90º Aniversario de las Hijas del Espíritu Santo

Queridas hermanas y hermanos,

Doy gracias al Señor por permitirme estar con ustedes en este día de fiesta para manifestar nuestra gratitud a Dios Padre por la bella historia de la que también ustedes son protagonistas, comenzada hace noventa años cuando, por iniciativa amorosa de Dios, el Espíritu Santo suscitó en la mente y en el corazón del P. Félix de Jesús Rougier y de la Madre Ana María Gómez Campos, la fundación del Instituto de las Hijas del Espíritu Santo, para que, -como escribió el P. Rougier el 5 de marzo de 1926-, fueran en la Iglesia y con la Iglesia, “la primera Congregación de mujeres aprobada por Roma, que tenga por fin principal, directo y exclusivo, la cultura de vocaciones sacerdotales”.

¡Sí!, la historia de las Hijas del Espíritu Santo, ha sido una historia de amor de Dios a la Iglesia, al mundo, a cada una de las hermanas; pero también de permanencia en el amor de Cristo: “y ustedes permanecerán en mi amor, si hacen lo que yo les mando”, dijo Jesús. Y lo que Jesús dijo a través del Espíritu Santo hace 90 años, ha sido: ¡promuevan las vocaciones sacerdotales! ¡Es esto lo que de ustedes quiero, ayer, hoy y siempre!: ¡vocaciones!, ¡vocaciones sacerdotales!

“¿Qué haréis vosotras?”, -preguntaba el P. Félix de Jesús en la “carta magna” a la que antes hice referencia-. A lo que él mismo respondía: “buscar vocaciones sacerdotales, cultivarlas, años tras años, con encendido amor”; añadiendo luego unas palabras que hoy, transcurridos noventa años, queridas hermanas, deben necesariamente hacer reflexionar. Decía: “Contemplad esa Obra de aquí a un siglo, cuando se haya propagado en toda la Nación, y más cuando haya pasado las fronteras para ir a conquistar, en tierras lejanas, otros miles de futuros Misioneros y Sacerdotes!... El alma se llena de inmensa alegría al contemplar de antemano el bien incalculable que vuestra amada Congregación habrá felizmente realizado en la Iglesia, preparándole incontables Misioneros y Sacerdotes que tan urgentemente necesita en todas las Naciones del mundo”. ¿Se ha logrado ser efectiva y radicalmente fiel a este fin principal, directo y exclusivo, poco afortunadamente definido por algunos, como “utópico”?

A dar nítida respuesta a esta pregunta nos invita también la Palabra del Señor que pone ante nuestra mirada la estupenda figura de Juan el Bautista, el precursor de Jesús; el profeta que preparó al pueblo para su encuentro con el Mesías, siendo “voz”, y ¡voz en el desierto! Ser voz al servicio de la Palabra, grito al servicio de aquel que es la Luz. Juan era sólo la voz. Y la voz en realidad es poco, nada dice. La que dice es la Palabra. Y La Palabra es Cristo Jesús de la cual Juan Bautista ha sido voz. La Palabra que se encarnó en María y que se encarna también en nosotros cuando, a semejanza de Ella, la escuchamos, la meditamos, la acogemos sin reserva por muy “utópica” que pudiera parecernos, la conservamos en nuestro corazón y la llevamos a la vida para que produzca frutos en abundancia.

Juan Bautista sabía de su tarea y misión, y permaneció fiel a ella asumiendo actitudes sencillas, genuinas y radicales que también hoy trasmiten a nosotros una lección de vida, enseñándonos que en la Iglesia de Jesús uno sólo es el Señor y uno sólo es el Maestro; que toda obra que Él nos encomienda, es solo obra suya, esperando de nosotros simplemente fidelidad: fidelidad radical al Señor y a su Santo Espíritu, no obstante lo cambiante del mundo. Esto, es sencillamente cuestión de fe.

Viva y coherente fue, en verdad, la fe de Juan Bautista, misma que le permitió permanecer siempre fiel a su vocación y responder a ella desde la humildad, no obstante la inclinación egoísta de sus propios discípulos.

Fe y humildad. Dos virtudes que están a la base de toda fidelidad a la propia vocación que reclama llevar a los demás a Cristo Jesús, sin pretender suplantarlo con los intereses personales de poder o de honor, y ni siquiera con la propia sabiduría adaptada a los retos de los tiempos que a veces conducen a diluir los carismas y mociones originales del Espíritu. Juan Bautista supo reconocer su misión y, apoyando en la fuerza del Espíritu, no en la propia, supo llevarla a cabo con humildad y desde la fidelidad a Dios y a su pueblo.

Y ustedes, queridas hermanas, ¿acaso no han sido originariamente llamadas a seguir los pasos de Juan el Bautista? ¡Sí!, también ustedes tienen como vocación preparar explícita, valientemente, nítidamente el sendero del Señor en el corazón de los niños y jóvenes; prepararlo para que Él se acerque a ellos. Ustedes, como Juan el Bautista, han sido escogidas para señalar a cada niño, adolescente y joven la presencia del Señor, que a muchos quiere decir, por la voz de ustedes: “¡sígueme! Y te haré pescador de hombres!” Pero esa voz debe escucharse y para ser escuchada, debe ser pronunciada. Ustedes no son la Palabra, pero sí la voz de la Palabra. ¡Que jamás se apague la voz de Jesús que llama a seguirlo, a causa de la sin voz de ustedes!

Animados por la palabra del Señor, pidámosle para todos nosotros el don de la verdadera sabiduría para que sepamos discernir y reconocer el tesoro escondido del conocimiento de Cristo y la perla valiosa de su seguimiento. Y, al mismo tiempo, pidamos al Espíritu Santo el don de la fortaleza. "Todos los dones del Espíritu Santo son valiosos y deseables, -escribió el Padre Félix de Jesús-, todos son necesarios; pero tal vez el que más necesitamos en la práctica, es el don de fortaleza. Porque somos débiles, y tendemos a estar subiendo y bajando en nuestra vida (...). Esa es la realidad de muchos cristianos y aún de muchos religiosos: subir y bajar. Pero la vida de los santos es subir sin cesar y mantenerse en las alturas conquistadas, y para eso necesitamos el don de fortaleza, para seguir siempre, sin cansarnos, el único camino que va hacia arriba, y que es Jesús crucificado. Pero ¿podemos acaso seguirlo con nuestras propias fuerzas? (…). Lo lograremos solamente si dejamos que el Espíritu Santo obre en nosotros. Pero eso de ´dejar actuar al Espíritu Santo´ no es una actitud pasiva, sino un amor activo que abre bien los ojos para seguir los caminos que señala el Divino Espíritu” (Carta a los Misioneros del Espíritu Santo en Roma, 1.VII.1930).

Queridas Hijas del Espíritu Santo: San Pablo dice que “hijos de Dios son los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios", que nos revela los deseos del corazón de Dios Padre, y ofrece la iluminación para obrar rectamente. Es el Espíritu Santo quien, en la Iglesia, y en cada uno, purifica y alimenta la fe, indicándonos paso a paso, bajo la guía dócil de la Iglesia, lo que el Señor espera de nosotros. Nosotros, por ello, -como dice el Papa Francisco-, “estamos en medio de una historia de amor que va adelante con la fuerza del Espíritu Santo y nosotros, todos juntos, somos una familia en la Iglesia que es nuestra Madre”.

Pidamos, pues, en esta bella circunstancia, la gracia de “la docilidad al Espíritu Santo, al Espíritu que viene a nosotros y nos hace seguir adelante por el camino de la santidad, esa santidad tan bella de la Iglesia. La gracia de la docilidad al Espíritu Santo”.

Pidamos esta gracia y acojamos el llamamiento al dinamismo profundo y a la santidad personal y comunitaria que ella comporta, asumiendo con radicalidad la propia vocación y construyendo una profunda común unión que ayude a impulsar eficazmente el objetivo primario de su Instituto: ¡promoción explícita de las vocaciones sacerdotales!; ¡vocaciones sacerdotales!

Y, en el contexto de nuestra acción de gracias al Señor, muy de corazón quiero dirigir mi homenaje al P. Félix de Jesús Rougier y a la Madre Ana María Gómez Campos, pero, también, a aquella admirable mujer que, como raíz escondida bajo tierra, porque bien clavada en el Corazón de Cristo, ha sido fundamental en el proyecto divino de las Obras de la Cruz: a Conchita Cabrera de Armida. A ellos, y junto a ellos, a tantas hermanas que no obstante las tentaciones con las que el maligno intenta hacer que miren su carisma como algo “utópico” o irrealizable, han sabido ser, como Juan Bautista, como María y como sus fundadores, fieles a toda prueba. Que su ejemplo las aliente a llenarse cotidianamente del renovado entusiasmo, generosidad y amor que brotan de la fe, para también consagrarse a la obtención de su objetivo e ideal de manera fiel, confiada, optimista y humilde, consecuencia de su oblación a Cristo y con Cristo.

A la Virgen María, que acompañó con su sonrisa maternal y amorosa los primeros pasos del Instituto, le pedimos que las acompañe, sostenga e impulse también hoy, obteniendo a todos sus miembros, la gracia y la fuerza constante del Espíritu de Cristo que les ayude a vivir, en fidelidad y alegría su vocación y carisma, sin jamás renunciar a la cruz, pues, -decía el Papa Francisco-, “cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos (...), pero no discípulos del Señor”.

Con el P. Rougier, les digo: “!Ea, pues, Misioneras de Jesús, levantaos, y con amor siempre creciente, trabajad cada día en vuestra santa labor, sin cansaros jamás!” (P. Rougier, carta citada).

Así sea.

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