Comunicación al servicio de una cultura del encuentro en México

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

México, D.F., 27 de enero de 2014

Introducción

Con mucho gusto he aceptado la invitación, que es para mí un honor, de compartir con ustedes algunas reflexiones sobre un tema que el Papa Francisco aborda magistralmente en su Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, y que me parece, además de importante e interesante, sumamente actual: la comunicación al servicio de una cultura del encuentro.

Los seres humanos llevamos en nuestra naturaleza la capacidad y la responsabilidad de comunicarnos. “Comunicar”, del latín “communicare” significa, según el Diccionario de Real Academia, “hacer a otro partícipe de lo que uno tiene”[1]. De ahí que Gusdorf afirmara: “La gracia de la comunicación, donde damos recibiendo, y donde recibimos dando, es el descubrimiento del semejante, del prójimo…”[2].

Pero ¿qué buscamos al comunicarnos? Expresarnos a nosotros mismos para entrar en comunión con otras personas, ya que estamos “diseñados” física, afectiva, intelectual y espiritualmente para el encuentro.

“Comunicar bien nos ayuda a conocernos mejor entre nosotros, a estar más unidos”[3], dice el Papa, quien al tiempo de reconocer que el avance de los transportes y de las tecnologías puede acercarnos, advierte que somos una humanidad dividida a causa de la exclusión, la marginación, la pobreza y los conflictos[4].

Cuando el ser humano pierde conciencia de su identidad y de aquello que lo realiza, se condena a mirar sólo “fragmentos aislados de un todo desconocido”[5], dispersándose en todas direcciones. “Perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia –explica el Papa– se disgrega en la multiplicidad de sus deseos… en los múltiples instantes de su historia… La idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto”[6].

Encerrada en la soledad de este laberinto individualista y relativista, la persona comienza a no mirar más que lo inmediato y útil, reduciéndose y reduciendo a los demás al rango de objeto de placer, de producción y de consumo, lo que da lugar a la injusticia, la indiferencia, la corrupción, la impunidad, la violencia, el sinsentido y la desesperanza.

Es esta la raíz de la situación actual que aqueja a nuestro país y al mundo, en el que el Papa Francisco percibe como, a pesar de los laudables avances que contribuyen al bienestar de la gente, “la mayoría de los hombres y mujeres… vive precariamente”, lo que provoca miedo y desesperación, incluso en los llamados países ricos. “La falta de respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente”[7]

El origen de este drama se encuentra en una profunda crisis antropológica: “¡la negación de la primacía del ser humano!”[8], señala el Obispo de Roma. La solución está en una comunicación integral y eficaz que posibilite una cultura del encuentro con la verdad acerca de la persona, que nos haga valorar, respetar, promover y defender su vida, su dignidad y sus derechos fundamentales, para hacer realidad el deseo compartido de comunión y de un desarrollo integral, del que nadie quede excluido.

“…hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia –advierte el Papa–… no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor”[9].

La historia prueba que el olvido de la dignidad humana trae consecuencias trágicas. Así lo vemos en el drama de la Segunda Guerra Mundial, amarga experiencia que impulsó a varias naciones a adoptar en 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que, al igual que la Carta de las Naciones Unidas, tiene como premisa básica la afirmación de que el reconocimiento de la dignidad innata de todos los miembros de la familia humana, así como la igualdad y la inalienabilidad de sus derechos, es el fundamento de la libertad, la justicia y la paz en el mundo[10].

La Declaración reconoce los derechos que proclama, no los otorga, ya que éstos son inherentes a la persona y abarcan todas las fases de su existencia, en cualquier contexto histórico, político, económico, social y cultural. Son derechos que trascienden las leyes positivas de los estados y que deben servirles de norma y referencia[11].

El gran reto es, entonces, favorecer una auténtica comunicación capaz de crear una cultura del encuentro, basada en la verdad, grandeza, dignidad y derechos de toda persona. Entonces, como aconseja el Papa, seremos capaces de “privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos” [12].

¿Qué es la persona humana?

Pero ¿qué es el ser humano? Esta es una pregunta fundamental. “Comunicar –comenta el Papa– significa… tomar conciencia de que somos humanos”[13]. Por eso, con mucha razón, el Canciller D´Aguesseau decía: “En vano se lisonjea el orador de tener talento para persuadir a los hombres, si no ha adquirido el de conocerles”[14].

Efectivamente, para que una comunicación sea autentica, debe basarse en una recta concepción de la persona humana. De eso depende la manera de relacionarnos con nosotros mismos, con los demás y con la naturaleza, así como el ordenamiento de la vida en sociedad.

Perplejo ante la grandeza y la miseria humana, Pascal (1623-1662) exclamaba: “¿No me diréis, pues, qué quimera es el hombre? ¿Qué novedad, qué caos, qué asunto de contradicciones, qué prodigio?... archivo de la verdad, sima de incertidumbres… ¿Quién desenredará este embrollo?...”[15].

Desde que tomó conciencia de sí mismo, el ser humano ha tratado de “desenredar este embrollo”, a fin de realizarse plenamente. Esta búsqueda ha quedado plasmada en la cultura, a la que Ratzinger define: “forma de expresión comunitaria, nacida históricamente de los conocimientos y valores que marcan su sello sobre la vida de la comunidad”[16].

En las diversas culturas, los hombres y mujeres han desarrollado tradiciones que explican y transmiten su forma de entender el universo, la vida, el ser humano, su posición en el cosmos, la sociedad y cómo lograr su ordenamiento y buen funcionamiento.

En estas tradiciones está presente el elemento religioso. La religión crea cultura, es cultura y recibe influencia de la cultura, ya que determina la estructura de valores que modelan las relaciones de la persona consigo misma, con sus semejantes, con el mundo, y con lo divino; estructura de valores que se encuentra a la base del ulterior desarrollo de la filosofía y del derecho positivo, como lo vemos en las culturas griega y romana, germen de la civilización occidental.

Habermas (1929) reconoce que el respeto absoluto al ser humano se ha expandido de las religiones a la filosofía y a la cultura occidental[17]. Esto, según Mardones (1943-2006), se debe al hecho de que las grandes religiones ponen en el centro de sus preocupaciones al ser humano.

“Las religiones –escribe– son… las tradiciones que han vehiculado la dignidad y respeto absoluto al ser humano”[18], y para probarlo, hace notar que todas ellas participan de cinco grandes mandamientos éticos de enorme importancia en su aplicación cultural, socio-económica y política: 1) no matar (no causar daño a otro); 2) no mentir (no engañar, respetar los contratos); 3) no robar (no violar los derechos del otro); 4) no entregarse a la prostitución (no cometer adulterio); 5) respetar a los padres (ayudar a los necesitados y débiles). Y concluye: “Su aplicación en el contexto mundial actual representaría una contribución muy importante de las religiones a la configuración de una ética mundial y a la puesta en práctica de los Derechos Humanos”[19].

“Si tenemos el genuino deseo de escuchar a los otros –escribe el Papa–, entonces aprenderemos a mirar el mundo con ojos distintos y a apreciar la experiencia humana tal y como se manifiesta en las distintas culturas y tradiciones... también sabremos apreciar mejor los grandes valores inspirados desde el cristianismo, por ejemplo, la visión del hombre como persona, el matrimonio y la familia, la distinción entre la esfera religiosa y la esfera política, los principios de solidaridad y subsidiaridad, entre otros”

Con esta convicción, les propongo que ahora recorramos juntos el camino andado en Occidente en la búsqueda de la comprensión acerca de lo que es la persona humana.

En la antigua Grecia, bajo el sistema aristocrático (siglo VIII a.C.), se consideraba que los humanos se dividían por naturaleza en dos clases: los superiores, que eran los buenos, hermosos, valerosos y sabios, que debían dominar a los malos, feos, cobardes y necios, demostrando exteriormente esta superioridad, como explica Rodríguez Adrados[20].

Las mujeres y los hombres del pueblo eran excluidos de la política. La persona era concebida como una yuxtaposición temporal de alma y cuerpo. Por eso, el héroe homérico (s. VIII a.C.) hará todo para conservar su cuerpo[21], mientras que Pitágoras (582-507 a.C.) aconsejará descuidar el cuerpo para que el alma se convierta en “un dios inmortal”[22].

Poco a poco, la convicción de un derecho natural, llevó al nacimiento de la democracia como sistema político, cuando, Meandro (ss. VII-VI a.C.) declaró “la ?σονομ?α (isonomía, igualdad ante la ley)”[23].

Sin embargo, la crisis de finales del siglo V a.C., provocó la visión relativista de Protágoras (ca. 485-411 a.C.), que decía: “El hombre es la medida de todas las cosas” [24]. Por su parte, Gorgias (ca. 485-380 a.C.) llegó a exclamar: "nada existe"[25]. Y Calicles (s. V a.C.) proclamó que la ley natural consiste en “que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo es” [26].

En este ambiente de confusión generalizada, Sócrates (470-399 a.C.) propuso que el hombre se descubriera a sí mismo y se hiciera justo y solidario con los demás[27]. Esto, según Platón (ca. 427-347 a.C.), requiere que el alma, capaz de percibir las ideas sobre las que se funda la realidad[28], dirija a la persona y que en la sociedad sean los filósofos quienes gobiernen.

Aristóteles (384-322 a.C.) afirmaba que el hombre, unidad de alma y cuerpo, tiene como fin de todas sus acciones “el Bien”[29], que consiste en la acción conforme a la razón[30], lo que sólo puede realizarse en la política, ya que no puede vivir sin una comunidad[31].

El estoicismo, fundado por Zenón (340-260 a.C), opinaba que el universo es un todo regido por el Logos (λóγος) racional e impersonal, del que la razón humana es una participación, por lo que el hombre debe vivir de acuerdo a su naturaleza racional[32]. Esta doctrina, que señala la razón como norma para evaluar las leyes e instituciones sociales, tuvo mucha influencia en Roma que, con el judaísmo y el cristianismo alcanzó una nueva comprensión sobre la persona, que configuró la civilización occidental, como afirma Zimmermann [33].

En continuidad con la enseñanza veterotestamentaria, el cristianismo proclama al ser humano persona; complejo unitario de alma y cuerpo, creada por Dios a imagen suya, dotada de sentimientos, inteligencia, voluntad y libertad, capaz de conocerse, de poseerse y de abrirse al encuentro con los otros, con lo otro y con el Otro, para alcanzar una plenitud sin límites ni final[34].

San Pablo, primer escritor neotestamentario, afirma que Dios ha inscrito en la naturaleza humana una ley que orienta su conducta hacia el bien[35]. Esta ley natural hace posible descubrir que la persona tiene dignidad por sí misma; que vale por lo que es y no por lo que tiene, hace o produce.

Pero la novedad cristiana radica en que, con la encarnación del Hijo de Dios, la humanidad, que había quedado deformada a causa del pecado original, ha sido redimida y elevada en su dignidad para ser partícipe de la naturaleza divina[36]. Esto requiere seguir libremente el camino de perfección mostrado por Jesús: el amor a Dios y al prójimo[37].

La lógica del amor lleva al creyente a comprender la propia dignidad y a vivir conforme a ella, como enseña san Ambrosio (340-397): “Conoce lo grande que eres y vigila sobre ti”[38]. Esto exige una correcta relación con los demás y un uso recto de los bienes creados, para ponerlos al servicio de toda persona[39].

Fundamentándose en la Revelación divina, la mayoría de los autores de la Patrística adoptaron, modificaron y desarrollaron la idea estoica de que la naturaleza y la razón orientan al ser humano en sus deberes morales[40].

La doctrina patrística de la ley natural alcanzó su madurez con la escolástica (ss. IX-XVI), en la que, como expresa san Anselmo de Cantorbery (1033-1109): “La fe trata de comprender”[41]. Sus autores, que procuraban recoger la verdad donde se encontrara, asumieron las reflexiones anteriores sobre la ley natural, y las modificaron y desarrollaron mediante una fina sinergia entre fe y razón. “Dios mueve todas las cosas –afirma Tomás de Aquino (1225-1274)– inclina el hombre hacia la justicia según la condición propia de la naturaleza humana”[42],

Con el tiempo, el pensamiento escolástico se encontró con una situación que desencadenó una ola de reflexiones filosóficas, éticas, jurídicas y políticas: el descubrimiento y conquista de la “Nueva España”[43].

Fray Julián Garcés (1452-1542), Obispo de Tlaxcala-Puebla, en 1535 defendió a los indígenas ante el Papa Paulo III (1468-1549), quien respondió declarando la racionalidad de los naturales del Nuevo Mundo mediante la Bula Sublimis Deus (1537) y redactó el Breve Non indecens videtur (1538), con el que prohibía la esclavitud de los indígenas bajo pena de excomunión. La oposición imperial logró anular el Breve, pero la Bula se mantuvo vigente.

En este contexto, Francisco de Vitoria (ca. 1483-1546), respondiendo a quienes justificaban los atropellos de los conquistadores, afirmaba que, de acuerdo a la dignidad y derechos de toda persona, la colonización, de ser necesaria, debe darse en servicio de los pueblos menos desarrollados.[44]

Estas reflexiones provocaron un amplio debate, que dio como resultado las Leyes de Burgos (1512), las Leyes Nuevas (1542) y las Ordenanzas Generales sobre las Indias (1573)[45]. Esta legislación, a decir de Joseph Hoffner (1906-1987), “dispuso para los naturales de América medidas de protección que, en Occidente, no llegaron a implantarse hasta entrado el siglo XIX”[46].

La doctrina de Suárez, Vitoria, Las Casas y otros tuvo tal calado que, como señala el jurista Pérez Luño (1944- ), constituyeron “el arsenal ideológico americano para rechazar primero la usurpación napoleónica y luego para romper los vínculos con la metrópoli”[47].

La comprensión acerca de la persona tuvo un giro en el Renacimiento, en el que surgieron dos propuestas de conocimiento: el racionalismo y el empirismo. En el primer caso, Descartes (1596-1650) proponía que el individuo, poniendo en duda la existencia de las cosas, los datos aportados por los sentidos y las opiniones de los demás, aplicara a todo el método matemático para determinar su existencia[48]. Así, sólo podría considerarse real aquello que se presentara tan clara y distintamente al espíritu, que no pudiera ponerse en duda[49]. De esta manera se llega a la primera certeza: “Cogito ergo sum” (pienso, luego soy)[50].

Aunque el método cartesiano ha ofrecido importantes aportes, al proponer que cada uno debe comprobar la existencia de las cosas sin tener en cuenta los sentidos ni las experiencias de los demás, termina encerrando a la persona en una actitud individualista y subjetivista, con terribles consecuencias.

Limitar la validez de la verdad al entendimiento de cada sujeto dificulta la comunicación, ya que no permite una base sobre la cual partir, como sucedió entre don Quijote y su fiel escudero cuando discutían si lo que portaba el Hidalgo era o no un yelmo: “Mira, Sancho –dijo don Quijote–… eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa”[51].

El empirismo, por su parte, proponía que sólo la experiencia sensible determina lo que es verdad. Y como esta experiencia es un proceso, afirmaba que no se puede admitir la existencia de verdades eternas con valor absoluto[52]. Según Hobbes (1588-1679), el hombre, cuya única realidad es el cuerpo, no es sociable por naturaleza, sino que crea la sociedad para protegerse[53].

Cabe señalar que la propuesta del empirismo es aplicable sólo al conocimiento de los fenómenos sensibles, que no agotan la totalidad de lo real. Existen otros fenómenos que no son susceptibles de conocimiento empírico, y que tienen su propio método de conocimiento.

Los progresos en el ámbito intelectual, cultural y de la ciencia de la naturaleza, así como el anhelo de libertad e igualdad, dieron origen a la ilustración, que proponía, dicho en palabras de Kant (1724-1804): “Ten valor para servirte de tu propio entendimiento”[54].

Así, Voltaire (1694-1778) afirmaba: “Si el hombre fuese perfecto, sería Dios; y las pretendidas contrariedades que vosotros llamáis contradicciones, son los ingredientes necesarios que entran en la composición del hombre, el cual es, como todo lo de la naturaleza, lo que debe ser”[55]. Para él, los hombres, esencialmente sociales, deben conducirse racionalmente para que la vida en sociedad sea posible.

A esto, Rousseau (1712-1778) opondrá su convicción de que el hombre no es únicamente razón, sino también instinto. Para él, el orden social no es un orden natural, sino que nace de la necesidad natural de conservación de los individuos[56].

El pensamiento ilustrado hizo surgir en la Francia de 1789 la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, que afirma que los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. “El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescindibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión…”[57]. Esta Declaración, que, como reconoce Häberle, tuvo grandes aciertos y enormes omisiones[58], se fundamentaba en la herencia judeo-cristiana acerca de la dignidad innata, trascendente y universal de la persona.

La Revolución Industrial (ss. XVIII-XIX), nacida en Inglaterra, dio lugar a una serie de transformaciones socioeconómicas, tecnológicas y culturales que dañó las relaciones entre los que aportaban el capital y los trabajadores.

Ante esto Marx (1818-1883) afirmó: “No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia”[59]. Por eso propuso cambiar la base económica para revolucionar toda la superestructura erigida sobre ella, poniendo fin a la propiedad privada mediante la lucha de clases de modo que la sociedad pudiera reapropiarse de los medios de producción[60].

Mientras Marx buscaba la transformación política, Kierkegard (1813-1855) invitaba a la revolución del amor, “la más profunda de todas… desde los fundamentos”, ya que hace descubrir que “hay un tú y un yo, y no hay ni mío”[61]. Para él, el hombre está naturalmente hecho para el encuentro con otros[62], lo que se hace posible sólo en referencia a Dios, que ha irrumpido en la historia[63].

A diferencia de Kierkegaard, Nietzsche (1844-1900) proclamó: “Inversión de todos los valores”[64]. Opinaba que la única realidad es la vida terrena, por lo que hay que lanzarse a la conquista de lo temporal con voluntad de poder, más allá del bien y del mal.

Para Freud (1856-1939), el hombre está determinado por causas de las que no es consciente, y que le impulsan a actuar de acuerdo a dos instintos básicos: la lívido y la agresividad. Decía que el individuo cae en la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura, por lo que debía eliminar o atenuar en grado sumo estas exigencias culturales y el sentimiento de culpabilidad[65].

Por su parte, Sartre (1905-1980) propuso que la contingencia es lo absoluto. “Cuando uno llega a comprenderlo –escribe– se le revuelve el estómago y todo empieza a flotar... eso es la náusea”[66]. Para él, el hombre es sólo una pasión inútil[67].

En cambio, Scheler (1874-1928) afirmaba que es en la apertura a los valores como el ser humano es capaz de trascender el ámbito de la vida orgánica y alcanzar la felicidad[68].

En el terreno económico, Keynes (1883-1946) propuso que la intervención del Estado debía limitarse a garantizar la propiedad privada, la defensa de los derechos civiles y políticos, el control de la seguridad y el libre funcionamiento de los mercados.

Tras las concepciones reduccionistas del nazismo y el fascismo, surgió una propuesta que revalorizaba al ser humano: el Personalismo. “Una persona –escribe Maritain (1882-1973)–, está revestida de una dignidad absoluta…”[69]. “…la sociedad (le) es «natural»... Esa vida social subordina el individuo al bien común… que… se distribuye entre las personas individuales”[70].

2.6. La persona, más allá de las vicisitudes históricas

Como podemos constatar, a lo largo de los siglos la humanidad ha procurado comprender y comunicar qué es el ser humano. Sin embargo, una correcta concepción antropológica requiere integralidad. De lo contrario, se tendría una visión parcial, mutilada, con terribles consecuencias.

“Dialogar –dice el Papa– significa estar convencidos de que el otro tiene algo bueno que decir, acoger su punto de vista, sus propuestas. Dialogar no significa renunciar a las propias ideas y tradiciones, sino a la pretensión de que sean únicas y absolutas”[71].

Con esta convicción, me permito poner a su consideración algunos elementos que, de acuerdo a la doctrina católica, debemos tener en cuenta para comprender la naturaleza humana.

El ser humano, unidad de cuerpo y alma, es personal y social. La sexualidad abraza todo su ser. Posee sentimientos y pasiones, que le inclinan a obrar o no, entre las que destaca el amor. Es inteligente; capaz de conocerse, de poseerse, de elegir y de darse libremente. Puede captar la realidad y razonarla para alcanzar la verdad. La voluntad le permite conducirse para la realización de su ser, abierto a la trascendencia.

Es único e irrepetible, con conciencia y libertad. Su dignidad ontológica exige el respeto de todos, especialmente de las instituciones políticas y sociales, que deben promover su desarrollo integral. Sólo es justa una sociedad que respeta la dignidad trascendente de la persona humana. Todos los programas sociales, científicos, culturales, deportivos y recreativos deben estar presididos por la conciencia del primado de la persona.

De ahí que las autoridades públicas deban vigilar para que una restricción de la libertad o cualquier otra carga impuesta a la actuación de las personas no lesione la dignidad personal y garantice el efectivo ejercicio de los derechos humanos. A todos corresponde promover una convivencia digna del ser humano.

La dignidad humana requiere que la persona actúe movida por convicción y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de una coacción externa. Esta capacidad, denominada “libertad”, sólo se ejerce plenamente cuando la persona elige el verdadero bien que la edifica a sí misma y a la sociedad.

A través del juicio de la conciencia, puede conocer la verdad sobre el bien y el mal. Así puede asumir la responsabilidad del bien cumplido o del mal cometido. Esta ley se llama natural porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana. Por eso es universal e inmutable. Expresa la dignidad de la persona, de la que brotan derechos y deberes fundamentales, cuya aplicación requiere adaptaciones a la multiplicidad de las condiciones de vida, según los lugares, las épocas y las circunstancias. Esta ley natural es el fundamento moral indispensable para edificar la comunidad humana y para elaborar la ley civil.

El ser humano, por su propia naturaleza, tiene necesidad de integrarse y de colaborar con sus semejantes, como lo manifiestan los diversos tipos de sociedad, las cuales deben constituir un tejido unitario y armónico. Algunas de ellas corresponden a la íntima naturaleza humana, como la familia, la comunidad civil y la comunidad religiosa.

Estas sociedades sólo pueden subsistir y desarrollarse mediante el crecimiento común y personal de todos. Por eso deben asegurar efectivamente condiciones de igualdad de oportunidades entre el hombre y la mujer, y garantizar una igualdad objetiva entre las diversas clases sociales, lo cual implica apoyar a los menos favorecidos.

De la naturaleza y dignidad de la persona brotan derechos universales, indivisibles, inviolables e irrenunciables, que deben ser reconocidos, respetados, tutelados, promovidos y defendidos por todos. Estos derechos comportan, en primer lugar, la satisfacción de las necesidades esenciales materiales y espirituales de la persona, en todas las fases de su vida, y en cualquier contexto político, social, económico o cultural. Son un conjunto unitario, orientado a la promoción de cada uno de los aspectos del bien de la persona y de la sociedad. Por eso deben arraigar en las diversas culturas y en la dimensión jurídica, a fin de asegurar su pleno respeto.

El primero de estos derechos es el derecho a la vida, desde la concepción hasta su conclusión natural. A este derecho se suman el derecho a la integridad física, sexual, psíquica, moral, espiritual y patrimonial. A los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, como son: alimento, vestido, vivienda, descanso, asistencia médica y los servicios indispensables que debe prestar el Estado: seguridad personal en caso de enfermedad, invalidez, viudez, vejez, paro y cualquier eventualidad que prive a la persona, sin culpa suya, de los medios necesarios para su sustento.

Otro es el derecho a la libertad religiosa, tanto en su dimensión individual como social, dada la naturaleza relacional de la persona. La religión puede contribuir de manera eficaz a la construcción de un orden social justo y pacífico, a nivel nacional e internacional.

También, la persona tiene derecho a la buena fama, a la verdad y a la cultura; a elegir el estado de vida que prefiera; a fundar una familia; a un trabajo digno, seguro y justamente remunerado; a ejercer actividades económicas legítimas; a la propiedad privada, que entraña una función social; a reunirse y asociarse; a residir en un lugar y a emigrar; a intervenir en la vida pública; a la paz y a la certeza y seguridad jurídica.

Inseparablemente unido al tema de los derechos se encuentra el de los deberes que toda persona debe observar consigo misma y con los demás: respetar los derechos ajenos; colaborar con los demás para procurar una convivencia civil en la que se respeten los derechos y los deberes de manera diligente, eficaz y creciente; y actuar con sentido de responsabilidad.

En cuanto a los derechos de las Naciones, éstos son los “derechos humanos” considerados a este específico nivel de la vida comunitaria. La Nación tiene derecho a la existencia, a la independencia y a la propia lengua y cultura, a construir su futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación; a modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo toda violación de los derechos humanos y la opresión de las minorías.

En las relaciones entre pueblos y Estados se requieren condiciones de respeto, equidad, paridad y solidaridad, para un progreso auténtico de la comunidad internacional.

La historia ha probado que la creación de instituciones no basta para garantizar el desarrollo de la persona y de los pueblos; éste comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos, lo que exige una visión integral y trascendente de la persona. Sólo así, paso a paso las instituciones irán siendo cada vez más humanas.

“No en la revolución, sino en una evolución concorde, están la salvación y la justicia –decía Pío XII–. La violencia jamás ha hecho otra cosa que destruir, no edificar; encender las pasiones, no calmarlas; acumular odio y escombros, no hacer fraternizar a los contendientes, y ha precipitado a los hombres y a los partidos a la dura necesidad de reconstruir lentamente, después de pruebas dolorosas, sobre los destrozos de la discordia”[72].

“Nos preocupa justamente la complejidad y gravedad de la situación… actual –decía Benedicto XVI– pero hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades que nos reclama un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas… De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada”[73].

Comunicación, camino para el encuentro

En esta empresa, la comunicación se ofrece como un vehículo eficaz para “la comunión y el progreso en la convivencia humana”[74]. Los medios de comunicación y las redes sociales, que amplían la capacidad comunicativa innata en el ser humano, se han convertido en los principales modos de explicación y de interpretación de la realidad[75]. A través de ellos, la gente entra en contacto con otras personas y con los acontecimientos, recibe información e ideas, y se forma sus opiniones y valores[76]. De ahí la necesidad de una ética en la comunicación.

Por eso, el Papa Francisco advierte: “No basta pasar por las «calles» digitales, es decir simplemente estar conectados: es necesario que la conexión vaya acompañada de un verdadero encuentro... Necesitamos amar y ser amados. Necesitamos ternura” [77].

En la dinámica comunicativa, no vayamos a ser como aquella contestadora de un Instituto de Salud Mental, que responde: “Gracias por llamar. Si usted sufre de amnesia, presione el número 8, el 19 y el 155, y diga, de memoria, el número de su registro único de población y de su pasaporte, así como el apellido de soltera de su bisabuela. Si es depresivo, no importa qué número pulse; nadie le va a contestar. Si es paranoico, no pulse ningún número, nosotros sabemos quién es y lo que hace; espere en la línea mientras rastreamos su llamada. Y si padece de baja autoestima ¡cuelgue!; nuestros operadores están ocupados atendiendo a personas realmente importantes”.

Los gobiernos, la iniciativa privada, los líderes sociales, las instituciones, la Iglesia, los empresarios y profesionales de los medios, el público en general y los usuarios que generamos y recibimos información y nos comunicamos, debemos hacer una opción por la persona humana, comprendiendo que una necesidad y un derecho fundamental de todo hombre y de toda mujer, para vivir con libertad y realizarse, es el conocimiento de la verdad, que nos permite una existencia plena en sociedad y alcanzar la trascendencia.

El reto es hacer que la comunicación contribuya “a la promoción de todo lo que es bueno y verdadero para la sociedad humana”[78], sin excluir a nadie. Para ello, se ha de poner la comunicación al servicio de la persona; de su vida, su dignidad y sus derechos fundamentales, a fin de que contribuyan a su desarrollo integral, corporal y espiritual, abarcando las dimensiones cultural, trascendente y religiosa, tanto de los individuos, como de la sociedad, favoreciendo así la comunión

“El futuro –decía Joseph Ratzinger– se construye donde los hombres se encuentran mutuamente con convicciones capaces de configurar la vida. Y el buen futuro crece donde las convicciones vienen de la verdad y a ella llevan”[79].

“Que la imagen del buen samaritano que venda las heridas del hombre apaleado, versando sobre ellas aceite y vino, nos sirva como guía –dice el Papa Francisco–. Que nuestra comunicación sea aceite perfumado para el dolor y vino bueno para la alegría. Que nuestra luminosidad… provenga… de acercarnos, con amor y con ternura, a quien encontramos herido en el camino”[80].

De esta manera, la comunicación estará al servicio de una cultura del encuentro en México. Que Dios nos ayude a hacerlo realidad. Muchas gracias.


[1] Cfr. Diccionario de la lengua española, XII edición. www.rae.es.

[2] GUSDORF, Georges. La parole, Ed. PUF, Paris, 1988, p. 67.

[3] Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2014.

[4] Ídem.

[5] Lumen Fidei, n. 29.

[6] Ibíd.,n. 13.

[7] Evangelii Gaidium, nn. 51-52.

[8] Ibíd., n. 59.

[9] Ibíd., n. 55.

[10] Cfr. Declaración Universal de los Derechos Humanos, preámbulo.

[11]Cfr. Comisión Teológica Internacional, “En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural”, n. 5.

[12] Evangelii Gaudium, n. 222-223.

[13] Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2014

[14] Arengas y discursos, Tomo II, Madrid, en la oficina de gracia y Compañía, 1804, Discurso II, p. 325.

[15] PASCAL Blaise, “Pensamientos”, XXI, 4.

[16] RATZINGER Joseph, “Fe, verdad y tolerancia”, Ed. Sígueme, Salamanca, 2005, p. 55.

[17] Cfr. HABERMAS Jürgen, Israel y Atenas o ¿a quién pertenece la razón anamnética? Sobre la unidad en la diversidad multicultural, Isegoría, Madrid, 1994, n. 10, p. 110.

[18] MARDONES José María, Ética Civil y Religión. Las Aportaciones de la Religión a una Ética Civil en la sociedad del riesgo, Estudios filosofía-historia letras, Otoño 1995, biblioteca.itam.mx/textos2.

[19] Ídem.

[20] Rodríguez Adrados Francisco, La democracia ateniense, Ed. Alianza Universidad, Madrid, 1975, pp. 37/68.

[21] Cfr. HOMERO, La Odisea, Canto XI, Descenso a los infiernos.

[22] PITÁGORAS, Versos de oro, Ed. Alianza Universidad, Madrid, 1975, pp. 37/68.

[23] Cfr. HERÓDOTO Historia, Libro III, 142.

[24] Cfr. Diógenes Laercio, IX, 51.

[25] Cfr. SEXTO EMPÍRICO, “Contra los matemáticos”, VII, 65ss.

[26] Cfr. PLATÓN, Gorgias, 58.

[27] Cfr. PLATÓN, Apología de Sócrates.

[28] Cfr. PLATÓN, La República, libro VII.

[29] Cfr. Ética a Nicómaco, Libro I, 1094 a.

[30] Ibíd., Libro I, 1098 b.

[31] Ibíd. Libro I, 1252 a.

[32] Cfr. Cicerón, Defmibus, III, 21.

[33] Cfr. ZIMMERMANN Reinhard, Derecho romano y cultura europea, www.librosintinta.com, Hamburgo, 2010, p. 30.

[34] Cfr. Mt 6,30.

[35] Cfr. Rm 2, 14-15.

[36] Cfr. Gaudium et spes, n. 22.

[37] Cfr. Mc 12, 29-31.

[38] Exameron, dies VI, sermo IX, 8, 50: CSEL 32, 241.

[39] Cfr. Lc 10, 38-42; 11,1-3; 12, 32-48.

[40] Cfr. SAN CLEMENTE DE ALEJANDRÌA, Stromata, I, c. 29, 182, 129.

[41] Proslogion, proem: PL 153, 225ª.

[42] Ibíd., I, 2, q. 113, a. 3.

[43] ZAVALA Silvio, La defensa de los derechos del hombre en América Latina (siglos XVI y XVII), UNAM & UNESCO, México, 1982, pp. 12-13.

[44] Ídem.

[45] Cfr. PEREÑA Luciano, La intervención de España en América, en DE LA PEÑA Juan, De bello contra insulanos. Intervención de España en América, Ed. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1982, Vol. II, p. 22.

[46] Cfr. HOFFNER Joseph, La ética colonial española del Siglo de Oro, Ed. Cultura Hispánica, Madrid, 1957, p. 515.

[47] PÉREZ Luño Antonio Enrique, Los iusnaturalistas clásicos hispanos y la polémica sobre el Nuevo Mundo, Revista de estudios políticos, Barcelona, ISSN 0048-7694, N. 77, 1992, p.12.

[48] Cfr. DESCARTES Renato, Discurso del método. Meditaciones Metafísicas, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1968, II.

[49] Ídem.

[50]Ibíd., IV.

[51]CERVANTES Miguel de, Don Quijote de la Mancha, Ed. del IV Centenario, Ed. Santillana, México, 2005.

[52] Elementos filosóficos, Trat. “Del hombre”, 10.

[53] Leviatán, I Parte, cap. 5.

[54] ¿Qué es la Ilustración?, en Obras Completas.

[55] XI, 4.

[56] El contrato social, I, 6.

[57] Artículos 1º, 2º, 5º, 7º, 8º y 9º.

[58] Cfr. HÄBERLE Peter, Libertad, igualdad, fraternidad. 1789 como historia, actualidad y futuro del Estado constitucional, pp. 34, 78, 79).

[59] Contribución a la crítica de la economía política, Introducción.

[60] Cfr. MARX Karl, El Capital, 24, ss. 7.

[61] Las obras del amor, 321.

[62] Tratado de la desesperación, 19.

[63] Ibíd., 423.

[64] Ecce homo, p. 4.

[65] El Malestar en la Cultura, en Obras Completas, Tomo III, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973, nn. 3032, 3060.

[66] La Náusea, Ed. Diana, S.A., México, 1952, p. 194.

[67] Cfr. El ser y la nada, Alianza Editorial, Madrid, 1984.

[68] Cfr. El puesto del hombre en el cosmos, Ed. Losada, Buenos Aires, 1929.

[69] La educación en este momento crucial, Desclée de Brouwer, 1965, pp. 18-19.

[70] El hombre y el Estado, Ed. Encuentro, Madrid, 1983, pp. 25-26.

[71] Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2014

[72] Alocución a los trabajadores italianos en la fiesta de Pentecostés, 13 de junio de 1943: AAS35 (1943) 175.

[73] Encíclica Caritas in veritate, n. 21.

[74] Instrucción Pastoral, Communio et progressio, n. 1

[75] Cfr. AA.VV. Introducción a los Medios de Comunicación, Ed. Paulinas, Madrid 1990, p. 11

[76] Cfr. Instrucción Pastoral, Aetatis novae, n. 2.

[77] Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2014

[78] BENEDICTO XVI, Discurso a la plenaria del Consejo Pontificio de las Comunicaciones Sociales, 17 marzo 2006.

[79] RATZINGER Joseph, Introducción al cristianismo, Ed. Sígueme, Salamanca, 2001, p. 24.

[80] Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2014.

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