Queridos hermanos y hermanas:Cercanos ya a la Navidad, les propongo hoy una reflexión sobre el nacimiento de Jesús como expresión de la confianza de Dios en el hombre y fundamento de la esperanza del hombre en Dios.
El Verbo no se ha encarnado en un mundo ideal, sino que ha querido compartir nuestras alegrías y sufrimientos, y demostrarnos así que Dios se ha puesto de parte de los hombres, con su amor real y concreto. Y este amor, que enardece nuestro corazón, nos «regala» una energía espiritual que nos sostiene en medio de las luchas y fatigas de cada día.De la gozosa contemplación del misterio del Hijo de Dios hecho carne, se desprenden dos consecuencias:
La primera es que, en su natividad, Dios se abaja, se hace pequeño y pobre. Por eso, si queremos ser como Él, no podemos situarnos por encima de los demás, sino que hemos de ponernos a su servicio, ser solidarios, especialmente con los más débiles y marginados, haciéndoles sentir así la cercanía de Dios mismo.La segunda: ya que Jesús, en su encarnación, se ha comprometido con los hombres hasta el punto de hacerse uno de nosotros, el trato que damos a nuestros hermanos o hermanas se lo estamos dando al mismo Jesús. Recuerden que «quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4,20).
Que en esta Navidad, el amor, la bondad y la generosidad entre todos sean un reflejo y una prolongación de la luz de Jesús, que desde la gruta de Belén ilumina nuestros corazones.