una buena confesión el fin principal de las misiones.
Práctico y organizador, como auténtico genovés, compuso en 1712 el reglamento de misiones, que substancialmente, y aun en muchos detalles, coincide con el método corriente de las actuales misiones populares. Cada misión solía durar de quince a dieciocho días, comenzándose con la entrega del gran crucifijo, que plantaba en el palco o púlpito y señalaba patéticamente al pueblo: «He aquí el compendio de cuanto os vamos a predicar en estos santos días: Jesús crucificado». No se desdeñaba de hacer un moderado uso de piadosos recursos externos para crear y mantener el clima de misión, como tomar la disciplina interrumpiendo el sermón, la procesión de penitencia con el impresionante cuadro del «condenado», las procesiones del entierro de Jesús y de Nuestra Señora del Bello Amor, el lúgubre toque de la «campana del pecador» a las nueve de la noche. La misión terminaba con la solemne erección del vía crucis, «gran batería contra el infierno», de los que erigió 576. En días sucesivos daba pláticas al clero y ejercicios espirituales a las religiosas, forma de apostolado que, como igualmente la dirección espiritual, cultivó con abnegación y esmero. Sigilosamente se retiraba después al retiro más cercano «a predicar la misión a fray Leonardo», es decir, a intensificar su vida de penitencia y de unión con Dios.
Es imposible seguir el itinerario de sus cuarenta y cuatro años de misionero, en los que recorrió con los pies descalzos, sin sandalias, todos los caminos de la Italia del Norte y central, dando 339 misiones, reseñadas en el diario de su inseparable compañero fray Diego de Florencia con la anotación de los prodigios obrados en ellas. Particularmente intensas y fructuosas fueron las misiones predicadas en Roma en el jubileo extraordinario de 1740, y, más tarde, en la preparación del Año Santo de 1750, terminado con la solemne inauguración de las estaciones del vía crucis en el Coliseo el 27 de diciembre. Muy curiosas y accidentadas, pero plenamente logradas, las misiones de Córcega en 1744 ante auditorios frecuentemente armados de punta en blanco.
«Deseo morir en misión con la espada en la mano contra el infierno» –dice uno de sus propósitos–. Y así fue literalmente. Acabó su última misión el 24 de octubre de 1751 en las montañas de Bolonia; el 26 de noviembre, próximo a cumplir setenta y cinco años, moría en su amado retiro de San Buenaventura de Roma este «gran cazador del paraíso», como le llamaba su amigo Benedicto XIV. Anticipándose en más de un siglo a la «lluvia de rosas» de Santa Teresita, había escrito con fuerte estilo misional: «Cuando muera revolucionaré el paraíso y obligaré a los ángeles, a los apóstoles, a todos los santos, a que hagan una santa violencia a la Santísima Trinidad para que mande hombres apostólicos y llueva un diluvio de gracias eficacísimas que conviertan la tierra en cielo». Fue beatificado el 19 de junio de 1796 y canonizado el 29 de junio de 1867. La iconografía le muestra con el crucifijo misionero en el pecho o en el acto de mostrarlo al auditorio, emblema merecidísimo de este gran propagador del vía crucis y predicador incansable de Jesús crucificado, «principio y fin de toda nuestra obra».