En la oscuridad de la noche, que, como explica Benedicto XVI, representa el alejamiento de Dios, el ofuscamiento de la verdad, una situación en la que uno no ve al otro, el espacio en el que el mal y la muerte pueden prosperar, Jesús hace resplandecer el nuevo día de Dios[1]; día en el que podemos ver con claridad la realidad y el camino del auténtico progreso; día que nos eleva hacia la vida verdadera, libre, plena y eternamente feliz de Dios.
Jesús, unido al Padre, ha venido a ayudarnos. Nos limpia de la oscura y mortal suciedad del pecado, como recuerda san Agustín[2]. Y lo hace con su propia sangre ¡dando su vida! Esto es lo que expresa al lavar los pies de sus discípulos. Él, el Hijo de Dios, creador de todas las cosas, sabe que el servicio es parte del amor, y por lo tanto, parte esencial de su identidad.
Por eso, al hacernos partícipes de su filiación divina, nos invita a amarnos los unos a los otros, como Él nos ha amado[3]. “Les he dado ejemplo –nos dice–, para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan”. Jesús nos enseña que sólo es posible realizarnos y alcanzar un desarrollo integral ayudándonos unos a otros. Por eso, el Papa Francisco nos pide preguntarnos: “¿Estoy verdaderamente dispuesta o dispuesto a servir, a ayudar al otro?” [4].
Preguntémonos: ¿Ayudo a mi esposa, a mi esposo, a mis hijos, a papá, a mamá, a mis hermanos, a la novia, al novio, a los amigos, a los vecinos, a los compañeros de la escuela, del trabajo y a la gente más necesitada a que alcance una vida digna, libre, plena y eterna?
Para que podamos amar y ayudar, Jesús nos alimenta con el sacramento de su cuerpo y de su sangre, prefigurado en el codero de la Pascua Judía, cuya sangre libró de la esclavitud y de la muerte a los israelitas[5]. En la Eucaristía, que instituyó la noche en que iba ser entregado[6], el Señor nos une a Dios y a su Iglesia, y nos fortalece para que ayudemos a los demás, con la esperanza de alcanzar la vida eterna y de resucitar con Él el último día[7].
¿Cómo le pagaremos tanto bien? Levantando el cáliz de la salvación e invocando su nombre[8], en la Misa dominical. Y conscientes de que este don puede perpetuarse gracias a que en la última Cena Jesús hizo partícipes de su sacerdocio único y eterno a sus apóstoles y a sus sucesores, los obispos y sus colaboradores los presbíteros, pidamos por ellos, para que sean fieles a su misión, y supliquemos que nos conceda muchos sacerdotes, de modo que se siga cumpliendo su mandato de amor: “Hagan esto en memoria mía”[9]
[1] Homilía Jueves Santo 5 de abril de 2012.
[2] Ut supra.
[3] Cfr. Aclamación: Jn 13,34.
[4] Homilía Jueves Santo 28 de marzo de 2013.
[5] Cfr. 1ª Lectura: Ex 12,1-8.11-14.
[6] Cfr. 2ª Lectura: 1 Cor 11, 23-26.
[7] Cfr. JUAN PABLO II, Ecclesia de Eucharistia, nn. 12-20.
[8] Cfr. Sal 115.
[9] Cfr. 2ª Lectura: 1 Cor 11, 23-26.